Dijo, y se le escapó una carcajada. Era una risa débil y brutal, la risa de quien se ríe de sí mismo muy amargo. Yo no sabía qué decir: me estaba dando una primicia extraordinaria, la prueba que había estado buscando tanto tiempo.
—No, periodista, no me crea. Son tonterías, no, no me haga caso. A veces me dejo atrapar por algo que me come por dentro. ¿Sabe cuál es la verdad de todo esto? Yo tengo una satisfacción que pocos tienen: yo sé que no me dejé vencer por una obra. Yo ya le he dicho a mi señora cuál es el epitafio que debe poner sobre mi tumba. Quiero que me ponga lo que Stendhal escribió de San Pablo: que fue el artista verdadero, un hombre sobrepasado por su obra. A mí mi obra me ha hundido en el olvido. Yo jamás soportaría ser mejor que mi obra. ¿Se imagina algo peor que eso, periodista, algo más humillante?
Dijo, y se miró las manos; sobre las carpetitas de encaje que cubrían los brazos del sillón, las manos muy crispadas, dedos como las patas de una araña falsa.
—Tantas veces se lo dije, periodista, y él nunca lo entendió. El no podía entenderlo.
Yves Chaudron se calló y, ahora sí, me pareció que ya me había dicho todo lo que quería decirme. Pero yo tenía que intentar, de todas formas:
—¿Cómo fue que se les ocurrió lo de las seis Giocondas?
¿Cómo organizaron el asunto?
—No me aburra con detalles menores, se lo ruego. Ya se nos hizo tarde.
Ivanka estaba otra vez parada junto a la puerta de la cocina y me miraba con extrañeza, con espanto. O quizás era a él a quien miraba. Yo carraspee y le dije que muchas gracias, que ya no lo molestaba más, que había sido muy amable en atenderme. Y pensé una vez más si decirle que Valfierno estaba muerto. Lo veía frágil, pero se me ocurrió que quizás le diera una alegría. No sabía. Me levanté en silencio. Después volví a decirle cuánto le agradecía por su tiempo.
Oyen los pasos, contienen el aliento. Los pasos avanzan hacia ellos. Vincenzo Perugia trata de entenderlos: le parece que son de una sola persona, le parece que no son muy resueltos, como si el intruso arrastrara los pies: le parece que pueden ser de un viejo. Los pasos siguen avanzando: por más que piense siguen avanzando y ya suenan muy cerca. Perugia piensa en la chapa amarilla del guardián y que todo se paga en esta vida. Y que él sabía que no tenía que meterse en algo así —otro paso.
Perugia se acuerda de aquella vez que vio caer la estrella. Oye los pasos y se asombra de la cantidad de cosas que puede recordar en un tiempo tan corto: cuando cayó la estrella. Vincenzo Perugia debía tener catorce o quince años, vaya a saber: los años en el pueblo eran tan parecidos. Perugia vivía en el pueblo todavía, su padre lo llevaba con él a trabajar al campo, las chicas lo burlaban por su voz y aquella noche de verano vio caer esa estrella. Al día siguiente se lo contó a su abuela —su abuela, la madre de su padre, estaba viva— y su abuela le preguntó si había pedido los deseos. La abuela ya se había puesto escuálida pero le hablaba como si siguiera siendo gorda: arrogante, la boca llena de palabras. ¿Y, piccolino, cuáles son tus deseos? Qué deseos, le preguntó Perugia, y la abuela soltó la carcajada: cómo puede ser que seas tan tonto para no saber que cuando uno ve caer una estrella puede pedir sus tres deseos. La abuela se reía, se golpeaba los muslos con las manos: estaba sentada en la sillita de paja delante de la casa, bajo la parra delante de la casa y se golpeaba los muslos con las manos: cómo puede ser que seas tan tonto, le decía, y que no podía creer que un nieto suyo no supiera y que se había perdido la gran oportunidad, que uno no ve caer estrellas todos los días, piccolino, ni todos los años, quién sabe una sola vez en la vida y te perdiste la oportunidad, Vincenzo, cómo puede ser que seas. Tan tonto, se acuerda ahora Perugia y los pasos cada vez más cerca. Tan tonto: la oportunidad de su vida, piensa, como siempre, tan tonto, tan perdida y ahora acá, encerrado en este cuarto oscuro y los pasos que vienen, tan tonto, como siempre, y el ruido de los pasos, ahora, perdida, acá encerrado. No respira.
Cuando los pasos se alejan ellos se quedan callados inmóviles unos minutos todavía. No saben cuánto: cuando se atreve, Perugia dice que se salvaron de una buena:
—¿No era que acá no venían los guardias a la noche? Le pregunta Michele Lancelotti con tono de reproche. —Nunca vienen, pero quizás ahora vienen. No te preocupes, ya se fue. No va a volver.
—¿Cómo sabes que no va a volver? —No sé, supongo. Me imagino, seguro. —Ojalá.
Dice Vincenzo Lancelotti y Perugia lo odia: quién se creerá que es. Si los dos hermanos no pueden ni atarse los cordones solos, piensa: que no tuvo más remedio que llamarlos para el trabajo porque no podía confiar en nadie más, porque cualquier otro haría demasiadas preguntas y querría llevarse demasiada plata y quizás hasta intentaría darle órdenes a él. Los Lancelotti no: Perugia había trabajado con ellos en un par de obras y talleres y sabía que quizás rezongaran un poco pero que al fin y al cabo obedecían: que sabían cuál era su lugar. Hace calor. Semanas antes, en el bistró de Berthe, Perugia le había preguntado al Signore si no podía hacerlo solo: le molestaba la idea de tener que cargar con otros dos —y repartir con otros dos la plata. El Signore sonrió y le preguntó muy amable si creía que no necesitaba ayuda: no, yo puedo hacer-lo solo, esos dos van a ser una carga, dijo Perugia y el Signore le dijo que ni se le ocurriera, que quién daba las órdenes, que hiciera lo que le decía; Perugia miró para otro lado y aceptó, pero ahora, por momentos, se arrepiente.
—Traten de dormir, de veras, traten de dormir. La noche va a ser larga.
—¿Dormir, acá? Estás loco, Vincenzo. ¿Quién va a dormir acá? ¿Cómo vamos a hacer para dormir acá?
Se nota que los Lancelotti son meridionales: incapaces de decir algo sin un torrente de palabras, piensa Perugia, y entorna los ojos. El cuartito huele a óleos, arcillas, trementina: es un depósito donde los pintores que vienen a copiar cuadros del museo pueden guardar sus trastos, y está repleto de olor y porquerías. Abre los ojos: él tampoco va a poder dormir. Está incómodo y los ojos se le acostumbran a la oscuridad; acaba de ver, cruzadas al costado de la puerta, dos escobas: sabe que es un mal signo pero no se acuerda qué quiere decir. Si la abuela estuviera ahí se lo diría. Perugia resopla: el mundo está lleno de señales que no entiende. Si por lo menos se hubiera tomado el trabajo de aprenderlas: si le hubiera hecho caso. Le sudan las manos. Nunca le habían sudado las manos: debe ser el calor, piensa, y se las seca contra el pantalón; siguen sudando. Hace un calor de perros y le duelen las piernas: pagaría por estirarlas pero no hay lugar. Michele Lancelotti sigue moviéndose, lo enerva:
—Vincenzo.
—Qué.
—Nos dijiste que todo era muy fácil.
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—No parece.
—Sí. Ya vas a ver. ¿O tienen miedo?
—¿Miedo yo?
Todavía faltan horas, varias horas. Perugia prende un fósforo: su reloj dice las nueve y cuarto. Recién ahora debe estar oscureciendo afuera, y tienen que esperar hasta después de que amanezca.
—Vincenzo.
—Y ahora qué.
—Nada.
Dice un hermano, Michele. Y el otro, Vincenzo —para colmo tenía que llamarse Vincenzo, piensa Perugia, igual que yo; en algún momento eso los había acercado y ahora lo fastidia. El pensaba que los Vincenzo no eran eso. Vincenzo Lancelotti se preocupa por un futuro demasiado lejano:
—¿Qué te parece que van a hacer cuando descubran el robo?
Vincenzo Perugia no contesta. El Signore le había dicho que iba a ser un escándalo tremendo y a él también le parece: cuando trabajó en el museo se dio cuenta de que todos trataban a ese cuadro con más respeto que a los otros, que lo cuidaban más, que lo agarraban de otro modo. A él no le parece diferente de muchos otros pero sabe que, por alguna razón que no termina de entender, lo es. Una de las veces que lo vio en el bistró se atrevió a decírselo al Signore: disculpe, pero me gustaría saber por qué ese cuadro es tan importante. El Signore lo miró como su abuela, con ese desprecio que él conoce tan bien, y no le dijo nada. Pero Perugia sabe que no es tonto. Los tontos van a ser los otros: él y sus amigos se van a robar ese cuadro tan importante que les dijo el Signo-re, él y sus amigos, él, el tonto, y ya vamos a ver la cara que ponen los demás cuando se enteren. Mañana, cuando vean que ya no lo tienen. Mañana, cuando nos lo llevemos. Cuando hayamos salido de este pozo.
Hay lugares donde ser un marqués es poca cosa. Lugares donde yo puedo ser, curiosamente, eso.
Usted no puede imaginar lo que fue eso, Becker.
¿Eso qué, disculpe?
Eso, huir de Buenos Aires. Justo cuando parecía que todo empezaba a encajar tuve que desaparecer en cuatro días.
¿Tuvo o tuvieron? Tengo entendido que no se fue solo.
Ése no es el punto. La cuestión es que fue tan brusco, tan inesperado.
Me imagino. Debe haber sido muy difícil.
Fue. Pero lo más extraño es que, sin eso, yo habría terminado mis días como un pequeño estafador de provincia en ese país de farabutes. ¿Se da cuenta de cómo son las cosas, periodista?
Por fin era extranjero. Es tan fácil, tan cómodo ser un extranjero.
Llevaba apenas meses en París y su cara era otra. No sólo Por el monóculo que usaba, inútil, en el ojo derecho; no sólo por la barba sal y pimienta cuidadosamente recortada y el Pelo dos dedos más largo que lo aconsejable, como para decir que nadie le decía qué debía; no sólo por la facilidad in-sospechada con que se había acostumbrado a la lengua local, y se placía en manejarla; no sólo porque su estatura había dejado de ser una tara insalvable; no sólo por el aire de desdén descuidado que conseguía desparramar con la mirada ni por la facilidad con que ahora cerraba algunos tratos ni por lo simple que le resultaba abordar a mujeres que, años antes, lo habrían aterrado. No sólo porque ahora ser argentino tenía un sentido, era un pasaporte que usaba con discreción y sin descanso, el modo de abrirse casi todas las puertas —porque ser argentino en París en esos días era una garantía de riqueza manirrota. No sólo porque cualquier error estaba justificado porque era un argentino —porque argentino ahora sí tenía sentido— y los franceses sabían que los argentinos eran eso, y no por eso menos ricos. No: lo más sorprendente —lo que conseguía sorprenderlo y lo llenaba de placer y de asombro— era que su cara le mostraba, en el espejo, la calma que de pronto lo había envuelto. La calma: ésa era, sin duda, la palabra. Lo había pensado y concluyó que ésa era la palabra. Estaba, por supuesto, el miedo, la excitación de embarcarse en empresas gigantescas —o lo que él, con razón o sin ella, consideraba empresas gigantescas— pero esa misma excitación le producía la calma de suponer que por una vez, por la primera vez, por fin, estaba haciendo algo digno de otro. Que él —Bollino, Juan María, Perrone, Bonaglia— era, finalmente, alguien cuya historia valía la pena contar.
Ahora era, suponía, el que siempre tenía que haber sido. Él mismo, aunque fuera tan otro. Y lo maravillaba, sobre todo, ser el protagonista de una historia.
Que nadie podría creer del todo, por supuesto. Pero ésa era, quizás, la condición de las historias que valían la pena.
Y me maravillaba ser el protagonista de mi historia.
Aunque nada me llenaba de tanto vértigo, de tanta excitación como la incertidumbre sobre cómo sería, dentro de un año, dos, cinco, mi pasado.
Por fin estoy de vuelta en mi ciudad.
Pero Valfierno, si es la primera vez que usted está en París.
¿Y usted, Chaudron, por qué está tan seguro?
Sebastián de Anchorena es un maestro: agarra el cuchillo de pescado y coloca, muy discreto, junto a su punta puntiaguda uno de esos montoncitos de manteca arrepollada que ofrecen acá los restaurantes finos y funde apenas la parte superior del montoncito de manteca con el fuego de un mechero. Entonces, manteniendo el montoncito en equilibrio, sostiene el cuchillo por la punta del mango entre el pulgar y el índice de la mano derecha y por la punta puntiaguda entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, apenas delante de su panza y paralelo al suelo y de pronto, en un movimiento casi imperceptible, rápido, preciso, lleva con el pulgar de la izquierda la punta puntiaguda del cuchillo hacia abajo y la suelta de forma tal que el repollito de manteca sale hacia el techo con la fuerza justa. Lo he visto hacerlo varias veces, y hoy lo mismo: la punta apenas fundida del repollito de manteca se pega a la superficie del techo y allí se queda, amenazante, hasta que el calor del ambiente empiece a derretirlo y, entonces, el repollito se deshaga en gotas de manteca que caerán sobre quien tenga la desgracia de encontrarse debajo. Otros muchachos argentinos lo practican pero Sebastián, lo he dicho, es un maestro. Aunque ya no me da envidia.
Mire, se lo digo yo, que soy argentino. Claro, faltaba más, señor marqués, bien sûr.
Y sé que antes habría me habría dado tanta. El gesto de Sebastián y sus amigos es la quintaesencia del arte por el arte: la rúbrica de esas vidas despreocupadas en las que sólo importa dejar claro que las necesidades del común de los mortales no los alcanzan, no les hacen mella: que la gente como ellos no necesita aprovechar ni el tiempo ni el dinero, que lo único elegante es perderlos sin buscar nada a cambio, sin segundas intenciones, sin lamentos. Que pueden dedicar esfuerzos y futuros al perfeccionamiento de una técnica perfectamente innecesaria. El arte.
Ellos son aristócratas porque nacieron así: nada, pura naturaleza. Yo, en cambio, me construí pieza por pieza: yo sí que soy humano.
Pero había noches que no podía dormir. No que se lavara la cara y se desvistiera, se acostara y cerrara los ojos contra la almohada siempre un poco fría y se hundiera en la almohada siempre un poco y entonces, buscando el sueño, descubriese que no lo iba a encontrar. No: había noches en que mucho antes de intentarlo sabía que no podría dormir: que si lo intentaba, en esas noches, se exponía a una estampida arrolladora. Se exponía a ser Bollino, Juan María, Perrone, Quique, cualquier muerto. Se exponía al sudor de levantarse hasta el espejo para verse la cara, para convencerse de su cara y de su nombre y decirse que la muerte no lo podría alcanzar hasta que no completara cada letra de su nombre, que mientras fuera Valfierno no podía pasarle nada malo, decir-se que por fin era quien era pero tenía que repetírselo, su-dando, en el espejo: ésa era la amenaza. Y entonces esas noches ni siquiera intentaba: se peinaba, se engomaba el bigote, se calaba un sombrero de buen fieltro y salía a perderse por cabarets y fondas donde fuese un señor encanallado, donde todos lo miraran con respeto y envidia, donde pudiera encontrar una cualquiera para comprarle unas horas sin sueño. Donde pudiera no ser nadie.