Mi sistema nervioso central se alborota, el pulso me golpea con fuerza. Transpiro debajo de mi abrigo, aunque dentro de la habitación hace suficiente frío como para que veamos nuestro aliento.
—Señora Kiffin —digo mientras Marino sigue serruchando— ¿cinco días… un negocio especial? ¿En esta época del año? —Callo un momento y la confusión le bailotea por la cara. Ella no está dentro de mi mente, no ve lo que yo veo. No puede empezar siquiera a imaginar el horror que estoy reconstruyendo mientras permanezco allí, de pie, en el interior de este motel barato con sus colchones de segunda mano de las prisiones. —¿Por qué se habrá registrado por cinco días la semana de Navidad? —quiero saber—. ¿Dijo algo que podría haberle dado a usted una pista de por qué estaba aquí, qué hacía, de dónde procedía? ¿Aparte de su comentario de que no parecía de aquí?
—No se lo pregunté. —Observa trabajar a Marino. —Tal vez debería haberlo hecho. Algunas personas hablan mucho y le cuentan a una más de lo que una quiere saber. Algunas no quieren que nadie meta la nariz en sus negocios.
—¿Qué sensación tuvo con respecto a él? —Sigo acicateándola.
—Bueno, al Señor Peanut no le cayó nada bien.
—¿Quién demonios es el Señor Peanut? —dice Marino al bajar por la escalera una placa del cielo raso que está sujeta por un pitón a una sección de diez centímetros de vigueta.
—Nuestra perra. Ustedes seguramente la vieron al llegar. Sé que es un nombre un poco raro para una hembra que ha tenido infinidad de cachorros, pero Zack fue la que la bautizó. Señor Peanut no hizo más que ladrar cuando ese hombre se presentó en la puerta. No quería acercarse a él y el pelo se le paró en el lomo.
—¿No sería que su perra se puso a ladrar porque había alguien más en los alrededores? ¿Alguien que usted no alcanzó a ver? —Sugiero.
—Podría ser.
Una segunda placa del cielo raso cae y la escalera se sacude cuando Marino desciende. Él se acerca a su caja de herramientas en busca de un rollo de papel para freezer y cinta para pruebas y se pone a envolver las placas del cielo raso en paquetes prolijos mientras yo entro en el cuarto de baño y lo ilumino. Todo es blanco y la superficie de la repisa tiene quemaduras amarillas, sin duda de huéspedes que dejan allí sus cigarrillos mientras se afeitan o se maquillan o se peinan. Veo una cosa más que a Stanfield se le pasó por alto: un único trozo de hilo dental que cuelga en el interior del inodoro. Está sujeto en el borde de la taza y sostenido debajo del asiento. Con una mano enguantada lo tomo. Tiene unos treinta centímetros de largo y una parte está mojada por el agua del inodoro, y la parte del medio tiene un color rojo pálido, como si alguien se lo hubiera pasado por los dientes y le hubieran sangrado las encías. Precisamente porque este último hallazgo no está bien seco, no lo sello en una bolsa de plástico; lo pongo en un cuadrado de papel para freezer que doblo y meto en un sobre de joyero. Probablemente tendremos un ADN. La pregunta es: ¿de quién?
Marino y yo volvemos a la pickup a la una y media, y Señor Peanut sale corriendo de la casa cuando Kiffin abre la puerta del frente para volver a entrar en la casa. La perra nos sigue ladrando, incluso cuando arranca el vehículo. Por el espejo retrovisor veo que Kiffin le grita al animal:
—¡Ven aquí enseguida! —Y golpea las manos—. ¡Ven ahora mismo!
—¿Algún idiota se tomó tiempo para pasarse hilo dental mientras torturaba al individuo? O, más probablemente, esa cosa cuelga del inodoro desde la última Navidad.
Ahora Señor Peanut está justo al lado de mi portezuela mientras la pickup se sacude por el camino no pavimentado que, por los bosques, conduce a la ruta 5.
—¡Ven aquí enseguida! —grita Kiffin, baja los peldaños y golpea las manos.
—Maldita perra —Se queja Marino.
—¡Frena! —Tengo miedo de que le pasemos por encima al pobre animal.
Marino clava los frenos y el vehículo pega un salto hacia adelante y se detiene. Señor Peanut sigue ladrando y saltando, y su cabeza aparece y desaparece de mi ventanilla.
—¿Qué demonios…? —Estoy sorprendidísima. La perra casi no nos prestó atención cuando hace algunas horas llegamos al motel.
—¡Vuelve aquí! —Kiffin se acerca en busca de la perra. Detrás de ella, una criatura aparece junto a la puerta de la casa, no el chiquillo que vimos más temprano sino alguien del alto de Kiffin.
Me bajo de la pickup y Señor Peanut comienza a mover la cola. Me mete hocico en la mano. El pobre animal está sucio y tiene mal olor. La tomo por el collar y la arrastro hacia su familia, pero ella no quiere alejarse de la pickup.
—Vamos —le digo—. Te llevaré a tu casa antes de que te atropellemos.
Kiffin se acerca, lívida, y golpea a la perra en la cabeza. Señor Peanut aúlla como una oveja lastimada, baja la cola y retrocede.
—Pórtate bien, ¿me has oído? —dice Kiffin y revolea un dedo hacia el animal—. ¡Vete a casa!
Señor Peanut se esconde detrás de mí.
—¡Vete!
La perra se sienta en la tierra detrás de mí y aprieta el cuerpo contra mis piernas. La persona que yo vi junto a la puerta ha desaparecido, pero Zack ha emergido al porche. Viste jeans y camiseta que le quedan demasiado grandes.
—Ven aquí, Peanut —Le canta y chasquea los dedos. Parece tan asustado como la perra.
—¡Zack! ¡No me obligues a repetirle que entres en la casa! —Le grita su madre.
Crueldad. Tan pronto nos vayamos, a la perra le pegarán una paliza. Y quizá también al chiquillo. Bev Kiffin es una mujer frustrada y descontrolada. La vida la ha hecho sentirse indefensa y, debajo de la piel, está llena de dolor y de furia por lo injusto que es todo. O quizá es sencillamente una mala persona, y tal vez la pobre Señor Peanut corre detrás de la pickup de Marino porque quiere que nos la llevemos con nosotros, que la salvemos. Esa fantasía se me cruza por la cabeza.
—Señora Kiffin —Le digo con voz calma y cargada de autoridad, esa voz fría que reservo para las veces en que me propongo asustar a alguien—, no vuelva a tocar a Señor Peanut a menos que lo haga con suavidad. Yo tengo algo con las personas que castigan a los animales.
Su cara se ensombrece y se llena de furia. Yo fijo la vista en el centro de sus pupilas.
Ella retrocede unos pasos, se da media vuelta y echa a andar hacia la casa. Señor Peanut sigue sentada, mirándome.
—Tú, vete a casa —Le digo y siento que se me parte el corazón—. Vete, querida. Necesitas volver a casa.
Zack baja del porche y corre hacia nosotros. Toma a la perra del collar, se sienta y la rasca entre las orejas y le habla.
—Sé buena, no hagas enojar a mamá. Por favor, Señor Peanut —dice y me mira a mí—. A ella no le gusta que ustedes se lleven su cochecito de bebé.
Esto me sobresalta, pero no dejo que se note. Me pongo en cuclillas, al nivel de Zack, y acaricio a Señor Peanut, mientras trato de bloquear su olor fuerte que me recuerda una vez más a Chandonne. Siento náuseas y la boca se me llena de saliva.
—¿El cochecito de bebé es de ella? —Le pregunto a Zack.
—Cuando ella tiene cachorros, yo los llevo a dar una vuelta en el cochecito —me responde Zack.
—¿Entonces por qué estaba allá, junto a la mesa para picnics, Zack? —Pregunto—. Pensé que algunos acampantes lo habían dejado allí.
Él sacude la cabeza sin dejar de acariciar a Señor Peanut.
—Aja. Es el cochecito de Señor Peanut, ¿no es así, Señor Peanut? Tengo que irme. —Se pone de pie y mira furtivamente hacia la puerta abierta de la casa.
—Te diré lo que haremos. —Yo también me levanto. —Sólo necesitamos echarle un vistazo al cochecito de Señor Peanut, pero después te prometo que lo traeré de vuelta.
—Está bien. —Arrastra a la perra, mitad corriendo, mitad tirándola del collar. Yo me quedo mirándolos entrar en la casa y cerrar la puerta. Permanezco de pie en medio del camino de tierra, a la sombra de los pinos, las manos en los bolsillos, observando, porque no me cabe ninguna duda de que Bev Kiffin también me observa. En la calle esto se llama darse importancia, hacer conocer la propia presencia. Mi trabajo no ha terminado aquí. Volveré.
Enfilamos hacia el este sobre la ruta 5 y estoy atenta a la hora. Aunque pudiera conjurar el helicóptero de Lucy, jamás lograría estar de vuelta en casa de Anna a las dos. Saco la billetera y encuentro la tarjeta en que Berger me anotó sus números de teléfono. Nadie contesta en su hotel y le dejo el mensaje de que me busque a las seis de la tarde. Marino está callado cuando vuelvo a meter mi teléfono celular en el bolso. Tiene la vista fija en el camino y su vehículo retumba el avanzar por esa ruta angosta y zigzagueante. Marino está procesando lo que acabo de decirle acerca del cochecito para bebés. Desde luego, Bev Kiffin nos mintió.
—Todo lo de allá afuera, bueno, bueno… —dice él por último y sacude la cabeza—. Qué sensación espeluznante. Como si hubiera ojos que observaban todo lo que hacíamos. Como si ese lugar tuviera una vida propia de la que nadie sabe nada.
—Ella sabe —digo—. Ella sabe algo. Eso es evidente, Marino. Quiso dejar bien en claro que el cochecito de bebé había sido dejado por las personas que abandonaron el camping. Ella lo dijo espontáneamente. Quería que nosotros lo pensáramos. ¿Por qué?
—Esas personas no existen, las que se supone que se alojaban en esa carpa. Si los pelos resultan ser los de Chandonne, entonces no tendré más remedio que pensar que ella le permitió quedarse allí, y que por eso se puso tan nerviosa.
La sola idea de Chandonne presentándose en la oficina del motel y solicitándole a ella un lugar para pasar la noche me supera. No me lo puedo imaginar. Le Loup-Garou, como él se llama a sí mismo, no correría semejante riesgo. Su
modus operandi
, tal como lo conocemos, no era presentarse en la puerta de nadie a menos que tuviera la intención de asesinar y torturar a esa persona. Al menos, tal como lo conocemos. «Tal como lo conocemos», pienso todo el tiempo. Lo cierto es que sabemos incluso menos que hace dos semanas.
—Tenemos que empezar de cero —Le digo a Marino—. Hemos definido a alguien sin información y, ahora, ¿qué? Cometimos la equivocación de trazar un perfil psicológico de él y de creer después en nuestra proyección. Pues bien, hay dimensiones de Chandonne que se nos han pasado completamente por alto, y aunque él esté preso, no lo está.
Marino saca sus cigarrillos.
—¿Entiendes lo que estoy diciendo? —Prosigo—. En nuestra arrogancia, hemos decidido cómo es él. Nos basamos en pruebas científicas y terminamos con lo que, en realidad, es una conjetura. Una caricatura. Él no es un hombre lobo: es un ser humano, y por malévolo que sea, tiene muchas facetas y ahora las estamos descubriendo. Demonios, eso fue obvio en la grabación en video. ¿Por qué somos tan duros de mollera? No quiero que Vander vaya solo a ese motel.
—Tienes razón —dice Marino y toma el teléfono—. Yo iré al motel con él y tú puedes llevarte mi pickup a Richmond.
—Había alguien junto a la puerta —digo—. ¿Lo viste? Era una persona grandota.
—Mmm —murmura él—. Yo no vi a nadie. Sólo al chiquillo, ¿cómo era que se llamaba? Zack. Y la perra.
—Yo vi a alguien más —Insisto.
—Lo verificaré. ¿Tienes el número de Vander?
Se lo doy y él lo llama. Vander ya se encuentra en camino y su esposa le da a Marino el número de teléfono de su celular. Yo observo por la ventanilla urbanizaciones residenciales arboladas con enormes casas coloniales ubicadas lejos de las calles. A través de los árboles brillan elegantes decoraciones navideñas.
—Sí, allá hay algo muy raro —Le dice Marino a Vander por el teléfono celular—. Así que yo seré tu guardaespaldas. —Termina la comunicación y por un momento nos quedamos callados. La noche anterior parece llenar el espacio entre los dos en el vehículo.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —Le pregunto finalmente a Marino una vez más, no muy satisfecha con lo que él me dijo en el sendero de entrada de Anna cuando, después de medianoche, lo acompañé a su pickup—. ¿Exactamente cuándo te dijo Righter que él propiciaba un jurado especial de acusación y qué razón te dio?
—Todavía no habías terminado su maldita autopsia. —Marino enciende un cigarrillo. —Bray todavía estaba en tu mesa, para ser exacto. Righter me llama por teléfono y me dice que no quiere que practiques la autopsia, y entonces yo le digo: «¿Qué quieres que haga? ¿Entrar en la morgue y ordenarle que suelte el escalpelo y levante las manos?» El muy imbécil. —Marino suelta humo mientras mi consternación se pliega y adquiere una forma fantasmal en mi cerebro. —Por eso tampoco te pidió permiso para husmear alrededor de tu casa —Agrega Marino.
La parte del curioseo, al menos, ya me la había imaginado.
—Él quería ver si los policías habían encontrado algo. —Hace una pausa para sacudir la ceniza de su cigarrillo. —Como un martillo cincelador. En especial uno que quizá tuviera en él la sangre de Bray.
—El que usó para tratar de atacarme puede muy bien tener la sangre de Bray —respondo con tono razonable y calmo mientras la ansiedad me invade.
—El problema es que el martillo con la sangre de Bray fue encontrado en tu casa —me recuerda Marino.
—Desde luego que sí. Él lo trajo a casa para poder usarlo contra mí.
—Y sí, tiene la sangre de Bray encima —Sigue hablando Marino—. Ellos ya hicieron el estudio de ADN. Nunca vi que los laboratorios trabajaran con tanta rapidez como en estos días, y ya puedes imaginarte por qué. El gobernador tiene el ojo puesto en todo lo que sucede… por si su jefa de médicos forenses resulta ser una asesina chiflada. —Le da una pitada al cigarrillo y me mira. —Y, otra cosa, Doc. No sé si Berger te mencionó esto, pero el martillo cincelador que compraste en la ferretería… bueno, no fue encontrado.
—¿Qué? —Pregunto, primero con incredulidad y después con furia.
—Así que el único que estaba en tu casa era el que tenía la sangre de Bray. En tu casa encontraron un solo martillo. Y tiene la sangre de Bray. —Lo deja bien en claro, aunque con bastante reticencia.
—Tú sabes por qué compré ese martillo —respondo, como si mi discusión fuera con él—. Quería ver si coincidía con las marcas de sus heridas. Y estaba decididamente en mi casa. Si no estaba allí cuando ustedes lo revisaron todo, entonces o no buscaron bien o alguien se lo llevó.
—¿Recuerdas dónde estaba la última vez que lo viste?
—Lo usé en la cocina sobre el pollo para ver qué aspecto tenían las lesiones y, también, qué clase de patrón dejaba el mango en espiral si le ponía algo encima y lo apretaba contra un papel.