Yo sé cómo se desarrollará. Todo está muy claro para mí. Berger vino a Richmond con la intención de insertar estos casos en el de Nueva York. No me sorprendería nada que de alguna manera se ingeniara para incluir también los casos de París.
—Sea como fuere —dice ella—, el caso Chandonne siempre se considerará el caso de Marino. A los policías como él les importa lo que sucede. Y el hecho de que Rocky represente a Chandonne me coloca en una posición desafortunada. Si el caso se juzgara en Richmond, yo me acercaría al juez ex
parte y
le señalaría que existe un evidente conflicto de intereses. Probablemente él me arrojaría de su despacho y me reprendería. Pero, al menos así, podría conseguir que Su Señoría solicitara un codefensor del equipo legal del acusado para que el hijo no tenga que repreguntarle a su padre.
Oprimo un botón y más puertas de acero se abren.
—Pero eso provocaría una tormenta de protestas —Continúa Berger—. Y quizás el tribunal dictaminaría a mi favor o, aunque sólo fuera, yo utilizaría la situación para obtener el favor del jurado y le mostraría las malas personas que son Chandonne y su abogado defensor.
—No importa cómo se desarrolle su caso en Nueva York, Marino no será un testigo controvertido. —Me doy cuenta de adonde quiere ir a parar con esto. —Ni en el homicidio de Susan Pless. De modo que usted no tendrá la suerte de librarse de Rocky.
—Eso es correcto. Ningún conflicto. No hay nada que yo pueda hacer al respecto. Y Rocky es veneno.
Nuestra conversación continúa en el patio, donde estamos de pie en medio del frío, junto a nuestros autos. La desolación de ese piso de concreto que nos rodea parece un símbolo de las realidades a que ahora me enfrento. La vida se ha vuelto dura e implacable. No hay salida. No puedo imaginar cómo se sentirá Marino cuando averigüe que el monstruo que él ha ayudado a arrestar será defendido por el hijo con el que está enemistado.—Es evidente que Marino no lo sabe —digo.
—Quizá yo me he mostrado remisa al no decírselo todavía —contesta ella—. Pero él ya es una verdadera lata. Pensé esperar un poco y dejar caer esta bomba mañana o pasado mañana. Usted sabe que a él no lo hizo nada feliz que yo entrevistara a Chandonne —Agrega con un tono triunfal. —Me di cuenta.
—Yo tuve una causa con Rocky hace varios años. —Berger abre la puerta de su auto. Se inclina hacia adentro para encender el motor y la calefacción. —Un rico comerciante de Nueva York es abordado por un chico con un cuchillo. —Se endereza y me enfrenta.—El hombre lucha y logra arrojar al chico al suelo, su cabeza golpea contra el suelo y queda inconsciente, pero no antes de que acuchille al hombre en el pecho. El hombre muere. El chico es hospitalizado por un tiempo, pero se recupera. Rocky trató de convertirlo en un caso de defensa propia, pero por suerte el jurado no cayó en la trampa.
—Estoy segura de que eso hizo que el señor Caggiano se convirtiera en su eterno admirador.
—Lo que no pude evitar fue que defendiera al chico en un juicio civil, en el que pidió la suma de diez millones de dólares por un supuesto daño emocional permanente. La familia del hombre asesinado finalmente aceptó. ¿Por qué? Porque ya no podía soportar más. Hubo mucha mierda en la trastienda: acoso, acontecimientos extraños. Los robaron. Les robaron uno de los autos. El cachorro que tenían fue envenenado. Y siguieron sucediéndoles cosas, y estoy convencida de que todo fue orquestado por Rocky Marino Caggiano. Sólo que no pude probarlo. —Sube a su Mercedes deportivo. —Su
modus operandi
es muy sencillo. Él saca todo el partido que puede y pone a todo el mundo en el banquillo de los acusados, excepto su defendido. Además, es muy mal perdedor.
Recuerdo que, hace muchos años, Marino me contó que deseaba que Rocky estuviera muerto.
—¿Ésa podría ser parte de su motivación, entonces? —Pregunto—. Venganza. No sólo vengarse de su padre sino también de usted. Y hacerlo públicamente.
—Podría ser —dice Berger desde su automóvil—. Cualquiera sea su motivo, quiero que usted sepa que planeo protestar de todos modos. Sólo que no sé de qué servirá puesto que esto en realidad no constituye una violación ética. Depende del juez. —Toma el cinturón de seguridad y se lo cruza por el pecho. —¿Cómo piensa usted pasar la Nochebuena, Kay?
De modo que ahora soy Kay. Tengo que pensar un momento. La Nochebuena es mañana.
—Tengo que hacer un seguimiento de estos casos, los de las quemaduras —contesto.
Ella asiente.
—Es importante que regresemos a las escenas de crimen de Chandonne mientras todavía existen.
«Incluyendo mi casa», pienso.
—¿No tendrá un rato libre mañana por la tarde? —Pregunta—. Cualquier tiempo que pueda darme. Yo pienso trabajar incluso en las fiestas, pero no es mi intención arruinar las suyas.
No puedo evitar sonreír frente a esa ironía. Las fiestas. Sí. Feliz Navidad. Berger me ha dado un regalo y ni siquiera lo sabe. Me ha ayudado a tomar una decisión, una decisión importante, quizá la más importante de mi vida. Voy a renunciar a mi cargo y el gobernador será el primero en saberlo.
—La llamaré cuando termine en el condado de James City —Le digo a Berger—. Calculo que a eso de las dos de la tarde.
—La pasaré a buscar —dice ella.
Son casi las diez cuando doblo de la calle Nueve al Capitol Square, paso frente a la estatua de George Washington montado en su caballo y por el pórtico sur del edificio diseñado por Thomas Jefferson, donde un árbol de más de nueve metros de altura, iluminado y decorado con bolas de cristal, se eleva detrás de gruesas columnas blancas. Recuerdo que la fiesta del gobernador era informal y no una cena y me alivia comprobar que sus invitados ya se han ido. No veo ni un auto en los espacios reservados para legisladores y visitas.
La mansión ejecutiva del siglo XIX es de estuco color amarillo pálido, con adornos y columnas blancas. Según la leyenda, fue salvada por una hilera de personas que se fueron pasando baldes con agua de una fuente lejana cuando los habitantes de Richmond quemaron su propia ciudad hacia fines de la Guerra Civil. En la tradición de las modestas Navidades de Richmond, las velas arden y guirnaldas de flores frescas cuelgan en cada ventana, y festones de plantas de hoja perenne decoran los portones de hierro negro. Yo bajo la ventanilla del auto cuando un capitán de policía se me acerca.
—¿Puedo ayudarla? —Pregunta con recelo.
—Estoy aquí para ver al gobernador Mitchell. —He estado en la mansión varias veces, pero no a esta hora y en un enorme Lincoln. —Soy la doctora Scarpetta y sé que llego un poco tarde. Si es demasiado tarde, lo entenderé. Por favor, dígale al gobernador que lo siento. La cara del policía se ilumina. —No la reconocí en ese auto. ¿Acaso vendió el Mercedes? Si no le importa, aguarde aquí un minuto.
Habla por teléfono en el interior de su garita mientras yo miro el Capitol Square y siento, al mismo tiempo, ambivalencia y tristeza. He perdido esta ciudad y no puedo regresar a ella. Puedo echarle la culpa a Chandonne, pero si quiero ser honesta conmigo misma, ése no es todo el problema. Ha llegado el momento de hacer lo más difícil: cambiar. Lucy me ha inspirado coraje o, quizás, ha hecho que me vea a mí misma por aquello en que me he convertido: una persona atrincherada, estática, institucionalizada. Hace más de una década que soy la jefa de médicos forenses de Virginia. Tengo cerca de cincuenta años. No me gusta mi única hermana. Tengo una madre difícil que no está bien de salud. Lucy se muda a Nueva York. Benton está muerto y yo estoy sola.
—Feliz Navidad, doctora Scarpetta.—El policía del capitolio se acerca a mi ventanilla y baja la voz. En su placa de identificación veo que se llama Renquist. —Sólo quiero decirle que lamento lo que le pasó, pero me alegra lo que le hizo a ese hijo de puta. Tuvo usted una reacción notablemente rápida.
—Se lo agradezco, oficial Renquist.
—Después del primero de año ya no me verá por aquí —Continúa—. Me pasaron a investigador policial en ropa de calle.
—Espero que ése sea un buen cambio para usted.
—Sí que lo es, señora.
—Lo extrañaremos.
—Tal vez la vea en algún caso.
Espero que no. Si él me ve en un caso, significa que otra persona ha muerto. Me saluda con la mano y me indica los portones.
—Puede estacionar al frente.
Cambiar. Sí, cambiar. De pronto estoy rodeada de cambios. Dentro de trece meses, también el gobernador Mitchell se retirará, y eso me resulta inquietante. Le tengo aprecio al gobernador. Y me gusta especialmente su esposa Edith. En Virginia, los gobernadores pueden mantenerse en el cargo solamente una vez, y cada cuatro años todo se modifica. Cientos de empleados son trasladados, despedidos y tomados. Los números de teléfono cambian. Las computadoras son formateadas. Las descripciones de los empleos ya no se aplican, aunque los trabajos en sí lo hagan. Los archivos desaparecen o son destruidos. Los menúes de la mansión se cambian o se trituran. Lo único que permanece es el personal de la mansión misma. Los mismos prisioneros cuidan el jardín y se ocupan de pequeñas tareas, y las mismas personas cocinan y limpian o, al menos si son rotadas, no es por motivos políticos. Aarón, por ejemplo, ha sido el mayordomo de la casa desde que yo vivo en Virginia. Es un afroamericano alto y apuesto, delgado y elegante con su impecable saco blanco y su corbata moñito negra.
—Aarón, ¿cómo estás? —Le pregunto al entrar en el hall iluminado por una araña de cristal tras otra, por enormes arcadas hasta la parte posterior de la casa. Entre los dos salones de baile está el árbol de Navidad decorado con bolas rojas y luces blancas. Las paredes, los frisos y los adornos han sido restaurados recientemente a su original gris y blanco. Aarón toma mi abrigo. Me dice que está bien y encantado de verme, para lo cual emplea pocas palabras porque domina el arte de ser amable sin mucha bambolla.
Justo después del hall de entrada, a cada lado hay dos salas con alfombras de Bruselas y maravillosas antigüedades. La sala de hombres tiene ribetes grecorromanos y la de las mujeres, un ribete floral. La psicología de estas habitaciones es muy sencilla: permiten que el gobernador reciba invitados sin que realmente entren en la mansión. A la gente se les concede una audiencia junto a la puerta del frente y no se supone que su permanencia sea prolongada. Aarón me guía a través de estos cuartos históricos e impersonales y luego por una escalinata alfombrada con un diseño federal de estrellas negras contra un fondo de color rojo intenso que conduce a las primeras habitaciones personales de la familia. Emerjo en una salita de pisos de pinotea y sillas y sofás cómodos, donde Edith Mitchell me espera con un traje de casaca y pantalón de seda roja. Percibo en ella un aroma levemente exótico cuando me abraza.
—¿Cuándo vamos a volver a jugar al tenis? —me pregunta secamente y mira mi yeso.
—Es un deporte bastante maldito si uno no lo juega durante un año, tiene un brazo fracturado y de nuevo está en plena lucha contra el cigarrillo —respondo.
Mi referencia al año transcurrido no se le pasa por alto. Quienes me conocen saben que después del asesinato de Benton yo me sumergí en un oscuro vórtice de movimiento frenético y perpetuo. Dejé de ver a mis amistades. No salí ni invité a nadie a casa. Rara vez hice ejercicio. Lo único que sí hice fue trabajar. No vi nada de lo que pasaba cerca de mí. No oí lo que la gente me decía. No sentí nada. La comida no tenía ningún gusto. Rara vez me fijaba en el tiempo. En términos de Anna, me volví sensorialmente desposeída. Y, de alguna manera, a través de todo esto no cometí demasiadas equivocaciones en mis casos. Si algo, me volví incluso más obsesiva con ellos. Pero mi ausencia como ser humano fue perjudicial para la oficina. Yo no fui una buena administradora y eso comenzó a notarse. Y, seguramente, he sido una pésima amiga de todas las personas que conozco.
—¿Cómo estás? —me pregunta con tono bondadoso. —Tan bien como puede esperarse.
—Por favor, toma asiento. Mike está hablando por teléfono —me dice Edith—. Supongo que no habló con suficiente cantidad de gente durante la reunión. —Sonríe y pone los ojos en blanco, como si se refiriera a un muchachito travieso.
En realidad, Edith nunca asumió el papel de primera dama, al menos no en la tradición de Virginia, y aunque es posible que tenga detractores, también se la considera una mujer fuerte y moderna. Es una arqueóloga histórica que no abandonó su carrera cuando su marido entró en funciones y evita los eventos sociales que ella considera frívolos o que le significan perder un tiempo valioso. Sin embargo, ella es la compañera devota de su marido y ha educado a tres hijos, ahora grandes o en la universidad. De cerca de cincuenta años, tiene pelo castaño que usa largo y cepillado hacia atrás. Sus ojos son casi color ámbar y en ellos se reflejan pensamientos y preguntas. Algo la preocupa.
—Yo pensaba hacer un aparte contigo en la fiesta, Kay. Me alegra que llamaras y gracias por venir. Sabes que no es costumbre mía meterme en tus casos —Prosigue—, pero debo decir que me puso muy mal lo que acabo de leer en el periódico: lo del hombre encontrado en ese espantoso motel cerca de Jamestown. Mike y yo estamos muy preocupados, bueno, es obvio, por la conexión con Jamestown.
—Yo no sé nada de una conexión con Jamestown.—Estoy intrigada y lo primero que pienso es que ella posee información que yo no tengo.—Esto no tiene ninguna relación con la excavación arqueológica. No que yo sepa. —Percepciones —dice ella simplemente—. Si no otra cosa. Jamestown es la pasión de Edith Mitchell. Su propia profesión la llevó a ese lugar hace años, y después ella se convirtió en su defensora en su actual posición política. Ha desenterrado objetos y huesos humanos e infatigablemente ha buscado el interés y el apoyo de los medios y de financistas potenciales.
—Paso frente a ese motel cada vez que voy allá porque queda más cerca del centro tomar la ruta Cinco en lugar de la Sesenta y cuatro. —Una sombra le cruza la cara. —Una verdadera pocilga. No me sorprendería nada que algo hubiera sucedido allí. Parece la clase de lugar frecuentado por narcotraficantes y prostitutas. ¿Fuiste a la escena? —Todavía no.
—¿Puedo ofrecerte algo para beber, Kay? Tengo un whisky excelente que traje el mes pasado de Irlanda. Sé que a ti te gusta el whisky irlandés. —Sólo si tú también me acompañas.
Ella toma el teléfono y le pide a Aarón que traiga la botella de Black Bush y tres vasos.