Le dijo y ella le sonrió y le dijo sí, marqués, lo sé, no es necesario. Y él pensó que quizás no supiera exactamente todo pero que no se rebajaría a preguntarle y que callando castigaría su soberbia y ella no dijo más y él pensó que tenía que decidir cómo haría para neutralizarla definitivamente y bebieron sus copas en silencio y después se levantaron y él le dijo que esta noche no, que se fuera a su casa y se volvió a su suite y se pasó la noche en vela, despierto, recordando tonterías, imaginando su futuro. O, mejor: tratando de no imaginar el futuro que esta noche puede procurarle. Trata, sin conseguirlo: lo asedian imágenes de riqueza y billetes y pompa todo el tiempo y, cada vez, las aparta de su cabeza con un escalofrío: no hay que vender la piel del oso antes de haberlo cazado, se repite.
—Quizás ya está cazado. Lo que daría por saberlo.
Dice ahora, las ocho menos cuarto, y está a punto de prender otro cigarro pero no: va hacia el baño, se mira en el espejo, agarra el cepillo de dientes y la caja con los polvos blanqueadores. Unta el cepillo de ese polvo espeso, se frota los dientes como un enajenado. La gente le cree a alguien con los dientes blancos, se dice, y frota más: no puedo darme el lujo de ese amarillo rancio.
No puede creer que esté ahí sola, colgada en la pared, tan fácil, desvalida, tan como una mujer que ya no sabe qué pedir a cambio de su entrega: que sabe que ya no puede pedir nada. Perugia piensa que no puede creer que sea tan simple, que alcance con estirar el brazo y descolgarla para que la maldita Mona Lisa esté en sus manos pero en el Salón Carré no hay nadie más, Vincenzo Lancelotti está a su lado, Michele en la arcada del fondo haciendo guardia y ella colgando ahí, tan ofrecida. Perugia, por primera vez en esas horas, se son-ríe: putas, todas putas, piensa y una oleada de calor le enrojece la cara. Mira por última vez a los costados. Piensa en la chapa amarilla y detesta haberlo pensado justo ahora: se toca el huevo izquierdo, leve. Después, despacio, como si no se lo creyera todavía, estira las dos manos.
Yves Chaudron se ha despertado temprano. No por nada especial: hace meses que se despierta tan temprano. Aunque hoy, para su sorpresa, ha dormido hasta las siete menos cuarto. Y se siente despejado, casi optimista: se ha lavado, se ha afeitado, se ha rociado unas gotas de colonia y ahora, con el té sin azúcar, piensa que quizás encuentre la salida. Desde que terminó la última Gioconda pintar le cuesta tanto: ha completado un par de zurbaranes chicos para pagar las cuentas pero sabe que los hizo a desgano —con errores que nadie va a notar. No le interesaban: frente al logro de las seis Giocondas, tan perfectas, cualquier trabajo era una tontería. Durante meses se sintió despojado, sin futuro, sin ganas de hacer nada. Pero esta mañana todavía no hace calor, el té tiene un ligero ahumado que por fin le da gusto, el sol es una fiesta en la ventana y a Chaudron de pronto se le ocurre un cuadro: si fue Leonardo durante todo ese tiempo, si pudo serlo, si ser Chaudron de nuevo lo ha golpeado tan duro, la solución está en volver. Ya sabe, piensa: va a pintar una virgen de las rocas, pero no ésa que ha visto tantas veces en el Louvre con Santa Ana y los dos niños y el manto azul y el manto rojo, la gran virgen de Leonardo, no: va a pintar la que Leonardo no pintó, la que tendría que haber pintado.
Hace un esfuerzo tremendo para andar despacio: pelea contra el impulso de salir corriendo —y le parece que cada paso dura un año. Un pie que se levanta, describe una curva interminable en el aire y vuelve a posarse en las baldosas justo a tiempo para que el otro pie: el tiempo se resiste. Pero Perugia consigue mantener un ritmo calmo. La galería está llena de espejos: le parece un buen signo, pero no está seguro. Ve en un espejo enorme a dos empleados con delantales blancos —y uno de ellos lleva bajo el brazo una caja de madera que debe ser un cuadro. Tarda un segundo en entender que son él y Vincenzo Lancelotti; Michele los sigue más atrás. Perugia sabe que, en principio, nadie va a preguntarle nada: los empleados del museo suelen transportar obras de un lado a otro para un repaso, una foto, una restauración. Cruza la Gran Galería: diez o doce trabajadores se ocupan de lo suyo y no les hacen caso. Por un momento Perugia piensa que lleva la estrella bajo el brazo y le parece que se quema. Después no piensa nada. Eso sí que es un gusto.
—Por acá. Por acá.
Dice, y abre una puerta disimulada en las molduras y entra con los hermanos en el rellano de una escalera de servicio. Cierran la puerta, respiran hondo, se detienen. Hay poca luz; Perugia agarra un par de destornilladores y desarma en un momento la caja de madera, saca el vidrio y lo deja en el suelo, envuelve la Gioconda en una tela sin mirarla. La Gioconda es una tabla de álamo de setenta y siete por cincuenta y tres y pesa poco. Pesa tan tan poco.
—Vamos, bajamos y nos vamos.
—¿Así, ya está?
—No sé, sí, pareciera.
Los tres bajan sin hacer ruido la escalera que los lleva hasta la planta baja. Perugia agarra el picaporte para abrir la puerta que da al Patio de la Esfinge, pero la puerta no se mueve: está con llave. Perugia no se preocupa: saca la copia que le ha dado el Signore y la mete en la cerradura. La cerradura no se ve. Perugia insiste y está a punto de quebrar la llave.
—Por todos sus muertos.
Dice, y se da cuenta de que la voz le sale destemplada. L
o
Lancelotti lo miran y ni siquiera se atreven a preguntarle v ahora qué. Volver al primer piso para buscar otro camino sería una tontería: no pueden seguir paseando con la Gioconda bajo el brazo. Si no consiguen salir a la planta baja van a tener que devolverla. Perugia vuelve a intentarlo; la llave sigue clavada en su lugar.
—Hay que hacer algo, ya.
Perugia piensa: no se le ocurre nada.
Anoche, cuando llegó del restaurante, pensó que no podría dormirse y se tomó dos copas más. Ahora Valérie Larbin duerme en su cama, boca abajo, la cara hacia un costado, las sábanas caídas en el suelo, el brazo izquierdo bajo la cabeza y el derecho estirado, las piernas levemente flexionadas. El camisón de algodón blanco que usa cuando está sola, los rulos negros derramados en la espalda, un hilito de baba entre los labios. Su gata gris la mira, porque siempre la mira.
De pronto una idea lo sorprende: la felicidad de tener una idea. Se siente arrollador, magnífico. Vincenzo Perugia le dice a Michele Lancelotti que suba a hacer guardia en el rellano del primer piso y empieza a desarmar la cerradura. El picaporte cede fácil y se lo guarda en el bolsillo.
—Una cerradura no va a poder ganarnos.
Le dice a Vincenzo, que lo mira hacer. Los dos escuchan el chistido de Michele y se quedan helados.
—Viene alguien, cuidado.
—Baja, rápido, baja.
Le dice Perugia y se mete el cuadro bajo el brazo, dentro del delantal. Michele ya está con ellos; los tres oyen inmóviles los pasos que se acercan. No tiene tiempo de volver a armar el picaporte. Perugia cierra los ojos. Otra vez el vacío. Cuando los abre ya puede ver al plomero Sauvet, que baja apurado con su bolso de herramientas en la mano.
—Algún idiota se robó el picaporte.
Dice Perugia, casi a los gritos.
—¿Cómo se supone que salgamos de acá, por el ojo de la cerradura?
Dice Perugia, realmente indignado.
—Tranquilo, no se preocupe, compañero.
Dice el plomero y abre la puerta con su llave.
—Déjela abierta, así no molesta más.
Les dice, antes de seguir su camino. Sólo les falta atravesar la Sala de África, cruzar el Patio Visconti, meterse en el vestíbulo que da a la puerta y salir a la calle. Treinta, cuarenta metros como mucho.
—Vamos, vamos que salimos.
Ya están cruzando el patio cuando Perugia ve, en medio del vestíbulo, un guardián uniformado que lo barre. Vincenzo Lancelotti se para en seco —y los otros con él.
—¿Qué hacemos?
—No sé, no sé, esperen un momento.
Perugia mira hacia la puerta del otro lado del Patio, pero está cerrada con candado. Ahora sí están perdidos.
Valfierno admira su sonrisa en el espejo y se sonríe: la blancura. Después mira el reloj: casi las ocho. Trata de pensar en las carreras de Longchamps, en cómo va a pasar su día de gloria sin que nadie lo sepa, mezclado con los elegantes para terminar de hacerse una coartada pero no puede apartar la imagen de Perugia. Ese idiota, piensa, ese italiano idiota. Se resigna a pensar en Perugia y es un agujero negro: trata de imaginarlo caminando por el Louvre con su cuadro en la mano, cumpliendo cada una de sus órdenes, tomando de cisiones si se presentan imprevistos, y no consigue figurarse qué puede estar pensando, si es que puede pensar algo. Se dice que suele ser así: que un plan perfecto puede depender, para llegar a concretarse, de un tarado. Que lo mismo le pasa al general en la batalla: que todo lo que ha brillantemente imaginado depende de una masa de imbéciles que no son dignos de limpiarle las botas. Valfierno intenta de nuevo la sonrisa en el espejo y no le sale: se siente tan superior, tan desvalido. El infierno son los otros, piensa, y no se ríe.
Después se le ocurre que allí, precisamente allí reside su arte: que él también es un artista y que allí está su arte. Que su talento consiste en hacer que todo dependa de un imbécil. Que incluso podría suponer que así le da una chance al azar: que juega limpio. Que así le está diciendo al mundo que todos somos juguetes en las manos de un imbécil: ése es su arte. Pero está muy nervioso, tiene miedo. No que puedan complicarlo en el robo: Perugia no sabe nada sobre su identidad —y sus amigos menos. Sólo Valérie podría, eventualmente, muy difícil, y él va a ocuparse de eso. Pero si los llegan a agarrar toda su construcción se desmorona: la obra que lleva más de un año edificando, la que va a garantizarle su futuro. La obra, sobre todo, que debe definirlo para siempre: la que puede decirle, de una vez para siempre, quién va a ser él, Valfierno.
Los tres italianos se han escondido detrás de cuatro grandes cajas de madera depositadas en el Patio Visconti: obras recién llegadas. Perugia sabe que no pueden quedarse ahí: docenas de ventanas dan al Patio y cualquiera puede verlos. Es cuestión de segundos, un minuto. Un minuto o dos con mucha suerte, piensa Perugia, pero suerte es lo que nunca tuve: aquella estrella.
—Ahí, se va, se va.
Le susurra Michele, y Perugia ve que el guardián ha agarrado un balde y se mete en una puerta lateral que da al vestíbulo. Debe haber ido a buscar agua o detergente, no tardará en volver. El pensamiento de que quizás sí tenga suerte pese a todo le hace perder un par de segundos. Y uno o dos más para cruzar los dedos.
—Vamos, ya, ahora.
Dice y los tres aceleran el paso hacia el vestíbulo, cruzan la puerta, salen a la calle. Ya están en la calle. Se han ido sacando los delantales blancos y ahora caminan por el Quai du Louvre, bajo el sol: de pronto son tres personas tan comunes.
Valérie Larbin se revuelve en su cama y su propio movimiento la despierta. Se asusta, sacude la cabeza, ve que hay luz. Confusamente reconstruye el momento: es la mañana del día en que quizás. Recuerda las palabras que Valfierno no le dijo, las copas de dormirse, algo en un sueño que le ha dejado tenso el cuello. Cierra los ojos, trata de volver a dormirse: es lo mejor.
Vincenzo Perugia está seguro de que se le nota. No puede ser que no se vea, piensa, que yo sea igual ahora que ayer, que no era nada. Esquiva un charco. Los hermanos Lancelotti caminan a sus lados: les ha dicho que lo rodeen por si acaso. La calle Saint-Merri es un peligro, un refugio de pequeños criminales y tiene que cuidarse. Aunque a ninguno se le va a ocurrir robarle el trozo de madera que lleva bajo el brazo, envuelto en su delantal blanco, piensa. No puede ser que no se note que llevo millones bajo el brazo, piensa. Qué suerte que son tan brutos, piensa, y se sonríe.
—Acá, es acá.
Dice Vincenzo Lancelotti y los tres miran a los costados antes de entrar por una puerta estrecha despintada. Avanzan por un pasillo oscuro, suben dos pisos por una escalera descuajeringada, golpean una puerta:
—Vovonne, ya llegamos.
Dice Vincenzo y una mujer de brazos gordos y tetas derramadas les abre la puerta sin palabras. Yvonne Séguénot es la amante de Vincenzo Lancelotti —y le han ofrecido algún dinero a cambio de que les guarde un objeto unos días. No será la primera vez que lo hagas, le había dicho su hombre. Ni la última, espero, le dijo entonces la mujer que ahora, en su cocina tiznada de hollín, les sirve un aguardiente.
—A la salud del Signore.
Propone Perugia y los cuatro chocan sus vasitos. La mujer agarra la tabla, envuelta todavía.
—No la toques, mujer.
Le dice Perugia y Michele se la saca y trata de desenvolverla.
—Deja, Michele, no la saques.
—Pero quiero verla, no jodas.
—El Signore dijo que la guardemos envuelta, que lo esperemos para desenvolverla.
—Nunca se va a enterar, Vincenzo.
—Quién sabe. Por si acaso.
Perugia se la saca y se la da a la mujer: le dice que la guarde debajo de su cama hasta que él se la pida, que haga su vida, que no se preocupe por nada.
—Me tengo que ir. Vuelvo a las siete.
Dice, y sale de la casa. El Signore fue muy claro: que ni se le ocurriera faltar a su trabajo. Pero pasarse todo el día en la carpintería de Perrotti, su patrón, va a ser casi tan difícil como el robo. Va a tener que hacer como si no pasara nada, piensa, y sabe que simular es lo que más le cuesta.
Sir Galahad acaba de ganar la tercera carrera de Longchamps y Valfierno se reprocha por no haberle apostado: su amigo Sebastián le había dicho que era un buen candidato. Después piensa que es una tontería.
Son las tres de la tarde. El sol apunta, los señores transpiran, las señoras despliegan sus sombrillas, Valfierno tiene frío. Tiembla, se dice: el frío de la celda. En este momento debe estar entregándome, se dice: lo agarraron y me entrega. Se perdió todo, estoy perdido, ahora me entrega. Aunque no sabe quién soy, cómo me llamo, pero seguro que les está dando hasta el último dato, mi aspecto, mi acento, todo lo que pueda recordar. Éste si le pegan va a recordar tanto, se dice, y trata de tranquilizarse pensando que es muy poco, que no les va a alcanzar, pero no lo consigue. Se perdió todo, estoy perdido, piensa: o quizás no, pero ya no soporta no saber. Piensa que se sobreestimó cuando hizo el plan, que sobreestimó el temple de sus nervios, que cómo se le pudo ocurrir esta idea de pasarse todo el día sin saber qué ha pasado. Pero para saberlo tendría que haberle dado un teléfono, una dirección: era un precio excesivo pero igual me equivoqué: supuse que podría soportarlo.