—Me pregunto si me van a citar a mí —dice Lucy.
Righter piensa que tú también estás chiflada —Le dice Marino a mi sobrina—. Es lo único en lo que coincidimos.
—¿Existe alguna posibilidad de que Rocky haya estado envuelto con la familia Chandonne? —McGovern mira a Marino. —¿En el pasado, me refiero? ¿Fue en serio que dijo que se lo preguntaba?
—Mmmm —Bufa Marino—. Rocky ha estado involucrado con delincuentes la mayor parte de su maldita vida. Pero, ¿conozco yo los detalles de qué hace con su tiempo, día por día, mes por mes? No. Sinceramente no podría jurarlo. Sólo sé qué es él. La escoria de la Tierra. Nació mal. De mala semilla. En lo que a mí concierne, él no es mi hijo.
—Bueno, pues resulta que sí es tu hijo —Le digo.
—No para mí. Él salió al lado equivocado de mi familia —Insiste Marino—. En Nueva Jersey teníamos buenos Marinos y malos Marinos. Yo tenía un tío pandillero y otro tío policía. Dos hermanos tan diferentes como el día y la noche. Hasta que, cuando yo cumplí catorce años, tío Louie hizo liquidar a mi otro tío, o sea el policía, también llamado Pete. A mí me pusieron este nombre en honor de tío Pete. Lo mataron de un disparo cuando estaba en el jardín delantero de su casa levantando el diario. Nunca pudimos probar que tío Louie lo hizo, pero en la familia todos estaban convencidos de que el culpable era él. Y yo todavía lo creo. —¿Dónde está ahora tu tío Louie? —Pregunta Lucy en el momento en que Anna vuelve con la bebida de Marino.
—Oí decir que murió hace un par de años. Yo no me veía con él. Nunca tuve nada que ver con él. —Toma el vaso que le entrega Anna. —Pero Rocky es su imagen perfecta. Hasta se parecía físicamente a él en su adolescencia, y desde que nació fue una mierda, un mal bicho. ¿Por qué creen que tomó el apellido Caggiano? Porque ése es el apellido de soltera de mi madre, y Rocky sabía que me enfurecería que él denigrara el apellido de mi madre. No me pidan que lo explique, porque Doris y yo hicimos todo lo que pudimos por ese chico. Hasta tratamos de enviarlo a la escuela militar, lo cual fue un error. Al final a él le gustó, le gustó tener que hacerles cosas desagradables a los otros chicos. Nadie le levantó nunca la mano, ni siquiera cuando era chiquito. Él era grandote como yo y tan maldito que los otros chicos no se animaban siquiera a tocarle un pelo.
—Esto no está bien —murmura Anna mientras vuelve a sentarse en la otomana.
—¿Qué motivo tiene Rocky para tomar este caso? —Sé lo que dijo Berger, pero quiero oír la opinión de Marino. —¿Para fastidiarte?
—Él conseguirá toda la atención. Un caso así creará un circo. —Marino no quiere decir lo obvio, que es posible que Rocky quiera humillar a su padre, derrotarlo.
—¿Él lo odia? —Le pregunta McGovern.
Marino vuelve a bufar y su
pager
comienza a vibrar.
—¿Qué fue lo que, con el tiempo, le pasó a él? —Pregunto—. Lo enviaste a una escuela militar, ¿y después?
—Le pegué una patada en el trasero. Le dije que si no podía obedecer las reglas de la casa, no podía seguir viviendo bajo mi techo. Esto fue después de su primer año en el colegio militar. ¿Sabes qué hizo el muy degenerado? —Marino lee el
display
de su
pager
y se pone de pie. —Se muda a Jersey con tío Louie, el de la mafia. Y después tiene el descaro de volver aquí para estudiar en la Facultad de Derecho del William and Mary. De modo que, sí, es un vivillo de porquería.
—¿Se recibió de abogado en Virginia? —Pregunto.
—Sí, y practica derecho en todas partes. Hace diecisiete años que no veo a Rocky. Anna, ¿le importa si hago un llamado? No quisiera usar el teléfono celular en este caso. —Me mira y sale del living.—Es Stanfield.
—¿Qué pasó con la identificación acerca de la cual te llamó más temprano? —Pregunto.
—Espero que se trate de eso —dice Marino—. Algo realmente extraño, si es verdad.
Mientras él habla por teléfono, Anna desaparece del living. Supuse que iba al baño, pero como no vuelve imagino cómo se siente. En muchos sentidos, yo estoy más preocupada por ella que por mí. Sé lo suficiente de su vida como para apreciar su enorme vulnerabilidad y darme cuenta de los puntos yermos y heridos de su panorama emocional.
—Esto no es justo.—Empiezo a perder mi compostura. —No es justo para nadie. —Todo lo que se ha acumulado en mí se desbarajusta y empieza a deslizarse hacia abajo. —¿Alguien me puede decir, por favor, cómo fue que esto sucedió? ¿Habré hecho algo malo en una vida anterior? No me merezco esto. Ninguno de nosotros lo merece.
Lucy y McGovern me escuchan ventilar mi bronca. Ellas parecen tener sus propias ideas y planes, pero no están dispuestas a decírmelos en este momento. —Bueno, digan algo —les digo—. Vamos, desembuchen. —Digo esto sobre todo en beneficio de mi sobrina. —Mi vida está arruinada. Yo no he manejado nada como debería. Lo siento. —Las lágrimas amenazan con brotar de mis ojos.—En este momento quiero un cigarrillo. ¿Alguien tiene uno? —Marino sí tiene, pero está hablando por teléfono en la cocina y maldito si voy a ir allá a interrumpirlo por un cigarrillo, como si necesitara imperiosamente uno. —¿Saben? Lo que más me duele es ser acusada precisamente de lo que estoy en contra. Yo no hago abuso de poder, maldito sea. Jamás asesinaría a alguien a sangre fría. —Sigo hablando sin parar. —Detesto la muerte. Detesto matar. Detesto todo lo que veo cada maldito día. ¿Y ahora el mundo piensa que yo hice algo así? ¿Un jurado especial de acusación piensa que yo puedo haberlo hecho? —Dejo la pregunta flotando. Ni Lucy ni McGovern responden.
Marino habla fuerte. Su voz es musculosa y grandota como él y tiende a empujar más que a guiar, a enfrentar más que ponerse a la par.
—¿Seguro que es la novia de él? —dice por teléfono. Supongo que habla con el detective Stanfield. —Más que su amiga. Dime cómo es que lo sabes con certeza. ¿Sí?, sí. Mmm. ¿Qué? ¿Que si yo lo entiendo? Mierda, no. No lo entiendo. Para mí no tiene sentido, Stanfield. —Marino se pasea por la cocina mientras habla. Está a punto de cortarle la cabeza a Stanfield… —¿Sabes qué les digo a las personas como tú, Stanfield? —Salta Marino—. Les digo que se salgan de mi camino. No me importa un carajo quién es tu maldito cuñado, ¿entendiste? Por mí, que se vaya a la mierda.—Es obvio que Stanfield trata de meter una o dos palabras, pero Marino no lo deja.
—Caramba —murmura McGovern y eso hace que mi atención vuelva a centrarse en el living, en mis propios problemas—. ¿Él es el investigador de esos dos hombres que probablemente fueron torturados y asesinados? ¿Con quién está hablando Marino? —Pregunta McGovern.
Le lanzo una mirada extraña mientras una sensación incluso más extraña me recorre el cuerpo.
—¿Cómo sabes lo de que dos hombres fueron asesinados? —Busco una respuesta que me falta. McGovern ha estado en Nueva York. Yo no siquiera le practiqué una autopsia al segundo Fulano de Tal. ¿Por qué, de pronto, todo el mundo parece saberlo todo? Pienso en Jaime Berger. Pienso en el gobernador Mitchell y el diputado Dinwiddie y en Anna. Un fuerte olor a miedo parece contaminar el aire como el olor del cuerpo de Chandonne, e imagino estar oliéndolo de nuevo y mi sistema nervioso central tiene una reacción involuntaria. Comienzo a temblar como si hubiera bebido una cafetera de café o media docena de esos espressos cubanos muy azucarados llamados «coladas». Me doy cuenta de que estoy más asustada de lo que he estado en mi vida y empiezo a pensar lo impensable: tal vez Chandonne estaba ofreciendo un atisbo de verdad cuando insistió en su alegato aparentemente absurdo de que es la víctima de una inmensa conspiración política. Me siento paranoica, y con razón. Trato de razonar conmigo misma. Después de todo, estoy siendo investigada por el homicidio de una mujer policía corrupta que probablemente estaba involucrada con el crimen organizado. De pronto caigo en la cuenta de que Lucy me está hablando. Se levantó de su lugar junto a la chimenea y acerca una silla a la mía. Se sienta, se inclina hacia mí y me toca el brazo, como si tratara de despertarme. —¿Tía Kay? ¿Me estás escuchando?
Me concentro en ella. Marino le dice a Stanfield por teléfono que se reunirán por la mañana. Parece una amenaza.
—Él y yo nos reunimos en Phils para tomar una cerveza. —Mira hacia la cocina y yo recuerdo que Marino me contó, esta mañana tarde, que él y Lucy se iban a reunir esta tarde porque ella tenía noticias para él. —Sabemos acerca del tipo del motel. —Ahora se refiere a McGovern, quien sigue sentada muy quieta cerca del fuego, me mira y espera a ver cuál será mi reacción cuando Lucy me cuente el resto. —Teun ha estado aquí desde el sábado —dice entonces Lucy—. Cuando te llamó desde el Jefferson, ¿recuerdas?, Teun estaba conmigo. Le pedí a ella que viniera aquí enseguida.
—Oh —es lo único que se me ocurre decir—. Bueno, me parece bien. Me afligía que estuvieras sola en un hotel. —Las lágrimas inundan mis ojos. Se supone que yo soy fuerte. Soy la persona que siempre ha rescatado a mi sobrina de los peligros que casi siempre ella se busca. Siempre he sido la portadora de la antorcha que la guía por el camino correcto. La ayudé con sus estudios terciarios. Le compré libros, su primera computadora, la envié a todos los cursos especiales a los que ella quería asistir, en cualquier parte del país. La llevé a Londres conmigo un verano. He enfrentado a cualquiera que tratara de interferir a Lucy, incluyendo su madre, quien siempre recompensó todo mi esfuerzo con insultos y maltrato. —Se supone que debes respetarme —Le digo a mi sobrina y me seco las lágrimas con la palma de la mano. —¿Cómo puedes hacerlo ahora? Ella se pone de pie de nuevo y me mira.
—Eso es absurdo —dice con voz sentida, y ahora Marino vuelve al living con otro
bourbon
en la mano—. Esto no es acerca de no respetarte —dice Lucy—. Por Dios. Nadie en esta habitación tiene menos respeto hacia ti, tía Kay. Pero necesitas ayuda. Por una vez, tienes que dejar que otras personas te ayuden. No puedes enfrentar esto sola, así que me parece que deberías reducir un poco tu orgullo y dejar que te ayudemos, ¿sabes? Yo no soy virgen. He sido agente del FBI y del ATF y soy muy rica. Podría ser agente del lugar que se me antojara. —Sus palabras se inflaman delante de mis ojos. Le importa que la pongan en licencia administrativa; vaya si le importa. —Y ahora yo soy mi propia agente y hago las cosas a mí manera —Sigue diciendo.
—Yo renuncié esta noche —Le digo y en la habitación se hace un silencio estupefacto.
—¿Qué dijiste? —me pregunta Marino, de pie frente a la chimenea, bebiendo—. ¿Que hiciste qué?
—Se lo dije al gobernador —contesto y una inexplicable calma comienza a inundarme. Me hace sentir bien pensar que hice algo en lugar de dejar que los demás me hicieran cosas. Quizá dejar mi trabajo me haga menos víctima, si es que finalmente me animo a pesar de que soy una víctima. Supongo que sí lo
s
oy y que la única forma de salir de esa situación es terminar lo que Chandonne empezó: poner fin a mi vida, tal como yo la conocía, y empezar de nuevo. Qué Pensamiento tan extraño y sorprendente. Les hablo a McGovern, Marino y Lucy de mi conversación con Mike Mitchell.
—Un momento. —Marino está sentado cerca de la chimenea. Ya es cerca de la medianoche y Anna está tan callada que por un momento pensé que a lo mejor se había ido a acostar. —¿Esto significa que ya no puedes trabajar en casos? —me pregunta Marino.
—De ninguna manera —contesto—. Seguiré siendo la jefa hasta que el gobernador decida lo contrario. —Nadie me pregunta qué planeo hacer con el resto de mi vida. Realmente no vale la pena preocuparse de un futuro distante cuando el presente es todavía una conjetura. Agradezco que no me lo hayan preguntado y lo más probable es que esté mandando mis señales habituales de que no quiero que lo hagan. La gente intuye cuándo debe permanecer en silencio o, si no es así, yo desvío su interés y ellos ni se dan cuenta de que acabo de manipularlos hacia no tratar de sonsacarme información que prefiero mantener para mí. Me he convertido en una experta de esta clase de maniobras desde que era muy joven y no quería que mis compañeras de colegio me hicieran preguntas sobre si mi padre estaba enfermo, no se curaría nunca o qué se siente cuando el padre de uno muere. Yo estaba condicionada para no decir nada de esas cosas y también para no preguntar. Los últimos tres años de la vida de mi padre, toda mi familia la pasó en una evitación total en este sentido, y eso se aplicaba especialmente a él también. Mi padre se parecía mucho a Marino, siendo los dos italianos machistas que parecen dar por sentado que su cuerpo nunca los abandonará, no importa lo enfermos o en mal estado físico que se encuentren. Imagino a mi padre como Lucy, Marino y McGovern hablan de lo que planean hacer y ya están haciendo para ayudarme, incluyendo verificaciones de antecedentes y todas las cosas que Último Intento tiene para ofrecerme.
En realidad, no estoy escuchándolos. Sus voces podrían muy bien ser la conversación de un par de cuervos mientras yo recuerdo el pasto de Miami en mi infancia, los enormes fardos puestos a secar y el árbol de lima que había en el jardín pequeño de casa. Mi padre me enseñó cómo partir cocos sobre el sendero de entrada con un martillo y un destornillador, y yo me pasaba gran parte del tiempo abriéndolos y sacando esa carne blanca y dulce de esa corteza dura y peluda, y él se divertía mucho observando mi trabajo obsesivo. El interior del coco iba enseguida a la heladera blanca, y nadie, ni siquiera yo, lo comía. Durante los domingos sofocantes de verano, mi padre sorprendía a Dorothy y a mí cada tanto trayendo a casa dos enormes barras de hielo de su almacén que estaba bastante cerca. Teníamos una pileta pequeña e inflable que llenábamos de agua con la manguera, y mi hermana y yo nos sentábamos sobre el hielo y nos congelábamos el trasero mientras el sol nos chamuscaba. No hacíamos más que saltar a la pileta y salir de ella, y después volver a instalarnos en nuestros tronos congelados mientras mi padre se reía de nosotras a través de la ventana del living, se reía a carcajadas y pegaba golpecitos en el vidrio al compás de la música de Fats Waller que sonaba a todo volumen en el equipo de alta fidelidad.
Mi padre era un buen hombre. Cuando se sentía bien era generoso, atento, divertido y con gran sentido del humor. Cuando no estaba consumido por el cáncer era buen mozo, de estatura mediana, rubio y de hombros anchos. Su nombre completo era Kay Marcellus Scarpetta III, y él insistía en que su primer hijo llevara ese nombre, que ha estado en mi familia desde Verona. No importó que yo, una nena, fuera la primera en llegar. Kay es uno de esos nombres que es posible ponerle a pequeños de cualquiera de los dos sexos, pero mi madre siempre me llamó Katie. En parte, según ella, porque la confundía mucho tener dos Kays en la casa. Más adelante, cuando eso ya no sucedía porque yo era la única Kay que quedaba, ella igual siguió llamándome Katie, como una manera de negarse a aceptar la muerte de mi padre, superarla, y todavía no la ha superado. Ella no lo deja ir. Mi padre murió hace más de treinta años, cuando yo tenía doce, y mi madre nunca salió con otro hombre. Todavía usa su alianza matrimonial. Todavía me llama Katie.