—Le voy a pedir que nos espere afuera —Le dice Marino a Kiffin.
La única luz que hay es la que se filtra por la puerta abierta y logro divisar la forma de la cama de dos plazas. En el centro de ella hay un cráter donde el colchón se quemó hasta el elástico de resortes. Marino enciende una linterna y un haz largo de luz se mueve por la habitación, empezando por el ropero, justo donde yo estoy parada, cerca de la puerta. Dos perchas de alambre dobladas se balancean de una varilla de madera. El cuarto de baño está a la izquierda de la puerta y, contra la pared opuesta a la cama hay una cómoda. Hay algo sobre la cómoda: un libro. Está abierto. Marino se acerca para iluminar sus páginas.
—Es una Biblia —dice.
La luz se mueve hacia el extremo más alejado del cuarto, donde hay dos sillas y una pequeña mesa frente a una ventana, y una puerta trasera. Marino abre las cortinas y una luz solar débil entra en la habitación. El único daño que alcanzo a ver por el incendio es la cama, que ardió y produjo una gran cantidad de humo denso. Todo el interior del cuarto está cubierto por hollín, y esto es un regalo inesperado para una forense.
—Todo lo que hay en la habitación está cubierto de hollín —me maravillo en voz alta.
—¿Eh? —Marino va iluminando el cuarto mientras yo saco mi teléfono celular. No veo ninguna prueba de que Stanfield haya tratado de buscar huellas latentes aquí, y no lo culpo. Casi todos los investigadores darían por sentado que el intenso hollín y el humo obliterarían las huellas dactilares, y existe un antiguo método de laboratorio con humo, que se utiliza en objetos no porosos como metales pulidos, que tienden a tener un efecto teflon cuando se le salpican polvos. Las huellas latentes se transfieren de hecho a un objeto porque las superficies de fricción en rebordes de dedos y palmas tienen en ellas residuos oleosos. Son estos residuos los que terminan en alguna superficie: el pomo de una puerta, una copa, el vidrio de una ventana. El calor ablanda los residuos y entonces el humo y el hollín se adhieren a ellos. Cuando la temperatura se enfría, los residuos se fijan y se vuelven firmes y es posible cepillar con suavidad el hollín como se hace con el polvo. Antes del proceso de ahumado con Super Glue y las fuentes alternativas de iluminación, no era infrecuente obtener huellas quemando trozos de madera de pino embreados, alcanfor y magnesio. Es muy posible que debajo de la pátina de hollín exista en esta habitación una galaxia de huellas dactilares latentes que ya han sido procesadas para nosotros.
Llamo a su casa a Neils Vander, el jefe de la sección huellas dactilares; le explico la situación, y él dice que se reunirá con nosotros en el motel dentro de dos horas. Marino parece sumido en otras preocupaciones: su atención está fija en un punto por encima de la cama, hacia el que dirige el haz de la linterna.
—Dios Santo —murmura—. Doc, ¿quieres mirar esto? —Ilumina dos pitones llenos de hollín atornillados en el cielo raso a una distancia el uno del otro de aproximadamente un metro. —¡Eh! —Le grita a Kiffin a través de la puerta. Ella espía hacia adentro y mira en dirección a la zona iluminada por el haz de la linterna.
—¿Tiene alguna idea de por qué están esos pitones en el cielo raso? —Le pregunta.
En la cara de la mujer aparece una expresión extraña y creo que su voz sube una nota, como cuando se muestra evasiva.
—Es la primera vez que los veo. Me pregunto cómo sucedió eso —Declara. —¿Cuándo fue la última vez que entró en este cuarto? —Le pregunta Marino. —Un par de días antes de que él se registrara, cuando lo limpié después de la partida de la última persona, quiero decir, la última persona antes de él. —¿Los pitones no estaban aquí entonces? —Si estaban, yo no los vi.
—Señora Kiffin, por favor quédese afuera por si tenemos más preguntas que hacerle.
Marino y yo nos ponemos guantes. Él extiende sus dedos, y la goma se estira y cruje. La ventana que hay junto a la puerta de atrás da a una piscina que está llena de agua sucia. Frente a la cama hay un pequeño televisor Zenith sobre un pedestal, con una nota adherida sobre la pantalla que recuerda a los huéspedes que deben apagar el televisor antes de salir. La habitación es casi idéntica a como la describió Stanfield, pero él no mencionó la Biblia abierta sobre la cómoda ni que a la derecha de la cama, cerca del piso, hay un tomacorriente y dos cables no enchufados tirados sobre la alfombra que hay al lado, uno que va a la lámpara que está sobre la mesa de noche y, el otro, al radio-reloj. El radio-reloj es antiguo; no es digital. Cuando se lo desenchufó, las manecillas se detuvieron en las tres doce de la tarde. Marino le pide a Kiffin que vuelva a entrar en el cuarto. —¿A qué hora dice que se registró el hombre? —Pregunta. —Bueno, a eso de las tres.—Está junto a la puerta y mira fijo el reloj. —Parece que, en cuanto entró, desenchufó el reloj y la lámpara, ¿no? Eso es bien raro, a menos que quisiera enchufar alguna otra cosa y necesitara liberar el enchufe. Algunos de estos hombres de negocios llevan siempre una computadora laptop. —¿Usted notó que traía una? —Pregunta Marino y la mira. —No vi que tuviera nada, fuera de lo que parecía la llave de un auto y una billetera.
—Usted no comentó nada acerca de una billetera. ¿Vio una billetera?
—Sí. La sacó para pagarme. Por lo que recuerdo, era de cuero negro. Parecía cara, como todo lo que él usaba. Podría haber sido de cuero de cocodrilo o de algo así —Agrega a su historia.
—¿Cuánto efectivo le pagó y con qué billetes?
—Un billete de cien dólares y cuatro de veinte. Me dijo que me guardara el cambio. El total era de ciento sesenta dólares y setenta céntimos.
—Sí, claro. El dieciséis-cero-siete especial —dice Marino con tono monocorde. A él no le cae bien Kiffin. Y, por cierto, no le cree nada, pero no lo dice y juega con ella como si fuera una partida de naipes. Si yo no lo conociera tan bien, creo que hasta podría engañarme a mí.
—¿Tiene aquí una escalera? —Pregunta Marino a continuación.
Ella vacila un instante.
—Bueno, supongo que sí. —Vuelve a desaparecer y deja la puerta abierta de par en par.
Marino se agacha para observar más de cerca el enchufe y los cables desenchufados.
—¿Crees que enchufaron aquí la pistola de calor? —reflexiona en voz alta.
—Es posible. Siempre y cuando estuviéramos hablando de una pistola de calor —Le recuerdo.
—Yo las he usado para descongelar las cañerías y para eliminar el hielo de los escalones de entrada de casa. Funciona maravillosamente bien. —Ahora mira debajo de la cama con la linterna. —Pero nunca tuve un caso en el que se utilizaba con otra persona. Por Dios. El tipo debe de haber estado muy bien amordazado para que nadie oyera nada. Me pregunto por qué habrá desenchufado los dos cables, el de la lámpara y el del reloj.
—¿Quizá para que no funcionara el interruptor automático de corriente?
—En un lugar como éste, sí, puede ser. El voltaje de una pistola de calor es probablemente igual que al de un secador de pelo. Y lo más probable es que un secador de pelo haría apagar todas las luces en un lugar como éste.
Me acerco a la cómoda y observo la Biblia. Está abierta entre los capítulos seis y siete del Eclesiastés, y las páginas están tiznadas, no así el lugar de la cómoda que está debajo de la Biblia, lo cual indica que ésta era la posición de la Biblia cuando el fuego se inició. La pregunta es si la Biblia estaba abierta así antes de que la víctima se registrara o, incluso, si pertenecía a este cuarto. Mi mirada recorre algunas líneas y se detiene en el primer versículo del capítulo siete. Más vale el
buen nombre que un buen perfume y el día de la muerte, más que el de nacimiento
. Se lo leo a Marino y le digo que esta parte del Eclesiastés tiene que ver con la vanidad.
—Pega bastante con todo esto raro que está pasando, ¿no? —Comenta él y de pronto se oye ruido de rasguños sobre aluminio y Kiffin regresa. Marino le toma una escalera torcida y salpicada de pintura y le abre las patas. Sube los peldaños ilumina los pitones con la linterna. —Maldición, creo que necesito nuevos anteojos. No veo nada —dice mientras yo le sujeto la escalera.
—¿Quieres que mire yo? —me ofrezco.
—Como quieras —contesta y baja.
Yo tomo una pequeña lupa de mi bolso y subo. Él me pasa la linterna y yo examino los pitones. No veo ninguna fibra. Si hay alguna, no tendremos la suerte de recogerlas aquí. El problema es cómo preservar un tipo de prueba sin arruinar otra, y existen tres tipos posibles de pruebas que podrían estar asociadas con los pitones: huellas dactilares, fibras y marcas de herramientas. Si desempolvamos para sacar el hollín y buscar huellas latentes, podríamos perder fibras que podrían pertenecer a la ligadura que puede haber sido enhebrada por los pitones, que no es posible destornillar sin correr el riesgo de agregar nuevas marcas de herramientas, suponiendo que utilicemos una herramienta como pinzas. El peligro mayor es inadvertidamente erradicar cualquier huella posible. De hecho, las condiciones y la iluminación son tan malas que en realidad no deberíamos examinar nada aquí. Se me ocurre algo:
—Por favor, alcánzame un par de bolsas —Le digo a Marino— y cinta adhesiva.
Él me alcanza dos pequeñas bolsas plásticas transparentes. Deslizo una sobre cada pitón y con mucho cuidado pego cinta alrededor de la parte superior de cada bolsa, procurando no tocar ninguna parle del pitón o del cielo raso. Bajo en el momento en que Marino abre su caja de herramientas.
—Detesto hacerle esto —Le dice a Kiffin, quien revolotea del otro lado de la puerta, las manos metidas en los bolsillos, tratando de no sentir tanto frío—. Pero voy a tener que cortar parte del cielo raso.
—Como si eso hiciera alguna diferencia a esta altura —dice ella con tono resignado, ¿o será indiferencia?—. Hágalo nomás —Agrega.
Todavía me pregunto por qué razón el fuego se consumió sin producir llamas. Eso me intriga mucho. Le pregunto a Kiffin qué clase de ropa de cama y de colchón había sobre la cama.
—Bueno, eran verdes —De eso parece estar bien segura—. El acolchado era verde oscuro, de un color parecido al de las puertas. Pero no sabemos qué le pasó a la ropa. Las sábanas eran blancas.
—¿Tiene idea de qué tela eran? —Pregunto.
—Estoy bastante segura de que la ropa de cama era de poliéster.
El poliéster es un material tan combustible que trato de recordar no usar nunca materiales sintéticos cuando tomo un avión. Si llegamos a hacer un aterrizaje forzoso y estalla un incendio, lo último que quiero junto a mi piel es el poliéster. Sería más o menos lo mismo que ducharme con nafta. Si sobre la cama había un acolchado de poliéster cuando se inició el incendio, lo más probable es que toda la habitación hubiera ardido en llamas, y muy rápido.
—¿Dónde compró los colchones? —Le pregunto.
Ella vacila. No quiere decírmelo.
—Bueno —finalmente decide decir lo que yo creo es la verdad—, los nuevos son terriblemente caros, así que cuando puedo los compro de segunda.
—¿Dónde los compra?
—Bueno, son de esa cárcel que cerraron hace algunos años en Richmond —responde.
—¿En la calle Spring?
—Así es. Pero, mire, yo nunca compré algo sobre lo que yo misma no dormiría. —Defiende su elección. —Les compré los más nuevos.
Esto podría explicar por qué el colchón sólo humeó y en ningún momento ardió con llamas. En los hospitales y las cárceles, los colchones se suelen someter a un fuerte tratamiento con retardadores de llamas. Esto también sugiere que quienquiera inició el incendio no habría tenido ninguna razón para saber que trataba de quemar un colchón sometido a un tratamiento especial con retardadores de llamas. Y, desde luego, el sentido común dice que esa persona no se quedaría en el sitio suficiente tiempo como para saber que el fuego se apagó por sí solo.
—Señora Kiffin —digo—, ¿hay una Biblia en cada habitación?
—Sí, es la única cosa que los clientes no se roban.—Elude mi pregunta y adquiere una vez más un tono de voz lleno de recelo.
—¿Sabe usted por qué ésta se encontraba abierta en el Eclesiastés?
—Yo no me lo paso abriéndolas. Me limito a dejarlas sobre la cómoda. No, yo no la abrí. —Vacila un momento y después anuncia:—Ese hombre debe de haber sido asesinado porque de lo contrario nadie se tomaría todo este trabajo.
—Tenemos que tomar en cuenta todas las posibilidades —Comenta Marino mientras vuelve a subir por la escalera con una pequeña sierra que suele resultarnos útil en escenas como ésta porque tiene los dientes endurecidos y no están angulados. Puede cortar elementos in situ, en el lugar, como molduras, zócalos, caños o, en este caso, viguetas.
—Los negocios han estado bien difíciles —dice la señora Kiffin—. Yo estoy sola para atenderlo porque mi marido está siempre viajando.
—¿A qué se dedica su marido? —Pregunto.
—Es camionero de Overland Transfer.
Marino comienza a despegar las placas de fibrocemento del cielo raso que rodean a aquellas donde están colocados los pilones.
—Supongo que no es mucho el tiempo que pasa aquí —digo.
El labio inferior de la mujer tiembla de forma casi imperceptible y sus ojos brillan de pena.
—Yo no necesito un homicidio aquí. Dios, eso me va a perjudicar mucho.
—Doc, ¿le importa iluminar esto un poco? —Marino no responde a la repentina necesidad de afecto de Kiffin.
—Los asesinatos dañan a mucha gente.—Enfoco la linterna en el cielo raso y con el brazo sano vuelvo a sostener la escalera.—Esto es un hecho lamentable e injusto, señora Kiffin.
Marino comienza a serrucho y el aserrín cae al suelo.
—Nunca se murió nadie acá —gimotea ella un poco más—. Creo que a este lugar ya no puede pasarle algo peor.
—Bueno —Marino se mofa un poco de ella por encima del ruido que hace al serrucho—, tal vez consiga muchos clientes gracias a la publicidad de este asunto.
Ella lo fulmina con la mirada.
—Más vale que esa gente se mantenga bien lejos de aquí.
De las fotografías que Stanford me mostró reconozco el sector de la pared en que estaba apoyado el cuerpo y tengo una idea general acerca de dónde se encontró la ropa. Imagino a la víctima desnuda sobre la cama, los brazos levantados por la soga enhebrada por los pitones. Él puede haber estado arrodillado o incluso sentado y sólo parcialmente tironeado hacia arriba. Pero la posición de crucifixión y la mordaza le impedirían respirar. El hombre jadea, lucha por respirar, su corazón palpita con furia por el pánico y el dolor al ver que alguien enchufa la pistola de calor y oye salir el aire de ella aunque el interruptor esté cerrado. Nunca he entendido el deseo humano de torturar. Conozco su dinámica, sé que tiene que ver con el control, con la forma más definitiva de abuso del poder. Pero no puedo entender que eso produzca satisfacción, represente una reivindicación y, por cierto, no un placer sexual derivado de provocarle dolor a otro ser viviente.