—No lo sé —le digo—. Probablemente no dieciocho. No, decididamente no dieciocho. Es difícil insertar tantos proyectiles porque el resorte es muy duro, me refiero al resorte del cargador.
—Correcto, correcto. ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que disparaste esa arma? —me pregunta entonces.
—La última vez que fui al polígono de tiro. Por lo menos hace algunos meses.
—Tú siempre limpias el arma después de ir al polígono, ¿no es así, Doc? —Es una afirmación, no una pregunta. Marino conoce bien mis hábitos y mis rutinas.
—Sí.—Estoy de pie en el medio de mi dormitorio y parpadeo. Me duele la cabeza y la luz me hiere los ojos.
—¿Usted miró el arma, Calloway? Quiero decir, la examinó, ¿verdad? —Marino vuelve a ponerla en su mira láser. —¿Cuál es el problema, entonces? —La palmea como si ella fuera una verdadera lata y bastante estúpida. —Dígame qué encontró.
Ella vacila. Intuyo que no quiere dar ninguna información frente a mí. La pregunta de Marino flota en el aire como una nube bien cargada a punto de dejar caer su humedad. Decido llevar dos faldas, una color azul Marino, la otra gris, y las cuelgo en el respaldo de la silla.
—En el cargador hay catorce proyectiles —le dice Calloway con tono militar robótico—. No había uno en la recámara. El arma no estaba amartillada y parece limpia.
—Bueno, bueno. Entonces no estaba amartillada y ella no la disparó.
Y era una noche oscura y tormentosa y tres indios se encontraban sentados alrededor de una fogata
. ¿Vamos a seguir dando vueltas o podemos adelantar un poco?
—Marino transpira y su olor corporal se eleva junto con su calor.
—Mira, no hay nada nuevo que agregar —digo, de pronto al borde de las lágrimas, helada, temblando e impregnada de nuevo con el espantoso hedor de Chandonne.
—¿Y por qué tenía usted en su casa ese frasco? ¿Y exactamente qué contenía? ¿Era eso que usa en la morgue, verdad? —Calloway cambia de posición para estar fuera de la línea de visión de Marino.
—Formalina. Una dilución al diez por ciento de formaldehído, conocida como formalina —digo—. En la morgue se la utiliza para fijar tejidos, sí. Secciones de órganos. Piel, en este caso.
Yo arrojé una sustancia química cáustica a los ojos de otro ser humano. Lo mutilé. Es posible que le haya provocado una ceguera permanente. Me lo imagino atado a una cama en la sala-prisión del noveno piso del hospital de la Facultad de Medicina de Virginia. Yo salvé mi vida y ese hecho no me da ninguna satisfacción. Me siento destruida.
—De modo que usted tenía tejidos humanos en su casa. La piel. Un tatuaje. ¿Pertenecían a ese cuerpo no identificado del puerto? ¿El que estaba en el contenedor de carga? —El sonido de la voz de Calloway, el de su lapicera, de las hojas de su anotador, me recuerda a los reporteros—. No quisiera ser insistente pero, ¿por qué tenía una cosa así en su casa?
Paso a explicarle que nos costó muchísimo identificar ese cuerpo que apareció en el puerto. Lo único que teníamos era un tatuaje, y la semana anterior había ido en mi auto a Petersburg para mostrárselo a un experto en tatuajes. Después vine directamente a casa, razón por la cual el tatuaje, en un frasco con formalina, estaba anoche en mi living.
—Por lo general, nunca tengo una cosa así en casa —Agrego.
—¿Lo tuvo en su casa durante una semana? —Pregunta ella con expresión dubitativa.
—Estaban pasando muchas cosas. Kim Luong fue asesinada. Mi sobrina estuvo a punto de morir en un tiroteo en Miami. A mí me enviaron a Lyon, Francia. Interpol quería verme, quería hablarme acerca de siete mujeres que él —me refiero a Chandonne— probablemente había asesinado en París y existía la sospecha de que el muerto que estaba en el contenedor de carga podría ser Thomas Chandonne, el hermano, el hermano del asesino, ambos hijos del cabecilla del cartel criminal que la mitad de las fuerzas del orden del universo trataban de pescar. Entonces la subjefa de policía Diane Bray fue asesinada. ¿Debería yo haber devuelto el tatuaje a la morgue? —me late la cabeza por el dolor. —sí, por cierto que sí. Pero estaba preocupada por otras cosas y sencillamente lo olvidé —Dije.
—Sencillamente lo olvidó —repite la agente Calloway mientras Marino escucha con furia creciente, tratando de dejarla hacer su tarea y, al mismo tiempo, despreciándola—. Doctora Scarpetta, ¿tiene algunas otras partes de un cadáver en su casa? —Pregunta entonces Calloway.
Un dolor intenso me perfora el ojo derecho. Estoy a punto de tener una jaqueca.
—¿Qué clase de pregunta es ésa? —La voz de Marino sube otro decibel.
—No quisiera que nos topáramos con alguna otra cosa como fluidos corporales o sustancias químicas o…
—No, no. —Sacudo la cabeza y centro mi atención en una pila de pantalones y remeras cuidadosamente doblados. —Sólo portaobjetos.
—¿Portaobjetos?
—Para histología —explico vagamente.
—¿Para qué?
—Calloway, ya terminó con su tarea. —Las palabras de Marino son como un mazazo cuando él se levanta de la cama.
—Yo sólo quería asegurarme de que no tenemos que preocuparnos por ningún otro riesgo —le dice ella, y sus mejillas encendidas y el brillo de sus ojos contradicen su actitud de subordinación. Ella detesta a Marino, igual que mucha otra gente.
—El único peligro que tiene que preocuparle es el que está mirando en este momento —salta Marino—. ¿Qué tal si le permite un poco de privacidad a la Doc, un descanso de tantas preguntas boludas?
Calloway es una mujer poco atractiva y carente de mentón, con caderas gruesas y hombros estrechos, y todo su cuerpo se tensa con la furia y la vergüenza. Gira sobre los talones, se aleja de mi dormitorio y sus pisadas son absorbidas por la alfombra persa que cubre el pasillo.
—¿Qué se ha creído? ¿Que coleccionas trofeos o algo por el estilo? —me dice Marino—. ¿Que te traes a casa «recuerdos» como el maldito Jeffrey Dahmer? Por Dios.
—Yo ya no tolero esto. —Digo y meto remeras perfectamente dobladas en el bolso de lona.
—Tendrás que aguantarlo, Doc. Pero, por hoy, basta. —Y con aspecto cansado vuelve a sentarse a los pies de mi cama.
—Mantén a tus detectives lejos de mí —le advierto—. No quiero ver a ningún otro policía. No soy yo la que ha hecho algo malo.
—Sí ellos llegan a tener algo más, lo harán a través de mí. Ésta es mi investigación, aunque las personas como Calloway todavía no se hayan dado cuenta. Pero no tienes por qué preocuparte conmigo. Es como aquello de «saque un número» en la tienda de comida; es tanta la gente que insiste en querer hablar contigo. Pongo pantalones sobre las remeras y después invierto el orden y pongo las camisas encima para que no se arruguen.
—Por supuesto, no son tantas como las personas que quieren hablar con él. —Se refiere a Chandonne. —Todos esos especialistas en perfiles psicológicos y psiquiatras forenses y los medios de difusión y la mierda. —Marino prácticamente recorre la lista de Quién es Quién.
Yo dejo de empacar. No pienso empezar con la ropa interior mientras Marino me mira. Me niego a revisar los artículos de tocador teniéndolo a él de testigo.
—Necesito estar sola algunos minutos —le digo.
Él se queda mirándome, su cara roja del color intenso del vino. Hasta su pelada está roja y su aspecto es desprolijo con sus jeans y un buzo, su barriga como la de una embarazada de nueve meses, sus botas enormes y sucias. Me parece ver cómo funciona su mente. Él no quiere dejarme sola y parece estar sopesando preocupaciones que no quiere compartir conmigo. Un pensamiento paranoico surge en mi mente como humo negro: Marino no confía en mí. Tal vez piensa que tengo tendencias suicidas.
—Marino, por favor. ¿Puedes salir de aquí, quedarte junto a la puerta y mantener a todos lejos de mi cuarto mientras yo termino con esto? Ve a mi auto y tráeme mi estuche para escenas de crimen. Si me llegan a llamar por algo… bueno, debo tenerlo. Las llaves están en un cajón de la cocina, el de arriba a la derecha, donde guardo todas mis llaves. Por favor. Y, a propósito, necesito mi auto. Supongo que me lo llevaré, así que puedes dejar el estuche para escenas de crimen adentro. —Un verdadero remolino de confusión.
Él vacila.
—No puedes llevarte el auto.
—¡Maldición! —salto yo—. No me digas que también tienen que revisar a fondo mi auto. Esto es una locura.
—Mira, la primera vez que sonó tu alarma fue anoche, porque alguien trató de entrar en tu garaje.
—¿Cómo «alguien»? —Le retruco mientras el dolor de mi jaqueca me quema los oídos y enturbia mi visión. —Sabemos exactamente quién fue. Él forzó la cerradura de la puerta del garaje porque quería que la alarma sonara. Quería que se presentara la policía. Así no parecería extraño que la policía viniera un poco más tarde porque un vecino supuestamente informó de la presencia de un merodeador en mi propiedad.
El que regresó fue Jean-Baptiste Chandonne, en el papel de policía. No puedo creer que me haya engañado.
—Todavía no tenemos todas las respuestas —dice Marino.
—¿Por qué tengo la sensación de que no me crees?
—Necesitas ir a lo de Anna y dormir.
—Él ni siquiera tocó mi auto —le aseguro—. Tampoco entró nunca en el garaje. No quiero que nadie toque mi auto. Quiero llevármelo esta noche. Deja el estuche de escenas del crimen en el baúl. —No esta noche.
Marino se va y cierra la puerta. Yo necesito desesperadamente un trago para superar las punzadas eléctricas que siento en mi sistema nervioso central. ¿Qué hacer? ¿Salir hacia el bar y decirles a los policías que se salgan de mi camino mientras yo busco la botella de whisky? El hecho de saber que lo más probable es que el alcohol no haga nada para eliminar mi dolor de cabeza no tiene efecto sobre mí. Me siento tan mal en mi propia piel que en este momento no me importa qué es bueno o qué es malo para mí. En el cuarto de baño reviso más cajones y dejo caer varios lápices de labios en el piso, que ruedan entre el inodoro y la bañera. Me siento muy inestable cuando me agacho para recogerlos, tanteando con torpeza con el brazo derecho, lo cual me resulta mucho más difícil porque soy zurda. Me detengo para examinar los perfumes prolijamente dispuestos sobre el lavatorio y con suavidad tomo el pequeño frasco dorado de Hermès 24 Faubourg, que siento frío en mi mano. Lo acerco a mi nariz y la fragancia picante y erótica que a Benton Wesley le encantaba llena mis ojos de lágrimas y mi corazón tiene la sensación de que fatalmente se saldrá de ritmo. Hace más de un año que no uso ese perfume; ni una sola vez me lo puse desde que Benton fue asesinado. Ahora yo he sido asesinada, le digo mentalmente. Y todavía estoy aquí, Benton, y todavía estoy aquí. Tú eras un especialista en perfiles psicológicos del FBI, un experto en disecar la psiquis de monstruos e interpretar y predecir sus conductas. Te habrías dado cuenta de que esto estaba por suceder, ¿verdad que sí? No sólo lo habrías adivinado sino que lo habrías impedido. ¿Por qué no estabas aquí, Benton? Contigo, yo estaría a salvo.
Me doy cuenta de que alguien llama a la puerta de mi dormitorio. —Un minuto —grito, carraspeo y me seco los ojos. Me salpico agua fría sobre la cara y pongo el perfume Hermés en el bolso de lona. Me acerco a la puerta esperando ver a Marino. En cambio, Jay Talley entra ataviado con un uniforme de batalla del ATF y la barba crecida de un día, que hace que su belleza oscura se vuelva un poco siniestra. Es uno de los hombres más apuestos que conozco, tiene un cuerpo exquisitamente esculpido y la sensualidad le brota por todos los poros como almizcle.
—Quería ver cómo estabas antes de que te fueras. —Sus ojos perforan los míos. Parecen palparme y explorarme como sus manos y su boca lo hicieron en Francia hace cuatro días.
—¿Qué puedo decirte? —Lo hago pasar a mi dormitorio y de pronto me cohibe el aspecto que tengo. No quiero que él me vea así. —Tengo que abandonar mi propia casa. Ya es casi Navidad. Me duele el brazo y tengo un espantoso dolor de cabeza. Fuera de eso, estoy bien.
—Te llevaré en el auto a casa de la doctora Zenner. Me gustaría hacerlo, Kay.
Vagamente me doy cuenta de que él sabe dónde pasaré la noche. Marino prometió que mi paradero sería secreto. Jay cierra la puerta y me toma la mano, y lo único que yo puedo pensar es que él no me esperó en el hospital y ahora quiere llevarme a otro lado.
—Déjame que te ayude. Tú me importas mucho —me dice.
—Anoche yo no parecía importarle mucho a nadie —respondo mientras recuerdo que, cuando él me trajo a casa del hospital y yo le agradecí por haberme esperado, Jay en ningún momento dio a entender que no se había quedado todo el tiempo en el hospital. —Tú y todo tu EIE estaban allá afuera y el hijo de puta sencillamente se presentó en la puerta del frente de casa —Prosigo—. Tú volaste aquí desde París para conducir un maldito Ente Internacional de Emergencias en tu gran cacería de este tipo, y qué broma. Qué película tan mala: todos esos policías importantes con sus equipos y sus rifles de asalto, y el monstruo camina como si nada hasta la puerta del frente de casa.
La mirada de Jay ha comenzado a merodear por distintas áreas de mi cuerpo como si fueran lugares recreativos que él tiene derecho de visitar de nuevo. Me choca y me asquea que él pueda pensar en mi cuerpo en un momento como este. En París, creí que me estaba enamorando de él. Mientras estoy aquí de pie con él en mi dormitorio, y a él abiertamente le interesa lo que hay debajo de mi viejo guardapolvo, me doy cuenta de que no lo amo en absoluto.
—Estás trastornada. Dios, ¿por qué no habrías de estarlo? Me preocupas. Estoy aquí por ti. —Trata de tocarme, pero yo me alejo.
—Tuvimos una tarde. —Le he dicho esto antes, pero ahora lo digo en serio.—Algunas horas. Un encuentro, Jay.
—¿Una equivocación? —El dolor afila su voz y en sus ojos brilla una furia oscura.
—No trates de convertir una tarde en una vida, en algo de significado permanente. No existe. Lo siento. Por el amor de Dios. —Mi indignación aumenta —No quieras nada de mí en este momento. —Me alejo de él y gesticulo con mi brazo sano. —¿Qué estás haciendo? ¿Qué demonios estás haciendo?
Él levanta una mano, baja la cabeza y esquiva mis golpes, reconociendo su error. Yo no estoy muy segura de que sea sincero.
—No sé qué estoy haciendo. Supongo que me porté como un tonto. No es que quiera algo. Sí, estoy hecho un tonto por lo mucho que te ame uses esto en mi contra, por favor. —Me mira con intensidad y abre la puerta —Estoy aquí por ti Kay.
Je t'aime
. —Me doy cuenta de que Jay tiene una manera de despedirse que me hace sentir que tal vez no vuelva a verlo nunca. Un pánico atávico vibra en lo más profundo de mi psiquis y resisto la tentación de llamarlo, de disculparme, de prometerle que muy pronto cenaremos o tomaremos una copa juntos Cierro los ojos y me froto las sienes, y por un instante me recuesto contra el pilar de la cama. Me digo que en este momento no sé qué estoy haciendo y que no debería hacer nada.