Último intento (50 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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Berger camina de vuelta hacia el garaje, se
abraza para
mantenerse abrigada y la humedad de su aliento se congela y se convierte en una nubecita blanca. Recuerdo a Lucy cuando era chica y venía a visitarme desde Miami. La única ocasión en que estaba expuesta al frió era cuando se encontraba en Richmond, y formaba un rollo con papel de un anotador y se paraba en el patio simulando fumar, sacudiendo cenizas imaginarias, sin saber que yo la estaba mirando por una ventana.

—Retrocedamos en el tiempo —dice Berger mientras camina—. Al lunes 6 de diciembre. El día en que se encontró ese cadáver dentro de un contenedor en el puerto de Richmond. El cadáver que creemos pertenecía a Thomas Chandonne, supuestamente asesinado por su hermano Jean-Baptiste. Dígame exactamente qué sucedió ese lunes.

—Me avisaron que había un cuerpo —Comienzo a decir.

—¿Quién se lo avisó?

—Marino. Diez minutos después, Jack Fielding, mi subjefe, llamó. Le dije que yo iría a la escena del crimen.

—Pero no necesitaba ir —me interrumpe—. Usted es la jefa. Tenemos un hediondo cadáver en descomposición en una mañana desusadamente calurosa. Podría haber dejado que ese tal Fielding fuera.

—Es verdad, podría haberlo hecho.

—¿Entonces por qué no lo hizo?

—Era obvio que sería un caso complicado. El barco provenía de Bélgica Y teníamos que barajar la posibilidad de que el cuerpo procediera de Bélgica, lo cual provocaba, además, problemas de orden internacional. Yo suelo tomar los casos difíciles, los que recibirán mucha publicidad.

—¿Porque le gusta la publicidad?

—Porque no me gusta.

Ahora nos encontramos en el interior del garaje y las dos estamos heladas. Cierro la puerta.

—¿Es posible que usted haya tomado este caso porque había tenido una mañana difícil? —Berger se acerca al gran armario de madera de cedro. —¿Le importa? —Le digo que lo abra nomás y una vez más me maravilla todos los detalles que parece saber con respecto a mí.

Lunes negro. Esa mañana, el senador Frank Lord, presidente de la Comisión del Poder Judicial y un viejo y querido amigo mío, vino a verme. Tenía en su poder una carta que Benton me había escrito. Yo ignoraba por completo la existencia de esa carta. En ningún momento se me ocurrió que, mientras Benton estaba de vacaciones en el lago Michigan, hace algunos años, me había escrito una carta y le había pedido al senador Lord que me la diera si él —Benton— moría. Recuerdo haber reconocido la escritura cuando el senador Lord me entregó la carta en cuestión. Jamás olvidaré el sacudón que fue para mí. Quedé destruida. Finalmente la pena se apoderó de mí y me embargó el alma, y esto era precisamente lo que Benton quería. Él fue hasta el final un brillante especialista en perfiles psicológicos. Sabía exactamente cómo reaccionaría yo si algo le pasaba, y con la carta me obligaba a salir de la actitud de negación que escondía mi adicción al trabajo.

—¿Cómo sabe usted lo de la carta? —Le pregunto a Berger.

Ella mira el contenido del armario: overoles, botas de goma, botas altas impermeables para vadear, calzoncillos largos, medias, zapatillas.

—Por favor, tenga un poco de paciencia —dice, casi con dulzura—. Por el momento, conteste mis preguntas. Más tarde yo responderé las suyas.

Más tarde no me sirve.

—¿Por qué tiene importancia la carta?

—No estoy segura. Pero digamos que importa para entender su estado de ánimo.

Deja que yo asimile esas palabras. Mi estado de ánimo es la carta de triunfo de Caggiano, si yo llego a terminar en Nueva York. De manera más inmediata, es lo que todo el mundo parece estar cuestionando.

—Demos por sentado que si yo sé algo, el abogado defensor también lo sabe —Agrega ella.

Yo asiento.

—Usted recibe de pronto esa carta. Nada menos que de Benton. Hace una pausa y en su cara se filtra la emoción. —Sólo le diré que… —Aparta la vista. —Que eso también me habría destrozado a mí, por completo. No sabe cuánto lamento todo lo que ha tenido que pasar. —Me mira a los ojos. ¿Será otra estratagema para hacer que confíe en ella, que colabore con ella? —Un año después de su muerte, Benton le recuerda que probablemente usted no ha elaborado su pérdida. Ha salido huyendo a toda velocidad de la pena.

—Usted no puede haber visto esa carta.—Estoy aturdida e indignada—. Está bajo llave en una caja fuerte. ¿Cómo sabe qué dice la carta?

—Usted se la mostró a otras personas —responde sensatamente.

Con la poca objetividad que me queda, me doy cuenta de que, si Berger todavía no ha hablado con toda la gente que me rodea, incluyendo a Lucy y a Marino, lo hará. Es su deber. Sería muy tonta y negligente si no lo hiciera.—El 6 de diciembre —dice—. Él le escribió la carta el 6 de diciembre de 1966 y le pidió al senador Lord que se la entregara a usted el 6 de diciembre siguiente a su propia muerte. ¿Por qué era esa fecha tan especial para Benton?

Vacilo. —Tiene que encallecer su piel, Kay —me recuerda—. Insensibilizarla.

—No conozco el significado exacto del 6 de diciembre, salvo que, en su carta, Benton mencionó que sabía que la Navidad era una época difícil para mí. —respondo—. Él quería que la carta me llegara cerca de la Navidad.

—¿La Navidad es difícil para usted?

—¿No lo es para todo el mundo?

Berger permanece en silencio. Después, pregunta:

—¿Cuándo comenzó su relación íntima con él?

—En otoño, hace años.

—Está bien. En otoño, hace años. Entonces inició usted su relación sexual con él. —Lo dice como si yo estuviera evitando la realidad. —Cuando él todavía estaba casado. Cuando empezó su relación con él.

—Así es.

—De acuerdo. El pasado 6 de diciembre usted recibe la carta y, más tarde esa misma mañana, se dirige a una escena del crimen en el puerto de Richmond. Después regresó aquí. Dígame exactamente cuál es su rutina cuando vuelve a casa de una escena del crimen.

—La ropa que usé en la escena está metida en una bolsa doble, en el baúl de mi auto —explico—. Un overol y zapatillas de tenis. —Sigo mirando fijo el espacio vacío donde debería estar mi automóvil.—El overol lo meto en el lavarropas; las zapatillas, en una pileta con agua hirviendo y desinfectante. —Le muestro las zapatillas. Todavía se encuentran estacionadas en el estante donde las dejé para que se secaran, hace más de dos semanas.

—¿Y después?

—Después me desnudo —le digo—. Me quito toda la ropa y la pongo en el lavarropas, lo enciendo y entro en la casa.

—Desnuda.

—Sí. Voy a mi dormitorio, a la ducha, sin detenerme. Es así como me desinfecto si vuelvo directamente a casa de una escena del crimen.

Berger está fascinada. Es obvio que tiene una teoría y, cualquiera sea, lo cierto es que cada vez me siento más incómoda y expuesta. —Me pregunto —murmura—. Me pregunto si alguien lo sabía.

—¿Si alguien sabía qué? Y, de veras, quisiera entrar, si a usted le parece bien —digo—. Me estoy congelando.

—Si alguien conocía su rutina —Insiste ella—. Si Chandonne estaba interesado en su garaje a causa de su rutina. Fue más que hacer funcionar la alarma. Tal vez él realmente trataba de entrar. El garaje es el lugar donde usted se quita la ropa de muerte. En este caso, la ropa mancillada por una muerte provocada Por él. Usted estaba desnuda y vulnerable, aunque sólo fuera por un momento.

—Me sigue de vuelta hacia el interior de casa y cierro la puerta detrás de nosotros. —Él podría tener una auténtica fantasía sexual con respecto a eso.

—No veo cómo Chandonne podría saber algo de mi rutina. —Me resisto a esa hipótesis.

—Él no presenció lo que hice ese día.

Ella levanta una ceja y me mira.

—¿Puede decirlo con total seguridad? ¿No existe ninguna posibilidad de que él la haya seguido hasta su casa? Sabemos que estuvo en el puerto en algún momento, porque es así como llegó a Richmond, a bordo del Sirius, donde se había cubierto con un uniforme blanco, se había afeitado las zonas visibles del cuerpo y permanecido la mayor parte del tiempo en la cocina, trabajando como cocinero y permaneciendo solo. ¿No es ésa la teoría? Por cierto, yo no creo lo que él dijo cuando lo entrevisté: que robó un pasaporte y una billetera y tomó un vuelo hacia aquí.

—La teoría es que él llegó al mismo tiempo en que apareció el cuerpo de su hermano —respondo.

—De modo que es probable que Jean-Baptiste se haya quedado en el barco y los haya observado a ustedes merodeando por el puerto cuando el cadáver fue hallado. El mejor espectáculo del mundo. A estos tarados les fascina observarnos trabajar con sus crímenes.

—¿Cómo pudo él haberme seguido? —Vuelvo a ese pensamiento atroz—. ¿Cómo? ¿Acaso tenía un auto?

—A lo mejor, sí —dice ella—. Lo que trato de hacer es barajar la posibilidad de que Chandonne no era el ser solitario y desdichado que por casualidad cayó en su ciudad porque le resultaba conveniente o incluso por casualidad. Ya no estoy segura de cuáles son sus conexiones, y empiezo a preguntarme si tal vez él no formó parte de un plan más grande que tiene que ver con los negocios de su familia. Quizás, incluso con la misma Bray, puesto que está claro que ella estaba involucrada con el submundo del crimen. Y ahora tenemos otros homicidios, y una de las víctimas está obviamente involucrada con el crimen organizado. Un asesino. Y una agente encubierta del FBI que trabaja en un caso de contrabando de armas. Y los pelos del camping que podrían pertenecer a Chandonne. La suma de todo esto equivale a algo más que un hombre que mató a su hermano, tomó su lugar en un barco con destino a Richmond… todo para salir de París porque su desagradable hábito de asesinar y mutilar mujeres se estaba convirtiendo cada vez más en inconveniente para su poderosa familia delincuente. ¿Entonces él se pone a matar aquí porque no puede controlarse? Pues bien. —Berger se recuesta contra la mesada de la cocina.

—Son demasiadas coincidencias. Y, ¿cómo hizo para llegar al camping si no tenía auto? Suponiendo que esos pelos resulten ser suyos —repite.

Me siento frente a la mesa. No hay ventanas dentro del garaje, pero sí hay ventanas pequeñas en la puerta del garaje. Pienso en la posibilidad de que Chandonne me haya seguido a casa y me haya espiado por la puerta del garaje mientras yo me desvestía y me lavaba. A lo mejor también tuvo ayuda en encontrar la casa abandonada junto al río. Tal vez Berger está en lo cierto. Quizá él no está solo ni nunca lo estuvo. Es casi la medianoche, casi Navidad, y Marino todavía no está aquí y la actitud de Berger me dice que ella podría seguir con esto hasta el amanecer.

—La alarma suena —retoma el tema Berger—. La policía viene y se va. Usted vuelve al living. —Me hace señas de que la siga a esa habitación—. ¿Dónde está sentada?

—En el sofá.

—Correcto. El televisor está encendido, usted revisa las cuentas y, alrededor de la medianoche, ¿sucede qué?

—Alguien llama a la puerta de calle —contesto.

—Describa los golpes.

—Golpes secos y fuertes con algo duro. —Trato de recordar cada detalle—. Como una linterna o un bastón de policía. La forma en que llama a la puerta la policía. Yo me levanto y pregunto quién es. O creo que pregunto. No estoy segura, pero una voz masculina se identifica como un policía. Él dice que un merodeador ha sido visto en mi propiedad y me pregunta si todo está bien.

—Y eso tiene sentido porque sabemos que un merodeador estuvo allí una hora antes, cuando alguien trató de forzar la puerta del garaje.

—Exactamente —digo y asiento—. Desconecto la alarma y abro la puerta, y él está allí —Agrego, como si estuviera hablando de algo que no es más peligroso que las recorridas que hacen los chicos el día de brujas, amenazando con una jugarreta si no se les da un regalo.

—Muéstreme —dice Berger.

Camino por el living, paso por el comedor y llego al hall de entrada. Abro la puerta y el hecho de recrear una escena que casi me cuesta la vida me provoca una reacción visceral. Me siento descompuesta. Me empiezan a temblar las manos. La luz del porche del frente todavía está apagada porque la policía retiró la bombilla de luz y el aplique y los entregó a los laboratorios para que los procesaran en busca de huellas dactilares. Nadie los ha reemplazado. Un par de cables desnudos cuelgan del cielo raso del porche. Berger aguarda pacientemente a que yo continúe.

—Él corre hacia adentro —digo—. Y cierra la puerta detrás de él con una patada.

—Cierro la puerta. —Tiene un saco negro y trata de cubrirme la cabeza con él.

—¿Cuando entró tenía el saco puesto o en la mano? —Puesto. Comenzó a sacárselo en cuanto transpuso la puerta.—Estoy parada, muy quieta. —Y él trató de tocarme.

¿Trató de tocarla? —Berger frunce el entrecejo—. ¿Con el martillo cincelador?

Con la mano. Extendió el brazo y me tocó la mejilla, o trató de tocármela. —¿Y usted se quedó allí parada mientras él lo hacía? ¿Parada e inmóvil? —Todo sucedió tan rápido —digo—. Tan rápido —repito—. No estoy segura. Sólo sé que él intentó hacerlo y se estaba quitando el saco y tratando de arrojármelo sobre la cabeza. Y yo eché a correr.

—¿Qué me dice del martillo cincelador?

—Lo tenía en la mano. Bueno, no estoy segura. O lo sacó en ese momento. Pero sí sé que lo empuñaba cuando me corría hacia el living.

—¿No al principio? ¿No tenía el martillo cincelador en la mano desde el principio? ¿Está segura? —Me presiona en este punto.

Yo trato de recordar, de visualizarlo.

—No, no al principio —Decido—. Primero él trató de tocarme con la mano. Después, de cubrirme con el saco. Y después sacó el martillo cincelador.

—¿Puede mostrarme lo que hizo usted a continuación? —Pregunta.

—¿Quiere que corra?

—Sí, que corra.

—No fue así —digo—. Yo tendría que sentir la misma descarga de adrenalina, el mismo pánico, para correr así.

—Kay, muéstremelo caminando, por favor.

Yo salgo del hall de entrada, paso por el comedor y vuelvo al living. Justo delante de mí está la mesa ratona amarilla Jarrah que yo descubrí en aquella maravillosa tienda de Katonah, Nueva York. ¿Cómo se llamaba? ¿Antípodas? La madera rubia brilla como miel y yo trato de no notar el polvo para huellas que la cubre, o que alguien dejó sobre ella una taza de café de un 7-Eleven.

—El frasco de formalina estaba aquí, en este rincón de la mesa —Le digo a Berger.

—¿Y estaba allí porque…?

—Por el tatuaje que había en él. El tatuaje que yo había extirpado de la espalda del cuerpo que creemos pertenece a Thomas Chandonne.

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