Frunce el entrecejo al ver la etiqueta con faltas de ortografía.
—El tipo del servicio de traslado de cadáveres debe de ser asiático.
—¿Quién es el detective? —Pregunto.
—Stanfield. No lo conozco. Procure no pincharse el guante o su yeso se convertirá en un riesgo biológico durante las próximas semanas —dice e indica mi yeso cubierto de látex—. De hecho, ¿qué haría, ahora que lo pienso?
—Me lo cortaría y me pondría otro.
—Así que deberíamos tener aquí yesos descartables.
—De todos modos tengo ganas de sacármelo. El patrón de las quemaduras de este hombre no tiene sentido para mí —le digo—. ¿Sabemos a qué distancia del fuego estaba el cuerpo?
—A unos tres metros de la cama. Me dijeron que la cama es lo único que se quemó, y sólo en forma parcial. El tipo estaba desnudo, sentado en el piso, con la espalda contra la pared.
—Me pregunto por qué sólo la parte superior de su cuerpo se quemó. —Señalo las discretas quemaduras del tamaño de dólares de plata. —Los brazos, el pecho. Una aquí en el hombro izquierdo. Y éstas en la cara. Y tiene varias quemaduras en la espalda, que no deberían estar si la tenía apoyada en la pared. ¿Qué puedes decirme de las marcas de arrastre?
—Tengo entendido que, cuando los bomberos llegaron allí, arrastraron el cuerpo hacia la playa de estacionamiento. Una cosa es segura, él debe de haber estado inconsciente e incapacitado cuando el fuego se inició —dice Jack—. No imagino por qué otra razón una persona se quedaría sentada quemándose y respirando humo. Y en esta época del año. —Mi «segundo al mando» está sumido en una nube de cansancio y agotamiento que me lleva a sospechar que pasó una muy mala noche. Me pregunto si él y su ex esposa tuvieron otra de sus explosiones. —Todos se están matando. Esa mujer de allá —dice y señala el cuerpo que está en la mesa número uno, junto a la cual el doctor Chong toma fotografías desde una escalera de mano. —Muerta en el piso de la cocina, una almohada, una manta. El vecino oyó un disparo. La madre la encontró. Hay una nota. Y, en la mesa número dos una muerte por accidente automovilístico, que la policía estatal sospecha que es un suicidio. La mujer tiene heridas múltiples. Se estrelló contra un árbol.
—¿Trajeron su ropa?
—Sí.
—Tomemos radiografías de sus pies y que el laboratorio revise las suelas de sus zapatos para comprobar si estaba frenando o acelerando cuando chocó contra el árbol. —Oscurezco distintas zonas del diagrama corporal indicando la presencia de hollín.
—Y tenemos, además, un enfermo conocido de diabetes con una historia de sobredosis. —Jack continúa recitando nuestra lista de invitados de la mañana.
—Fue encontrado afuera, en el patio. La pregunta es si se tratará de drogas, alcohol o exposición excesiva.
—O una combinación de esas cosas.
—Correcto. Y entiendo lo que quiere decir con respecto a las quemaduras. —Se agacha un poco para observar, parpadea con frecuencia y eso me recuerda que usa lentes de contacto.—Es extraño que todas tengan más o menos el mismo tamaño. ¿Quiere que la ayude con esto?
—Gracias. Me arreglaré. ¿Cómo estás tú? —Pregunto y levanto la vista de la tablilla con sujetador.
Sus ojos están cansados y su apostura adolescente parece también fatigada.
—Quizá podamos tomar un café en algún momento —dice—. Uno de estos días. Ahora yo debería preguntarle cómo está usted.
Le palmeo la espalda para hacerle saber que estoy bien.
—Tan bien como puede esperarse, Jack —Agrego.
Comienzo el examen externo de Fulano de Tal con un KRPF, un kit de recuperación de pruebas físicas, algo decididamente desagradable que incluye limpiar orificios con un hisopo, cortar uñas y arrancar pelos de la cabeza y vello del cuerpo y del pubis. Empleamos esto mismo con todos los cuerpos en que existe alguna razón para sospechar algo distinto de una muerte natural, y siempre lo hago cuando un cuerpo aparece desnudo, a menos que exista una razón aceptable para que la persona no esté vestida cuando muere, por ejemplo si está en la bañera o en una mesa de operaciones. En general, no paso por alto las indignidades de mis pacientes. No puedo hacerlo. A veces la prueba más importante acecha en los orificios más sombríos y delicados o cuelga debajo de las uñas o en el pelo. Al violar las partes más privadas de este hombre descubro algunos desgarros cicatrizados en el esfínter anal. Tiene abrasiones en las comisuras de la boca. Y fibras adheridas a la lengua y a la parte interior de las mejillas.
Le reviso cada centímetro del cuerpo con una lupa y la historia que me cuenta se vuelve cada vez más sospechosa. En los codos y las rodillas tiene leves abrasiones que están cubiertas con suciedad y fibras, que yo recojo apretándolos con el dorso adhesivo de Post-its, que después sello dentro de bolsas plásticas. Por encima de las prominencias óseas de las dos muñecas hay abrasiones secas de color marrón rojizo en la forma de circunferencias incompletas y diminutos flecos de piel. Extraigo sangre de las venas ilíacas y humor vítreo de los ojos, y los tubos de ensayo suben por el montacargas al laboratorio de toxicología del segundo piso para que allí realicen con urgencia pruebas de alcohol y de monóxido de carbono. A las diez y media desplazo hacia atrás los tejidos de la incisión en Y de pronto advierto que un hombre alto y de edad avanzada se dirige hacia mí. Tiene un rostro ancho y cansado y mantiene cierta distancia de mi mesa. En la mano lleva una bolsa de papel madera como las que dan en los almacenes, con la parte superior doblada y sellada con cinta adhesiva roja de pruebas. En ese momento por mi mente veo la imagen fugaz de mi ropa metida en una bolsa sobre la mesa Jarrah Wood del comedor de casa.
—El detective Stanfield, supongo. —Levanto un colgajo de piel y lo libero de las costillas con pequeños y rápidos golpes del escalpelo.
—Buen día —dice, y reacciona un poco al mirar el cadáver—. Bueno, supongo que no para él.
Stanfield no se ha tomado el trabajo de ponerse ropa de protección sobre su traje de tela de punto de espina que le queda mal. No usa guantes ni fundas para los zapatos. Mira mi abultado brazo izquierdo y se abstiene de preguntarme cómo me lo quebré, lo cual me dice que ya lo sabe. Recuerdo que mi vida ha sido divulgada en todos los medios de difusión, que me niego a ver o a leer. Anna más o menos me ha acusado de ser cobarde, en la medida en que a una psiquiatra se le permite acusar a otra persona, y en realidad ella nunca utilizaría la palabra «cobarde». «Negación» es más un término suyo. A mí no me imponía. Me mantengo alejada de los periódicos y no miro ni escucho nada de lo que se dice de mí.
—Lamento haber tardado tanto, pero los caminos están hechos un desastre —dice Stanfield—. Espero que tenga cadenas en la ruedas, porque yo no las tenía y me empantané. Tuve que hacer que un remolque me sacara y, después, me pusiera cadenas, y ésa es la razón por la que no estaba aquí más temprano. ¿Encontró algo?
—Su nivel de monóxido de carbono es del setenta y dos por ciento. —Una forma de referirse al monóxido de carbono. —¿Ve el color cereza de la sangre? Es típico de los niveles elevados de monóxido de carbono. —Tomo pinzas para costillas del carro de cirugía.—El nivel de alcohol es cero.
—¿Así que lo que lo mató fue el fuego?
—Sabemos que tenía una aguja clavada en el brazo, pero el envenenamiento por monóxido de carbono fue la causa de su muerte. Me temo que eso no nos dice mucho —digo y comienzo a cortar costillas.—El examen anal mostró pruebas de actividad homosexual, y en algún momento anterior a su muerte le ataron las muñecas. También parece que fue amordazado. —Señalo las abrasiones en las muñecas y las comisuras de la boca. Stanfield las mira con los ojos abiertos de par en par. —Las abrasiones de las muñecas no tenían costras —Continúo—. En otras palabras, no parecen viejas. Y porque tiene fibras adentro de la boca, se puede tener la casi total seguridad de que fue amordazado durante o alrededor de la hora de su muerte. —Sostengo una lupa sobre la fosa anticubital o hueco del brazo, y le muestro a Stanfield dos diminutos puntos rojos. —Son marcas recientes de inyecciones —explico—. Pero lo interesante es que no tiene marcas anteriores de agujas que sugieran una historia de abuso de drogas. Haré una prueba con un trozo de hígado en busca de triaditis, una inflamación leve del sistema estructural de apoyo del conducto, arteria y venas biliares. Y veremos cuál es el informe de toxicología.
—Supongo que podría tener sida.—Esto es lo más importante para el detective Stanfield.
—Le haremos la prueba del VIH —contesto.
Stanfield retrocede otro paso cuando yo extraigo el tórax óseo de forma triangular. Es para que lo estudie Laura Turkel, un préstamo de la Base Militar Fort Lee de Peterburg. Es una mujer muy atenta y oficiosa que casi me saluda cada vez que aparece de pronto en el extremo de la mesa. La Turca, como todo el mundo la llama, siempre se refiere a mí como «la jefa». Supongo que, para ella, jefa es un rango y doctora no lo es.
—¿Lista para que yo abra el cráneo, jefa? —Su pregunta es un anuncio que no requiere respuesta. La Turca es como muchas de las mujeres militares que recibimos aquí: recia, ansiosa, rápida para eclipsar a los hombres quienes, con frecuencia, son los más remilgados.—Esa señora en la que está trabajando el doctor Chong —dice la Turca mientras enchufa la sierra Stryker en un cable aéreo sujeto a un riel— tiene un testamento y hasta escribió su propio obituario. Tiene todos sus papeles de seguros en orden, todo. Junto con su alianza matrimonial los puso en una carpeta que dejó sobre la mesa de la cocina antes de recostarse sobre la manta y pegarse un tiro en la cabeza. ¿Se lo imagina? Realmente, muy, muy triste.
—Sí, es muy triste. —Los órganos son un bloque brillante cuando los levanto en
masse
y los pongo sobre la tabla de corte. —Si va a quedarse aquí, realmente debería ponerse el atuendo adecuado de protección —Le digo a Stanfield—. ¿Nadie le mostró dónde están las cosas en el vestuario?
El se queda mirando los puños de mis mangas ensangrentadas, las salpicaduras de sangre que tengo en la delantera de la bata.
—Señora, si no le importa, me gustaría repasar los hechos que sí conozco —dice—. ¿Podría sentarme un minuto? Después, necesito regresar antes de que el tiempo empeore. Pronto necesitará el trineo de Papá Noel para llegar a alguna parte.
La Turca toma un escalpelo y realiza una incisión alrededor de la parte posterior de la cabeza, de oreja a oreja. Aparta el cuero cabelludo y lo desplaza hacia adelante, y la cara se afloja y se colapsa en una protesta trágica antes de que quede al revés, como una media usada. La parte superior del cráneo tiene un brillo blanco y yo lo observo bien. No hay hematomas, hendiduras ni fracturas. El zumbido de la sierra eléctrica suena como un híbrido de una sierra para madera y el tomo de un dentista cuando me saco los guantes y los dejo caer en un recipiente para basura con riesgo biológico. Le hago señas a Stanfield de que me siga a la larga mesada que ocupa todo el largo de la pared opuesta a las mesas de autopsias. Una vez allí, cada uno se instala en una silla.
—Tengo que ser sincero con usted, señora —Comienza a decir Stanfield con un movimiento lento y negativo de la cabeza—. No tenemos idea de por dónde empezar en este caso. Lo único que puedo decirle en este momento es que este hombre —e indica el cuerpo que está sobre la mesa— se registró ayer a las tres de la tarde en el Motel y Camping Fort James.
—¿Exactamente dónde queda ese motel?
—En la ruta Cinco Oeste, a no más de diez minutos de William and Mary.
—¿Usted habló con el empleado de ese motel, el Fort James?
—Sí, con la señora que estaba en la oficina. —Abre un enorme sobre de papel manila y extrae un puñado de fotografías Polaroid.—Ella se llama Bev Kiffin. —Me lo deletrea y se pone anteojos de lectura que saca de un bolsillo interior del saco. Las manos le tiemblan un poco al hojear un anotador. —Dijo que el hombre joven entró y pidió el especial de dieciséis cero siete.
—¿Cómo dijo? —Apoyo el bolígrafo en las notas que estoy tomando. —Ciento sesenta dólares con setenta centavos. De lunes a viernes. O sea, cinco noches. Dieciséis cero siete. La tarifa habitual es de cuarenta y seis dólares la noche, un precio demasiado alto para un lugar como ése, si me lo pregunta. Pero ya sabe cómo los fuman en pipa a los turistas.
—¿Dieciséis cero siete? ¿Como la fecha en que se fundó Jamestown? —Parece raro oír una referencia a Jamestown. Yo se lo mencioné a Anna anoche cuando le hablaba de Benton.
Stanfield asiente con vehemencia.
—Sí, como Jamestown. Dieciséis cero siete. Ése es el precio comercial, o por lo menos así lo llaman. El precio para la semana de negocios. Y, permítame agregar, señora, que no es un motel muy agradable, para nada, señora. Más bien yo lo llamaría una bolsa de pulgas.
—¿Tiene una historia de crímenes?
—No, en absoluto, señora. Ninguna historia de crímenes que sepamos, para nada.
—Sólo zaparrastroso.
—Sí, sólo zaparrastroso —dice y asiente con entusiasmo. El detective Stanfield tiene una manera muy especial de hablar con énfasis, como si estuviera acostumbrado a enseñar a un chico un poco lento de entendederas, que necesita que le repitan o que enfaticen las palabras importantes. Dispone con prolijidad las fotografías en línea sobre la mesada y yo las miro.
—¿Usted las tomó? —Supongo.
—Sí, señora, las tomé yo.
Haciendo juego con su persona, lo que ha captado en la película es enfático y preciso: la puerta del motel con el número 14, una vista de la habitación a través de la puerta abierta, la cama chamuscada, el daño causado por el fuego en las cortinas y las paredes. Hay una única cómoda y un sector para colgar ropa que es nada más que un barral en un hueco en la pared justo al lado de la puerta. Advierto que el colchón sobre la cama tiene restos de una funda y de sábanas blancas, pero nada más. Le pregunto a Stanfield si envió la ropa de cama al laboratorio para la prueba de aceleradores. Me contesta que sobre la cama no había nada, nada para someter a análisis salvo los sectores quemados del colchón, que él colocó dentro de una lata de aluminio para pintura bien sellada. «Según lo indican los procedimientos», son sus palabras exactas, las palabras de alguien muy nuevo en el trabajo de detective. Pero está de acuerdo conmigo en que es extraño que faltara la ropa de cama.
—¿Estaban sobre la cama cuando él se registró? —Pregunto.