Valfierno (11 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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Es cierto —ahora sí, supongamos— que caminó por la ciudad extraña algunos días sin encontrar cobijo. No está claro quién lo dirigió hacia don Simón; parece, sí, que se resignó casi feliz a ese destierro. Es cierto que no tenía nada alentador; tampoco tenía, es cierto, mucho para elegir. Quizás pensó que no sabría abandonar la cárcel de un día para el otro: que tenía que ir dejándola de a poco.

Don Simón Coutiño era un gallego cincuentón que había trabajado cada día de su vida desde los diez u once para lograr la tienda de telas, hilos, lanas que regenteaba junto a la plaza de San José de Flores. La tienda era sólida sin dejar de ser modesta: las señoras porteñas que veraneaban en el pueblo se traían sus enseres del centro, pero los quinteros y peones y mucamas le hacían clientela. Don Simón acababa de despedir a un dependiente; cuando Enrique Bonaglia —veinticuatro años, la mirada atenta, la frente despejada, una sonrisa que ya no era arrogante y todavía no lo era, la palabra, pese a todo, rápida— se presentó para pedirle el puesto, el tendero no vio ninguna razón para no dárselo. Y sí alguna, que prefirió no decir, para tomarlo. No le preguntó nada. En esos días, en Buenos Aires, no se indagaban las historias personales: quien más, quien menos, todos acababan de llegar de alguna parte. El puesto —el alivio de Enrique— suponía trece horas de trabajo seis días por semana, un sueldo escaso, el derecho diario a dos comidas y el uso de una piecita al fondo como habitación. Enrique Bonaglia se dijo que era una buena manera de dejar de buscar —y eso era, entonces, todo lo que quería.

Era tan raro ser Bonaglia. Era, algunas noches, espantoso: Bonaglia, el apellido de mi padre, pobre, convertido en esta porquería: el escondite de un infeliz que nadie busca, que no busca nada.

Clientas cuchichean. Cuando entran en la tienda de don Simón —y, sobre todo, cuando salen— cuchichean. Comprar es una de las escasas diversiones de los quinteros y peones y Mucamas del pueblo de San José de Flores. Tienen, también, la opción de ir a misa, un baile cada tanto, el paseíto por la Plaza a la caída de la tarde, algún asado los domingos, pero comprar es el gesto que más los acerca a sus patrones: que les permite creerse, por un momento, como ellos. El pueblo no ofrece muchas posibilidades de comprar; por eso no es raro que lleguen a la tienda buscando un carrete de hilo, veinte centímetros de puntillas, un ovillo de lana.

Los quinteros y los peones no son de cuchichear: son, toda vía, fuertemente criollos y esa condición está basada en ciertas formas del silencio. Pero quinteros y peones sólo van a la tienda de don Simón cuando pueden argüir que los manda su señora —o su patrona. Y, aun así, simulan una distancia distraída. En cambio las mucamas de los señores y las mujeres de quinteros y peones se hacen presentes con ahínco. Y cuchichean.

Se preguntan —muchas veces se lo preguntaron— quién será ese mozo atento y tan apuesto aunque no sea muy alto que las atiende como si cada una de ellas fuera la mujer de su vida pero mira delicadamente al infinito cuando cada una de ellas le dedica una caída de ojos, un mohín invitante, un comentario tan levemente descarado. En esos casos el mozo Bonaglia parece siempre en otro mundo. A poco, las dientas de don Simón se consuelan cuchicheando que el mozo no debe ser muy hombre. Y que si don Simón lo tomó con la esperanza de casarlo —como muchas sospechan— con su hija, se ha equivocado de chorlito.

Que se pasó varios años tratando de aprender quién era, dice ahora.

Que todavía pensaba que era algo que tenía que aprender. O que podía.

Merceditas Coutiño ya ha pasado los veinticuatro, que, dicen las comadres, es la edad en que una moza deja de ser moza y se acerca peligrosamente a la categoría de señorita de su casa: solterona. Merceditas Coutiño no debe ser bonita. Nunca se sabe, porque —se sabe— toda belleza está en el ojo, y los ojos son lo más caprichoso, pero la señorita no parece cumplir con ninguna de las cláusulas que la belleza pide. No tiene el cutis terso como una rosa fresca ni la esbeltez de un sauce junto al río ni los pechos finas frutas maduras ni paso de gacela. Tiene, sí, la cara redonda levemente galleta, una ceja imponente y el cuerpo corto tan rotundo. Es —suele pasar que alguien se crea que es— una mujer en un envase equivocado: su espíritu sutil preso de carnes brutas.

Esa inadecuación la vuelve tímida. Cuando Enrique Bonaglia empezó a trabajar en la tienda de su padre, Merceditas pretextó una debilidad para pasarse dos semanas encerrada en su cuarto del piso alto. Su madre había muerto años antes; Merceditas era hija única y la única mujer, llevaba la casa con diligencia y su padre detestaba —¿temía?— la idea de separarse de ella. Por eso se negó en redondo cuando su hija le dijo, a sus dieciocho, que quería ser maestra. No, era su única hija. No, no haría cosas raras: se casaría y su marido regentearía la tienda cuando él fuera demasiado viejo. Nunca decía cuando me muera; decía: cuando ya sea demasiado viejo. Merceditas aceptó, como correspondía, la decisión paterna. Y cuando llegó Enrique Bonaglia se asustó muchísimo. Se pasó esas semanas encerrada; después no tuvo más remedio que volver. Cada día los dos jóvenes se saludan con decoro, se evitan sin alardes, buscan una manera de convivencia sin intimidad.

He visto, señorita, que su libro está en francés. Sí, pero no se crea. No lo entiendo muy bien. Yo podría ayudarla, si le parece. ¿Usted entiende el francés?

Sí, bastante.

¿Y dónde lo aprendió?

Bueno, usted sabe, en el barco donde trabajé varios años.

Por alguna razón que no termina de entender, Enrique se ha hecho el propósito de mentirle lo menos posible. La idea lo sorprende: se pregunta por qué se le ha ocurrido. Hay matices: su propósito incluye todo lo que tenga que ver con el trabajo y la vida doméstica pero no llega —no puede llegar— a su pasado. El —Enrique Bonaglia— no tiene un pasado: lo que no existe no puede medirse según criterios de verdad o mentira. No podría decirlo de ese modo, pero está aprendiendo —sin darse cuenta todavía— el privilegio que algunos hombres se arrogan de escribir su pasado.

Nada de lo cual impide que su trabajo sea eficaz. Don Simón está encantado con su dependiente y pasa más y más horas en la pulpería de Cañedo jugando al mus con sus paisanos. Son tardes largas en que los dos jóvenes buscan la manera de tratarse: no les resulta fácil. Los envuelve, para empezar, el olor engomado de las telas.

Está entendido que Enrique debe recibir a los clientes; a menos que sea indispensable, Merceditas no deja la silla en la que borda o lee. Si hay algo que no sabe, Enrique se lo pregunta con el respeto debido a una patrona; si no, pueden pasar los días sin hablarse. Vistos desde afuera —desde los cuchicheos, piensa Enrique— pueden parecer un viejo matrimonio que nunca hubiese sido nuevo. Pero la realidad es más tajante, piensa —porque todavía se permite pensar "la realidad". Aquella vez ella desechó su ofrecimiento apenas velado de enseñarle francés, y él no quiere intentar otros caminos. Algo en ella le hace sentir que no puede hablarle de las tonterías corrientes del negocio o de los chismes del pueblo. Ella —piensa Enrique— está mucho más allá y sería vulgar molestarla con eso.

Ella no se merece esas pequeñeces, pero tampoco se le ocurre qué otras cosas decirle. Y Merceditas, por su parte, no considera correcto conversar con un hombre con quien no la une ningún vínculo. La mayoría de las tardes la convivencia del silencio funciona; algunas, muy de tanto en tanto, la tensión se derrama en las miradas huidizas, ciertas toses, el olor aumentado de las telas. Así se les va el tiempo.

Te prometo enmendarme, amigo mío. No quiero seguir, como hasta hoy, saboreando hasta la más pequeña gota de amargura que nos dé la vida. Gozaré el presente, y el pasado siempre será el pasado. Tienes razón, amigo mío; los hombres no sufrirían tanto si, en vez de aplicar tenazmente su imaginación al constante recuerdo de sus males, procurasen hacer soportable su presente mediocre, dice el libro que lee.

Después le parecerá que tendría que haberlo pensado mucho antes, pero pasaron meses hasta que a Enrique se le ocurre preguntarle de qué habla el libro que ella está leyendo. Es una novela, le dice, de un alemán que se llama Goethe, una novela que se llama
Werther.
Enrique se queda callado unos segundos y después le pregunta de nuevo de qué trata; Merceditas se sonroja y le cuenta la historia de un amor desdichado. Enrique le pregunta más y, por fin, se atreve a pedirle que le preste alguno de sus libros. Ella le dice que encantada; al día siguiente baja a la tienda con un libro que se llama Amalia. Cuando se lo da, quizás —la luz es tenue, Enrique no puede estar seguro—, le suben los colores.

Yo leía. A partir de entonces, durante años, yo fui ése que leía. Yo podía parecer un muchacho más o menos agradable que se aburría y despachaba telas en la tienda de don Simón Coutiño, el que se había resignado a vaya a saber qué. Pero ése no era yo. Yo era el que leía.

Como en la casa grande de Diego y Marianita, de don Manuel
,
leía.

La tienda, de pronto, empieza a parecerle un accidente-un error de sus ojos o del mundo que no debería estar allí en el espacio donde viven las historias. Todo, de pronto, le parece un accidente o una confusión; salvando, por supuesto, las historias que lee y la señorita que se las da y comenta. Ella es lo único que, ahora, le resulta real: ella y los libros, que se parecen tanto.

Ahora las tardes en la tienda son perfectas. Las tardes sobre todo: la hora de la siesta, cuando don Simón se va a jugar al mus y las dientas no molestan, cuando Enrique y Mercedes se sientan a leer. Mercedes en el cuarto donde se guardan las facturas y el cuaderno del fiado; Enrique en su silla de paja detrás del mostrador. No pueden verse; saben que el otro está y, de tanto en tanto, Mercedes se acerca para ofrecerle un mate, Enrique se levanta a comentarle algo. Pero la mayor parte del tiempo sólo leen, cada uno en su silla, sin mirarse: Enrique tiene la extraña sensación de que por fin lo está haciendo con alguien. Y cree —quiere creer, con tantas dudas— que es igual para ella. Se pregunta cómo es para ella; se pregunta, también, cómo es para él. Busca —encuentra, a veces— también en esos libros sus respuestas.

El hombre de quien te hablé ayer, ese demente feliz, era secretario del padre de Carlota, y la causa de su locura una pasión desgraciada que por ella concibió. Mucho tiempo guardó el secreto, pero un día se descubrió y el juez lo dejó cesante. Comprenderás por estas breves y secas palabras, dice el libro que lee.

Una de esas tardes me convencí de que había encontrado por fin el amor. Me gustaría saber qué estaba leyendo: recuerdo confusamente una escena en que el hombre mira a una mujer y la ve como una anciana y siente que él es el anciano que camina con ella, un poco más allá, detrás de la sombrilla que ella lleva. El hombre la mira de nuevo y no la ve muy atractiva y la recorre con los ojos despectivos y, cuando los cierra, la vuelve a ver anciana y sin sombrilla y ahora sí, él a su lado. El hombre se reconoce sin la menor duda: está encorvado, surcado de arrugas y sin embargo algo en su cara lo reconforta, lo apacigua. Recuerdo que entonces cerré el libro, me levanté sin hacer ruido y la miré sin que se diera cuenta: Mercedes estaba enfrascada en su propia lectura, y yo entendí.

Tuve un destello de alegría: como una llamarada. Yo no había tenido mucha experiencia del amor: la cárcel me llegó muy pronto y decir que no había tenido mucha es un modo de decir ninguna. Marianita era el recuerdo de otra vida. Yo ya había, por supuesto, transpirado en burdeles: nada más alejado. Esto era lo más distinto que se pudiera imaginar: el amor, una reunión tan pura de las almas. Era un encuentro sin barreras, en un terreno tanto más elevado que la lascivia de la carne. Y ahora sabía —sin necesidad de decírselo ni de escuchárselo decir— que ella lo compartía: que ella, sin decírmelo tampoco, sentía por mí lo mismo.

Amor tiene sus reglas. Amor, en realidad —lo que cada tiempo o lugar suele llamar amor— es un conjunto de reglas que cada tiempo reformula. Amor tiene sentidos que varían-serenidad, desquicio, el hallazgo, una meta, lo imposible, un presupuesto básico, la razón de su vida, el muro insuperable una mantita. Amor es una palabra que sólo se pronuncia —que sólo se supone, se vislumbra— cuando el que puede pronunciarla conoce esas reglas, cree que tal situación se adapta a ellas. Enrique no las conocía. Dedicaba tantas horas a estudiarlas: empezaba a sospechar que ya sabría.

No es que me lo dijera, pero sí: en su modo silencioso de alcanzarme el mate, en la forma en que me comentaba la frase de un autor, el destino de un personaje desdichado, la belleza de una descripción, Merceditas me estaba diciendo cuánto nos entendíamos, qué forma tan privilegiada del amor habíamos sabido construir. Nos hablábamos con palabras de otros, con palabras en las que ningún otro habría reconocido lo que en verdad decíamos: era nuestro secreto, el que no habíamos tenido que pactar siquiera, el que no necesitó que lo nombráramos. El respeto infinito.

La miraba: a veces me quedaba mirándola un rato largo sin que ella lo notara —¿sin que ella lo notara?— y me alegraba ver que no había nada que enturbiara esa pureza: que lo que sentía por ella no estaba ensuciado por la carne. Ella no estaba ensuciada por la carne. Tenía dientes notorios, la frente ancha y abombada, los pómulos marcados: carne que no disimulaba los huesos por debajo. La carne no era lo que importaba en esa cara, tan veraz, tan cerca de su calavera. A veces —alguna vez— pensé en hablarle de nuestros sentimientos, en pedirle su mano, en estrecharla. Pero me maravillaba ver cómo podía controlar esos impulsos. Además cualquiera de esas cosas me parecía una traición: arruinar todo con un golpe animal. Éramos, sin duda, mucho más.

A veces —más de una vez— volvió esa urgencia de la carne a molestarme. Me confundía, me desorientaba. Hasta que entendí que no era ella quien me la provocaba —que era sólo el tributo que me cobraba mi condición bestial— y que no era difícil de curar. Cada quince días —el primer y tercer domingo de cada mes— me tomaba el tren en la estación del pueblo a la hora de la siesta y me iba hasta el centro. Allí, como quien cumple con un deber penoso y le encuentra su costado grato, me encerraba media hora con la misma mujerona calabresa en el prostíbulo de doña Anunciación. La calabresa era todo lo contrario de Mercedes: una vulgaridad extrema, la palabra soez, las carnes torrentosas. La calabresa era la masa oscura sobre la que brillaba, sin sombras, el alma de Mercedes. Cuando salía del prostíbulo —aliviado, contento., sin el menor remordimiento— caminaba un rato por el centro: toda esa gente bullanguera, apresurada, me daba pena, compasión, me reafirmaba en la elección de mi refugio. Esas noches volvía a casa —yo llamaba, entonces, a ese lugar mi casa— más lleno todavía de mi amor. Ella nunca me preguntó adonde iba —confiaba en mí, nunca me preguntaba nada— y, si me lo hubiera preguntado, si nuestra comunicación hubiese necesitado esas pamplinas, yo habría podido decirle qué hacía y que lo hacía por ella: para que nuestro amor siguiera siendo lo más puro. Sabía que tanta perfección
n
o podía ser eterna: nada nunca dura cuando es bueno. Pero ambos estábamos confabulados en intentar que durara todo lo posible: que no cambiara nada.

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