Valfierno (8 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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—Que nos van a poner en un museo.

—No es una mala idea: hay que pensarla. En un museo.

—En serio se lo digo, Eduardo.

—Yo también.

Valfierno se afloja la pajarita negra y mira los cuadros que está pintando Chaudron: son perfectos, copias inmejorables, y se asombra una vez más de que su copista sea tan poco ambicioso: que un tipo de esa calidad sea su amanuense. Y se pregunta, una vez más, por qué. Debe ser porque él es un copista, ésa es la palabra; el falsificador soy yo, se dice, y se sonríe. A veces Chaudron se pregunta lo mismo —y las respuestas que se da lo espantan y trata de olvidarlas.

—¿Cómo le está yendo con la virgen esa de Murillo? La veo casi terminada.

—Todavía le faltan un par de toques y todo el proceso de envejecimiento. Va a tardar unos días más, y mientras tanto...

—Bustelo está impaciente, me la pide cada vez que lo veo. Pero mientras tanto usted tiene que empaparse de todo lo que tenga que ver con la Gioconda. Vaya al Louvre, mírela, hágase un par de copias, compre libros...

—¿Con qué plata, marqués?

—Yo le voy a conseguir, no se preocupe. Usted no se preocupe por nada, como siempre, dejeme ese papel a mí. Usted, lo que le digo: conviértase en Leonardo.

Chaudron se sonríe —y esa sonrisa leve es casi una bravata: él sabe que es capaz. Que, si se lo propone, pronto podrá preparar los mismos pigmentos y las mismas tablas, imitar cada pincelada del maestro. Pero no sabe para qué. Ni está seguro de querer saberlo.

—¿No pensará vender copias de la Gioconda, Eduardo? Ni sus estancieros argentinos serían tan brutos de no saber que el cuadro está en el Louvre. Y aquí en París menos todavía.

—Yo no pienso nada, Yves. Ahora el que piensa, parece es usted. Eso sí que es un chiste.

3

—No me has dicho tu nombre.

—Me llamo Vincenzo. Perugia Vincenzo.

Valérie tarda en descubrir su acento: no es difícil pero no lo descubre. Él no le dice y tú.

—Yo me llamo Valérie.

—Me imaginaba.

Dice me imaginaba como si hubiera tenido de verdad alguna posibilidad de imaginarlo: como si saber lo que no se puede saber fuera lo suyo —o como si no se le ocurriera ninguna otra cosa que decir.

—¿Por qué te imaginabas?

Pregunta ella, y se arrepiente. Mientras lo dice se arrepiente.

—Porque sí.

—¿Qué estás tomando?

Dice ella y también se arrepiente.

—Nada, un vino.

Ella se desespera. Mira hacia los costados: los espejos. El silencio retoma. Dura. Dura. Ella piensa que quizás si le agarrara la cara entre las manos y le diera un beso casi furioso así, de gol-pe, conseguiría sacarlo de su piedra: no lo hace. Se pregunta si es que no se atreve: ¿no se atreve? La idea le suena tan extraña.

—¿Y tú?

Le pregunta, ahora sí, como quien no quiere saberlo, Vincenzo Perugia. Está sentado con la espalda muy recta, las dos manos sobre la mesa a los lados de su vaso de vino. Ella, de pie, cerca pero no tanto. El resto ya no está.

—¿Yo qué?

—Nada, era un decir.

Ella agarra el vaso de él y bebe un tanto; él mira pero sigue sin parecer interesado. El bermellón de su lápiz de labios queda sobre el vidrio. Él agarra el vaso, pone sus labios —¿queriendo? ¿sin querer?— sobre la marca de los labios y lo acaba Ella no sabe si fue un trago o un gesto.

Valérie no había cumplido trece cuando un vecino del cuarto donde vivía con su tía Germaine —suburbio obrero, edificio siempre a punto del derrumbe, mocosos lastimados—, le dijo que le daba lo que quisiera si le dejaba darle un beso. Era de noche, la tía nunca estaba y el vecino debía tener más de veinte o treinta años. Lo que quiera o un beso, le preguntó Valérie y el otro la miró extrañado. Que qué quiere darme, lo que quiera o un beso: no es lo mismo, puede ser lo contrario, le dijo, con una sonrisa suficiente, y el vecino no supo cómo contestarle. El vecino se fue sin decir nada y, recién entonces, Valérie pudo concentrarse en el temblor de piernas. Las piernas le bailaban como cañas. Se le pasó cuando descubrió la otra mitad del vaso: esa noche, Valérie empezó a entender que podía conseguir cosas de los hombres a cambio de algo que, imaginó, no le importaba. Se sentía muy potente. Rica como esas chicas ricas que había visto aquella vez en el Jardin des Plantes —o más rica. Y supuso, también, que sabía manejarlos.

Manda amor en su fatiga

que se sienta y no se diga.

Pero a mí más me contenta

que se diga y no se sienta,

había escrito, tanto antes, un poeta, y Valfierno se lo recitaría mucho después, en una charla. Valérie sonreía.

Valérie Larbin tenía las cosas claras: el amor no tenía nada que ver en todo aquello. El amor —o lo que fuese que las no-velas llamaban con ese nombre fofo— era un lujo o una tontería: dudaba, algunas veces. En cambio el intercambio era preciso: dar para que le dieran, dar sin dar, entregarles lo que ellos no tenían y ella no conocía. Valérie se decía que lo que estaba dando era una falsificación: no la cosa verdadera, no lo que sus amigos —¿sus clientes?— esperaban, compraban. Tiempo después —un buen tiempo después— se lo diría a Valfierno: ellos quieren amor y yo les doy una farsa pasable, algo así como. O sea que los dos falsificamos, yo y usted. Y Valfierno que no: no mi querida, de ninguna manera. En lo que a mí respecta de ninguna manera, y en lo que a usted tampoco. Para empezar, no estamos seguros de que quieran amor. Pero sí sabemos que quieren los favores de su cuerpo. La falsificación es lo que hacen con eso casi todos: hablar de amor para llevarse sexo. La falsificación es lo que llaman amor tantos burgueses: sexo con rosas y bombones, dijo Valfierno y la palabra burgués, en su boca, sonaba despectiva: no pendenciera, no envidiosa: sólo despectiva. Valérie no se la había escuchado antes: sorprendida. No envidiosa, sólo despectiva, pensó Valérie, y se le ocurrió que aristocrática. ¿Le parece, marqués? No sólo me parece. Estoy seguro de que falso es todo lo demás; en cambio usted, mi querida, entrega la verdadera cosa sin disfraces. La verdad verdadera de sus nalgas de mármol, remató, y ella miraba sin poder decidir si hablaba en serio. En realidad: no conseguía descartar la sospecha de que sí. Y en esos casos se callaba.

¿Ése que está ahí no es tu italiano?

¿Mi italiano?

Vamos, Val. Te vi la cara en estos días que llevaba sin venir.

Pero Gigi, ¿en serio te parece que me puede interesar tipo como ése?

Cuando se acerca le parece distinto. Igual, pero cambiado. Vuelve a mirarlo, busca precisiones: Perugia lleva la misma camisa blanca abierta y su pañuelo azul atado al cuello y el vaso de vino entre las manos pero ve que los ojos que no la miran hacen, le parece —cree notar, aunque sabe que nunca se sabe en esas cosas— un esfuerzo para no mirarla.

Como si ahora no supiera no mirarla. Valérie supone que eso sí puede ser un buen signo y avanza hacia la mesa: como si nada los separara avanza hacia la mesa. Ella sabe que cada uno de sus pasos retumba silencioso —que es una reina, que cuando avanza en el Faux Chien es una reina, que mientras no abra la boca es una reina— pero se toca las cintas que ahora le cierran el escote: que nunca le cierran el escote. Está llegando, se ve en los espejos sin mirarse, él ahora sí la mira. Él se levanta: ella se queda quieta cuando él se levanta, se aparta de la mesa, la rodea, camina hacia ella y le agarra la mano y le dice que se van. Nos vamos, dice, en un murmullo imperativo con un leve temblor: nos vamos, y caminan. Valérie se deja llevar: de la mano, se deja llevar, aunque por un momento tiene la sensación —¿sospecha? ¿miedo?— de que Perugia está haciendo algo que ensayó muchas veces. Y no se pregunta por qué le da ese frío que el hombre la agarre, se la lleve: por qué, ahora, ese sofoco. Por qué, ahora, ese hombre. Caminan, los dos, hacia la puerta. Hay una puerta. Llueve.

La función principal de un cabaret como el Faux Chien —y tantos otros— es producir un mundo distinto del mundo circundante. Afuera puede nevar, llover, helar; adentro las estufas mantendrán una temperatura constante y diferente. Afuera puede ser de día-incluso, ser de día—; adentro las cortinas de terciopelo; bien cerradas construirán una noche perpetua. Afuera hay reglas, normas; adentro también, pero son muy distintas. Afuera hay clases; adentro hay sexos —que se parecen pero no son lo mismo. Afuera el dinero puede todo pero hay cosas que el dinero no puede. Adentro el dinero puede comprar lo que no puede en otros sitios —y no puede todo. Afuera el mundo parece limitado; adentro no parece —porque los límites son otros. Adentro, bien adentro, algunos pueden llegar a creer que el mundo es una ilusión y que es posible despertarse.

Por eso es tan brutal salir de un cabaret. Por eso algunos nunca salen, incluso cuando salen. Por eso la lluvia que los recibe en la puerta del Faux Chien es un detalle exagerado.

¿Y si eso fuera así? ¿Y si así fuera? ¿En qué momento se transforma una cosa en otra cosa?

No han dicho una palabra: caminaron. Hasta que llegan al cuarto de Perugia y entran en el cuarto y él le dice adelante éste es mi cuarto sin acentuar el matiz de disculpa que ella siente en su voz: lo siento éste es mi cuarto, no le dice —aunque ella oiga. El cuarto de Perugia —el cuarto de Perugia en la pensión barata— es un cuadrado de tres metros por tres con una silla una mesa un baúl y una camita angosta —una lámpara de kerosén en una esquina, sobre el baúl, y las paredes con un papel que tuvo flores. El cuarto de Perugia huele a sudor, a hombre encerrado: Valérie piensa que es el olor del mundo de un hombre que no sabe que hay olores en el mundo —o se ha olvidado. El cuarto, piensa, de un hombre que se olvida y otra vez el frío y el sofoco: de un hombre, piensa, no de uno de esos que quieren que yo los haga hombres. Él le suelta la mano.

Pero sigue callado —y ella sigue callada. Sobre la mesa hay una botella de aguardiente y él llena, callado, los dos vasos: los levantan, brindan sin palabras. Ella se atreve a sonreír, a abrir la boca grande. El kerosén hace una llama que se mueve. Están parados en el único vacío de la pieza —el medio de la pieza— y, por un momento que puede ser muy largo, no se miran. Valérie piensa que tiene que hacer algo. Pero odia pensar que tiene que hacer algo —está ahí porque pensó que no tenía— y se queda parada. Recuerda que sabe cómo hacer que un hombre salte de placer, se estire de placer, se duela de placer, se duela pero se queda quieta, deleitada en la espera: allí parada. Él hará lo que sea necesario. Piensa, se estremece, piensa: él hará lo que sea necesario. El silencio, ahora, no es una amenaza.

Él le agarró la cara con las manos y le besó la boca con la cara agarrada y le recorrió los dientes con la lengua, sus dientes uno a uno con la lengua, porque sabe o porque no sabe nada: sus dientes rotos con la lengua, como quien reconoce, compra, acepta. Como quien dice toda toda. Hasta los dientes.

Hay momentos en que el tiempo se confunde. Es lo mejor del tiempo: esos momentos en que se confunde —y deja de servir como medida. Alguien cree que si se hace tal pregunta va a dar con tal respuesta y se sorprende con la respuesta, ya, a flor de labios. Alguien cree que nada sería mejor que cerrar los ojos y dejarse envolver dulce por el sueño y sentir el sopor y la caída de los músculos y el abandono más y más pero se encuentra, de pronto, despertándose. Alguien cree que si estira la mano y roza con la mano la mejilla de otro y después atrapa con la vista la mirada curiosa o invitante que su gesto produzca y después acerca sus ojos a esos ojos, labio

a esos labios, el resto a todo el resto, probablemente al cabo de ese rato se produzca el encuentro de los cuerpos pero entonces descubre, sin saber qué fue, que todo eso ya pasó y que está recordándolo. Alguien, entonces, puede creer que el tiempo no es una amenaza.

Manda amor en su fatiga,

escucharía

mucho tiempo después.

Valérie está tirada sobre la cama angosta, deshecha, sembrada sobre la cama angosta: el cuerpo quieto, los brazos quietos a los lados, las tetas derramadas a los lados, piernas un poco abiertas estiradas y, a su lado, sentado a su lado, desnudo también, con los pelos revueltos, la pija que le cuelga entre las piernas, Perugia la mira como se mira a quien no está: un retrato, una estatua —la mira como si no tuviera que explicarle nada. Fuma, la mira, calla, fuma. Ahora la mira: sí la mira. La mira, piensa ella, como si ella fuera para ser mirada.

La escena es quieta: está —trata de estar— fuera del tiempo. Dura. Por eso, seguramente, dura y dura.

Si sólo pudiéramos callarnos, así, horas y horas, días, lo que fuera, piensa. Pero entonces él habla:

Podría seguir así para siempre.

¿Te parece que son horas para decir palabras como siempre?

¿Cómo? Nada.

Valérie se levanta, se viste: le da vergüenza —¿vergüenza?— que él la mire mientras se viste y, en cuanto termina de cubrirse, se va sin decir nada. El lo intenta, ella sale. En la calle llueve todavía. No lo puede creer, pero en la calle llueve todavía.

BONAGLIA
1

Que cuando salió de la cárcel lo primero que hizo, por su-puesto, fue embarcarse. Que había estado tantos años encerrado que pensó que tenía que llegar por fin al mundo y consiguió un puesto de pinche de cocina en un clipper francés que dejaba el puerto de Buenos Aires para llevar caballos pura sangre a California. Que no sabía más: sólo que su parada siguiente sería San Francisco y que después el capitán ordenaría pero que estaba dispuesto a entregarse a ese azar de la navegación, de los caminos sin dibujar, que sólo la esperanza de algo así —de algo que no había sabido precisar pero que podía perfectamente ser ese velero sin destino— lo había mantenido vivo en sus cuatro años de encierro.

Que en ese primer viaje —que en realidad no era el primero sino el segundo pero que del primero, cuando era tan chiquito, no recordaba nada— aprendió muchas cosas: que algunas le gustaron más que otras. Que aprendió que cuando alguien imagina una situación salvadora y trata de alcanzarla es probable que lo salvador en esa situación no sea lo que uno imaginó, pero algo habrá; que tenía cierta aptitud para marearse; que podía aprender idiomas y gestos y poses y maneras con una facilidad que por momentos llegaba a sorprenderlo; que, en esas situaciones, le daba miedo no poder volver a lo que era; que llegaba a olvidar, en esas situaciones, lo que era; que dos puertos lejanos pueden parecerse mucho más que dos pueblos contiguos; que dos hombres lejanos pueden entenderse mucho mejor que compatriotas; que no tenía nada que extrañar y le pesaba; que era importante hacerse con recuerdos; que la vida en un barco puede ser demasiado parecida a la prisión aunque parezca lo contrario-que a veces lo que parece lo contrario es semejante; que hay presentes que no dejan pensar futuros diferentes y que él, en ese barco, llegó a verse para siempre en un barco como ése siempre él así, siempre rodeado por el agua; que hay noches en que uno daría lo que fuera por una caricia aunque no fuera comprada; que en esas noches un hombre puede ser muy frágil y hacer cosas que no hubiera querido; que un hombre —él— era capaz de hacer muchas cosas que no hubiera querido; que era difícil saber qué quería un hombre —él—, y entender realmente qué lo hacía distinto de los otros o, por lo menos: qué lo hacía ser él, ahora Enrique o Enrico Bonaglia. Y que así, poco a poco, de puerto en puerto, iba aprendiendo muchas cosas pero que la revelación le llegó una noche de calor bochornoso en el barrio chino de Malaca.

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