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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (21 page)

BOOK: Valfierno
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Ha descubierto —acaba de descubrir y se ha sobresaltado primero, después maravillado, alarmado al final— lo que las manos pueden cuando su dueño no las cuida. Se ha pasado un rato mirando manos; ha descubierto, después, de pronto sus manos mientras miraba demás manos, y se asusta. Sus manos, desatendidas, se quedan con las palmas vueltas hacia arriba como si pidieran, los dedos ligeramente flexionados, un aire de fofo descontrol que las delata: que —teme— lo delata. Y vuelve a mirar las manos a su alrededor, de los ricos a su alrededor perfectamente controladas, manos posadas delicadas —manos posadas, manos delicadas— sobre el mantel de hilo tan playas con los brillos de los anillos hacia arriba, posadas delicadas una sobre la otra y las dos sobre el muslo por encima del pantalón del frac, posadas delicadas una sobre la otra con guantes entre medio para evitar que el sudor las lubrique y se deslicen, una y la otra entrecruzadas y las dos colocadas a la altura del plexo o de los pechos pero sin tocarlos, apenas por delante, una y la otra entrecruzadas en el aire: aprendizaje antiguo, trabajo de años que les permite no perder el control ni siquiera cuando no controlan. Valfierno se mira las manos, que ahora le transpiran, y ve que se le escapan, que todos pueden verlas, verlo: que le falta tanto todavía.

Cuando arranca, para decir que la fiesta ha terminado, la obertura de La Gioconda de Ponchielli. Suena triste, Valfierno no la escucha.

Lo más complicado era tener que inventar mi historia, que inventarme todo el tiempo. ¿Qué quiere decir?

Si a usted le preguntan por su familia, periodista, seguro que no tiene que pensar demasiado. Con recordar alcanza, ¿no es así?

Por supuesto. Aunque me olvido algunas cosas.

Eso da igual. Yo, en cambio, tenía que estar siempre atento para dejar de lado todo lo que recordaba y reemplazarlo por la historia de Valfierno. ¿No le parece un ejercicio fascinante?

No. Me parece terrible.

Lo era y no lo era, periodista. Hasta que ya no fue más nada: hasta que me di cuenta de que ya no me quedaban más recuerdos. Y entonces, sí, ya fui Valfierno. No sabe lo que me costó, después, recuperarlos.

6

—¿Y usted ya tiene un comprador, jefe?

—¿Y eso a usted por qué podría importarle?

—No, yo decía.

—No diga, Perugia: usted no diga. A ver si dejamos las cosas bien claras desde ya: usted cumple con el plan y gana mucha plata y vive como un duque el resto de su vida. De todo lo demás me encargo yo y usted, cuanto menos sepa, mejor le va a ir en esa vida nueva. ¿Me entendió?

—Le entendí, patrón, no se me ponga...

—No me pongo ni me dejo de poner. Solamente quiero que entienda que si hay cualquier error el que la va a pasar mal no voy a ser yo.

—Sí, seguro.

—No soy yo el que fue preso hace tres años por aquella historia de cerraduras rotas, ni hace dos años por esa navaja...

—¿Cómo?

—Lo que oye.

—Disculpe, Signore, pero no le entiendo.

Valfierno se da cuenta de que la sutileza no funciona y se decide por la brutalidad. A veces, piensa, es necesaria:

—A ver si somos claros: la policía lo conoce. Si llega a cometer cualquier error, va a ser fácil mandarlos a buscarlo.

Perugia lo mira sorprendido. Valfierno se pregunta si no está exagerando: si no está hablando de otra cosa.

—Tranquilo, patrón, tranquilo.

—¿Usted me ve nervioso?

Valfierno lleva una gorra de cuadros calada hasta las cejas— su panamá habría desentonado en este bistró de obreros de Les Halles. Le hace gracia pensar que ahora tiene que disfrazarse para ir a un lugar donde unos años antes no habría desentonado. Perugia, descubierto, levanta su copa de tinto para invitarlo a un brindis; Valfierno la choca con desgano. El aire del bistró es puro humo: tabacos y guisos y sudores.

—A partir de ahora tiene que cuidarse con el alcohol, Vincenzo. El vino hace hablar a los muertos. —No se preocupe, patrón. Yo sé cuidarme. Dice Perugia y hace el gesto de cuernos con la mano derecha: nunca le gustó que se nombre a los muertos. Tampoco le gusta que su jefe se deje el sombrero en un lugar cerrado: todo el mundo sabe que eso trae mala suerte. Hay personas que no paran de jugar con fuego —y después se sorprenden si se queman. —Repasemos el plan. —¿Otra vez, doctor?

—Le dije que repasemos el plan. El próximo domingo, entonces, usted y sus dos amigos se encuentran en la sala Duchátel. ¿Sabe cuál es, la sala Duchátel? —Por supuesto, doctor.

—Le repito: no entran los tres juntos, se encuentran una vez adentro. Usted entra por un lado y sus amigos por otro, ¿está bien? Y vístanse decente, para no llamar la atención, y no se olviden de llevar las herramientas...

Perugia sigue durante un rato las instrucciones de su jefe: tiene la boca ligeramente abierta, el gesto de concentración de quien escucha con cada músculo del cuerpo.

—...fundamental los guardapolvos blancos. Usted lo sabe mejor que yo: en el museo un fulano en guardapolvo blanco puede hacer lo que se le dé la gana y nadie le va a preguntar nada. Los franceses creen en los uniformes, ¿no es así?

Desde la mesa de al lado dos putas
muy
maduras los provocan con mohines sutiles: una se pasa la lengua reseca por los labios, la otra se agarra la concha con una mano gruesa sabañona. Los hombres no les hacen ningún caso.

—.. .entonces, una vez que están en la calle con el cuadro tienen que ir directamente a la casa de la mujer esa. Yo quizás pase por ahí.

—Sí, por favor. Necesitamos que usted...

—Yo le digo lo que necesitamos. Si yo no llego a ir, ustedes dejan el cuadro ahí y cada cual se vuelve a su lugar, ¿me entendió, Perugia? No cambia nada de sus costumbres, sigue haciendo todo igual. Va a trabajar, ese lunes, como si no hubiera pasado nada,
no
cambia nada, me entendió: no cambia nada.

—No, Signore. ¿Por qué iba a cambiar?

—Porque ahora mismo yo le voy a dar una buena cantidad de plata. Pero si usted sabe lo que le conviene, esa plata no la va a tocar hasta que pasen unos meses...

—¿La mitad, entonces, como habíamos dicho?

Los ojos de Perugia se iluminan. Negros, chicos, muy jun-tos, encierran la nariz ancha ganchuda sobre un bigote descuidado. Rasgos hechos a hachazos, piensa Valfierno, y se pregunta qué puede verle Valérie. Los pómulos cuadrados, los dedos gordos que tamborilean sobre la mesa; quiere alejar el pensamiento pero no lo consigue: qué cornos puede verle Valérie al palurdo este, piensa, y la indignación se le cambia en odio y por un momento piensa que podría aprovechar toda esta historia para deshacerse de él: un negocio redondo. Valfierno trata de calmarse: no sería fácil hacerlo sin arriesgar la operación, basta de tonterías. Tiene que tranquilizarse, seguir hablando, mostrarle quién controla. Por ahora su placer es mostrarle quién controla —mostrarle a Valérie, aunque no pueda verlo:

—Sí, la mitad. Su mitad. Le insisto: no cambie nada de su vida. A usted no le ha pasado nada. Es probable que en esos primeros días la policía vaya a verlo...

—¿La policía? ¿Dijo la policía?

Perugia se sobresalta. Valfierno piensa que quizás encuentre la manera —y la idea lo conforta y lo preocupa.

—No se preocupe, hombre, seguramente van a ir a ver a todos los que trabajan o trabajaron en el museo. No se preocupe, no se alarme: no tienen nada contra usted. Va a ser una visita de rutina, y usted trátelos así. Recién después de esa visita va a buscar el cuadro y se lo lleva a su pensión, lo guarda bien y me manda el mensaje que le dije, yo aparezco, me lo llevo y le pago el resto.

—Me parece que está todo en orden, doctor. ¿Cree que se va a amar mucho revuelo?

—Se va a armar todo el revuelo del mundo, Perugia, pero usted no se preocupe. Con usted no es. Sí, claro que se va a armar. Usted vio cómo son de orgullosos los franceses. Que les roben la Gioconda les va a parecer una ofensa a la patria.

—¡Carajo, y cuando sepan que se la llevó un obrero italiano!

Dice Perugia y enseguida se arrepiente: nada puede traer más mala suerte que decir algo que podría cumplirse. Tratando de que Valfierno no lo vea se toca el huevo izquierdo y le da un ataque breve de pavor: cuántas cosas habrá hecho, cuántas sigue haciendo que podrían atraer la mala suerte. El mundo es demasiado complicado.

—Nunca van a saberlo, Perugia.

—No, ya sé, doctor, yo pensaba en voz alta.

—No es su papel, ya se lo dije.

—Ya sé, jefe, ya sé. Pero imagínese, los franceses nos la robaron y ahora nosotros la vamos a recuperar.

Valfierno y Perugia hablan en italiano: Perugia con acento toscano, Valfierno con acento indefinible. El marqués piensa en su madre: qué diría si lo viera convertido en un marqués. Qué si supiera que todos los diarios del mundo van a hablar de él —sin saber de quién hablan.

—Entonces, Vincenzo, ¿todo claro?

—Todo claro, patrón.

—El próximo domingo.

—El próximo domingo.

Valfierno piensa que debería estar nervioso: acaba de ordenar el robo del siglo. Debería, se dice, y qué raro que no Quizás no sea un buen signo.

7

Habíamos quedado en volver a vernos, pero tardé tres semanas en presentarme en la casa de Mariano de Aliaga: le dije que me disculpara pero había tenido que solucionar unas cuestiones en la finca de Mendoza. Entonces me preguntó si hacíamos vino y le dije que muy poco, sólo para los amigos, y que por supuesto sería un placer mandarle una barrica.

Su casa era modesta si se la compara con, digamos, el caserón de los Guerrico: sólo dos pisos cerca de la plaza San Martín, mansarda a la francesa y mármol de Carrara. Pero yo me había informado: Aliaga sí tenía veinte mil hectáreas en la pampa húmeda. Mi nuevo amigo me recibió con simpatía, me hizo pasar a su escritorio, me ofreció buen cognac y conversamos durante un par de horas de todo y nada y, más que nada, de arte. No dejaba de sorprenderme que pudiéramos charlar, compartir esos momentos de sosiego: yo, allí, tan lejos y tan cerca. Sobre la chimenea había un cuadrito de marco redorado que me pareció muy del estilo de Eugenio Delacroix: le dije que se veía que era obra de un discípulo serio. No, por favor, mírelo bien: es Delacroix lui-méme. Ah, claro, por supuesto.

Y sobre todo su influencia en los franceses del dieciocho es innegable.

¿Quién me dice, disculpe? Vermeer, Valfierno.

Sí, claro, Johannes Vermeer. Qué belleza su Paisaje de Delft, Aliaga. ¿Usted la ha visto?

Inconmensurable. La prueba de que el mundo puede equivocarse tanto: ¿cómo se explica que hayan pasado doscientos años hasta que le llegó el reconocimiento que siempre mereció?

Eso sí que es notable: cómo puede ser que el verdadero valor de un hombre sea tan ignorado. Y no le digo ya por las mayorías: por la gente ilustrada.

Un genio, un verdadero genio. Y sobre todo sus retratos de interiores, su Dentelliére, su Mujer que lee una carta, su Laitiére.

Ah, sí, la Laitiére. No sabe lo que me impresionó cuando la vi.

¿En el Louvre?

Claro, por supuesto.

Cierto, en el Louvre. Una delicia. Me atrevo a más
:
una real obra maestra.

Vive en un departamento de dos habitaciones y pequeño salón, bien amueblado, casi coqueto, en la calle Laprida poco antes de llegar a Santa Fe —y es la primera vez, en sus cuarenta y tantos años, que tiene una vivienda así. Aunque, por supuesto, no puede dar su dirección porque no corresponde a su papel.

Tiene un vestuario de seis trajes, un frac, una galera, tres sombreros, cuatro pares de zapatos de Grimoldi, dos bastones que no le gusta usar y una docena de camisas: todo de muy buen género. Se ha gastado en ropa más que lo que tiene: Chaudron protesta; él le dice que son las herramientas del oficio pero sabe que es cierto sólo a medias. Le gustan esas ropas elegantes y, sobre todo, sabe que sin ellas no podría ser sí mismo. A veces, cuando nadie lo mira, furtivo como un preso, se toca la suavidad de una manga de buen paño inglés, el apresto de un cuello, y le parece que sí toca su historia.

Tiene un círculo de conocidos que se agranda: ya no es que lo inviten a ciertos festejos y el resquemor de su aparición un poco inopinada ya pasó; en unos meses, si acaso un par de años, va a ser —está seguro— un miembro pleno de la buena sociedad de Buenos Aires. Aunque sabe que nunca podrá dejar de estar en guardia, y nota que de vez en cuando se relaja —y se preocupa.

Ha conocido a una viuda relativamente joven, no tan rica pero de buen pasar, de muy buen apellido, que le dio muestras claras de que podría corresponder sus atenciones. La ha llevado a pasear por Palermo, piensa invitarla al teatro Colón y quizás, después, a cenar al Charpentier, pero no quiere forzar la situación porque Amelia es una mujer buena y la relación podría ser seria. Supone que a ella le atrae su título pero no puede culparla por eso: no él, precisamente.

Ha conocido a una planchadora que no sabe planchar, milanesa, muy joven, ambiciosa, rubia todavía, que duerme con él los viernes y los martes, recibe sus regalos con el mohín más apropiado y le produce una inquietud extraña: teme que su desliz le cueste caro. Sabe que esos excesos no son gratis. Pero se maravilla de saber que el próximo martes, que el próximo viernes, que el martes siguiente ese cuerpo mullido va a rodar en su cama. Es obvio que la atrae su —aparente— fortuna pero no puede culparla por eso: no él, precisamente.

Le dice que él sabe lo que es no saber qué va a ser de su vida, que él la entiende y ella lo mira con una extrañeza que él no sabe qué es: si puede ser que simplemente no le cree —cómo va a saber, usted, marqués, vos, Eduardo, lo que es ser una pobre planchadora así, empezando—; si puede ser que ella no sintió nunca eso que él le atribuye: que nunca se le ocurrió pensar en ella como una vida que debería conocerse de antemano, que debería conocerse; si puede ser que, solamente, no lo entiende. Le dice que él no sabe, que ella tiene razón: que él no sabe un carajo. Pero se ríe, y se cree que miente.

¿Quién serías, Giannina, si pudieras ser otra?

Ay, Eduardo, qué cosas se te ocurren.

¿Sabe qué, periodista? Yo estaba satisfecho. Por primera vez en la vida, me atrevería a decirle, había encontrado mi lugar. Y había entendido que los que no consiguen sus metas mienten cuando culpan a las circunstancias. Que quien tiene la fuerza suficiente consigue lo que quiere. Que los que no lo consiguen son los débiles, los que no dan la talla. Que los que se quedan a mitad de camino es porque lo merecen. Que los pobres lo son porque no saben dejar de serlo o no lo quieren. Y que no hay nada peor que los llamados socialistas: los que creen que ser pobre es un mérito. Lo mismo que los curas: los reconfortan, los convencen de que la desgracia es una suerte.

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