Valfierno (7 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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vez más no habrá entendido nada, piensa, una vez más y qué fácil sería todo si pudiera matarme, si supiera matarme qué fácil que sería, nene: por última vez te lo pregunto, carajo, no me agotes.

Sería fácil si pudiera matarme, todo tanto más fácil pero para eso tendría que pensar algo importante: antes, algo importante. Para morirse tendría que pensar algo importante, piensa, antes, y dice de nuevo yo lo hice, señor, ya se lo dije:

Yo armé la bomba con. Ah sí, contame cómo armaste la bomba, le dice el hombrón ahora dispuesto a divertirse y el muchacho improvisa una historia llena de agujeros y de errores

y el hombrón se divierte preguntándole detalles que el muchacho inventa: mal, inventa mal hasta que el otro se aburre, Ramírez, consígame un cigarro, Ramírez, que me estoy aburriendo y le vuela de un patadón la silla al suelo, al piso de ladrillos desparejos y el muchacho vuela con la silla por el aire a los ladrillos desparejos: el golpe de los ladrillos en los flancos. Y, ya en el suelo, otras patadas: así que te creés que podés contarnos cualquier cosa, mocosito, qué te creerás que somos. Y el muchacho en el suelo todavía, los brazos magullados ante la cara rota, herida lacerada rota piensa —extrañamente piensa, todavía, en esas cosas piensa: qué raro que piense en estas cosas todavía— que era raro que la mejor defensa de la libertad fuera mentir como un bellaco: mal, como un bellaco tonto, mal, que debería aprender.

¿Usted estuvo alguna vez tan desvalido, periodista? ¿Tan en manos ajenas, tan entregado a otros?

No, marqués. Me imagino que no, señor marqués.

Espero que nunca le suceda. Bueno, quizás ahora. Ahora, que tiene que escucharme y no sabe qué pensar de lo que yo le cuento.

¿Le parece?

¿Y a usted, qué le parece?

Una cosa pensó, después, el muchacho a menudo eran dos. Una, que durante su interrogatorio nunca pensó en la famosa causa de los hombres libres sino en la admiración o al menos el respeto que le tendrían esos pocos hombres que imaginaba sus amigos, los pocos que defendían esa famosa causa en la ciudad argentina de Rosario, 1884, y un poco en don Manuel y ese tipo de gente y, sobre todo, en su papá: que si su padre lo hubiera visto en ese trance habría estado orgulloso. Le sorprendió pensarlo: nunca había pensado en su padre —su verdadero padre, un señor muerto que nunca conoció— como alguien que pudiera sentir cosas sobre él: orgullo, desdén, pena. Siempre lo había pensado como alguien que sentía sobre sí mismo, salvo esa noche y de ahí en más.

Y, la otra, que no podía dejar que volvieran a agarrarlo tan mal preparado.

Ya entonces sabía que alguna vez me resultaría muy difícil recordar todo aquello. Y que haría grandes esfuerzos por olvidarlo y, alguna vez, por recordarlo de nuevo. La memoria es algo que se prepara, se presume —y que después, sin duda, se escapa de las manos de los hombres comunes. Los hombres comunes son los que no saben manejar su memoria. Ya entonces lo sabía, pero no había terminado de entenderlo.

"No creo que sea posible hacerse rico sin ser feroz: un hombre sensible nunca hará fortuna. Para enriquecerse hay que tener una sola idea, una idea fija, dura, inmutable: el deseo de hacerse de un montón de oro. Y para amontonar ese oro hay que ser usurero, estafador, inexorable, abusador, asesino. Maltratar sobre todo a débiles y pequeños. Y cuando la montaña de oro ya está hecha, uno puede subirse y desde la cima contemplar el valle de miserables que ha producido", lee el muchacho, solo en su celda, a la luz de la vela vacilante, y se descubre una sonrisa rara.

Hosco: suele mostrarse hosco. Se entera de que el Alemán también ha caído preso. Se lo dice un ladrón rosarino —no uno de sus supuestos compañeros: un ladrón que se apiadó

de él—, y que los anarquistas no tienen dudas de quién lo denunció. El muchacho sabe que su única posibilidad de demostrarles que no fue consiste en mostrarles quién lo hizo, y se promete que lo va a intentar: tiene una sospecha y piensa cómo confirmarla. Sabe que no va a ser fácil, pero cree que si no lo hace no va a tener de verdad una vida.

El muchacho suele mostrarse hosco. Cuando sale a los lugares comunes —el comedor, el patio donde los presos pasan dos horas cada mañana y cada tarde—, el muchacho suele mostrarse hosco. Hosco, y camina la espalda muy derecha, las piernas estiradas, muy erguido: como queriendo alargar su estatura. Después pensará que es ridículo, pero su primera preocupación allí fue su estatura. Por unos días, el muchacho sigue pensando que tiene que pensar qué hacer: tarda ese tiempo en darse cuenta de que ya no decide: que no va a decidir, por mucho tiempo, casi nada. Se desespera: músculos que se le tensan sin objeto, el esfuerzo de relajarlos que los contrae más todavía. Se desespera. Suele mostrarse hosco. Lo han traído a un sitio demasiado grande: la Penitenciaría Nacional, en los suburbios de Buenos Aires, es un edificio enorme recién inaugurado con almenas y torres y toda la modernidad penitenciaria. Cuando lo vio —en el único momento en que lo vio, en que su futura cárcel pudo ser un paisaje, cuando estaba llegando en el carro de caballos rodeado vigilado—, el muchacho tuvo un segundo de contento ante la idea de vivir ahí adentro, en esa especie de castillo medieval como los que veía en las láminas que le mostraba el padre Franco. Después —enseguida, en cuanto los portones se abrieron y cerraron— el castillo pasó a ser una sucesión de corredores, patios y su celda: sobre todo su celda. La cárcel no es más que una reducción de las posibilidades al mínimo posible. Una forma de la concentración perfecta: donde el mundo verdadero no distrae. En la cárcel —llegó a pensar el muchacho pero mucho después— el mundo es algo que cada cual puede inventar a su gusto y manera: que no jode. No se interpone, no reclama una realidad innecesaria. En la cárcel la realidad es tan escasa, tan precisa que deja mucho espacio. La cárcel —la celda, llegó a pensar el muchacho pero mucho después— es la matriz magnífica, el modelo de toda falsificación. En esa celda el muchacho —que pensaría todo esto años después— empezó a construir, sin proponérselo, el hombre que sería: su persona.

Pero, por ahora, el muchacho sólo sabe ser hosco. Le molesta —lo sofoca, lo asusta quizás— la energía apenas refrenada del paseo por el patio junto a docenas y docenas de delincuentes como él —de delincuentes como él, piensa, se repite, degustando el sonido de esas palabras huecas. En el patio el muchacho sólo habla con el Francés, a quien algunos llaman Bernardo Dasset, otros León Daván y otros Juan Pablo. El Francés es un hombre de casi treinta años y la policía dice que "capitanea a todos los ladrones franceses que hay en la ciudad, los cuales adoptan el disfraz de mozos de hotel o pintores o cocheros y le sirven de espías. Acostumbra tener varios domicilios para evitar ser conocido por la policía", dice la policía. "Viste más bien con elegancia y tiene muy buenas maneras y un gusto refinado. " Parece cierto: un gusto refinado. Debe tenerlo para disfrutar lo suficiente del muchacho: de su mirada esquiva, de sus rasgos precisos y sus nalgas enjutas, de ese talante de animal acorralado que le hace desconfiar de casi todo. A Dasset/Daván no le importa o, quizás, le importa especialmente, lo calienta: aprovecha sus prerrogativas en la cárcel para visitar al muchacho en su celda tres veces por semana —una hora, dos horas, nunca más. Al muchacho le importa mucho menos —la sumisión al preso, la poronga de ese preso en su culo, la baba de ese preso en su cuello y sus hombros, la poronga de ese preso en su boca, la obligación de plegarse a sus deseos— que lo que había supuesto. No llega a deleitarlo pero no le molesta: es —piensa a veces, sin encontrarle esa forma todavía— una de las escasas formas en que la realidad escasa reclama sus derechos, y no le importa concedérselos. Dasset/Daván lo visita, lo guía lo somete —somete es la palabra, demasiado— y le enseña que los nombres y los buenos modales son herramientas decisivas. También le enseña a leer sus libros en francés —ése es el trato: a cambio de lo que quiero y no puedes rehusarme te enseñaré el francés, lo más inútil—, a conocer ciertos aspectos ignorados de sí mismo y, sin duda involuntariamente, a simular placeres. Y, en consecuencia, que no hay nada que no pueda simularse. Es lo que empieza a suponer: que todo puede simularse, todo ser simulado.

¿Y qué? Si no soy yo va a tener que ser otro, y no te va a tratar como te trato yo. No seas necio, chéri. Acá nadie te da nada por nada, y están los protectores y los protegidos y no hay más, y nadie es nada sin un buen protector, y basta de palabras. Hoy el tiempo de las palabras se nos acabó.

¿Por qué? ¿Quién lo dice?

¿Cómo que quién lo dice? Tu protector, el único que habla.

Casi todas las noches, en su celda, se imagina cosas con la mano: nunca a sí mismo, nunca al Francés ni a la María, siempre el Ruano y la Dorita. Alguna vez —por descuido, sin querer, arrepintiéndose enseguida— piensa en Mariana, que ya debe ser grande, toda una mujer rubia. En la cárcel hay poco espacio para mujeres rubias.

"Hay naturalezas puramente contemplativas y totalmente alejadas de la acción que, sin embargo, bajo un impulso misterioso y desconocido, actúan a veces con una rapidez que no se conocían. Aquel que, temeroso de encontrar en la porte-ría una noticia penosa, camina cobarde horas ante su puerta sin atreverse a entrar, aquel que guarda quince días una carta sin abrirla, aquel que tarda seis meses en resignarse a hacer lo que debía haber hecho años antes, se sienten bruscamente lanzados a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. Uno de mis amigos encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar la suerte, para obligarse a mostrar energía, para jugar, para conocer los placeres de la ansiedad, para nada, por capricho, por tedio", lee el muchacho, solo en su celda, a la luz de la vela vacilante, y reconoce su sonrisa rara. Quizás sea entonces —quizás no— cuando decide que le importa tres carajos que esos tipos —dice "esos tipos"— crean que fue él.

Las cartas de su madre llegan poco y dicen menos: que tiene la vista muy cansada, que no se siente bien, que el pobre Antonio se emborracha mucho, que por qué hizo lo que hizo: lo que dicen que hizo. El, a veces, piensa en el collar. Y espera que lleguen menos cartas. Al final ya no llegan.

Me decía que en la cárcel usted aprendió mucho.

Aprendí que para cambiar algo hay que empezar por cambiarse uno mismo: convertirse en alguien con el poder suficiente para cambiar algo. A uno mismo, para empezar a hablar,

¿Y nada más?

También hubo otras cosas.

El llamado Juan María Perrone cumplió sus cuatro años de condena por su participación en el atentado contra
El Municipal de
Rosario en la Penitenciaría Nacional. Cuando salió le entregaron una muda de ropa usada pero limpia donada por la Liga de Damas de Beneficencia y una carta de su padrastro anunciándole la muerte de su madre. El liberado tenía veintitrés años o quizás veinticuatro y debía descubrir, entre otras cosas, su verdadero nombre.

Yo buscaba. Debo haber hecho cosas que preferiría no recordar: las recuerdo, seguramente, demasiado. ¿Para qué sirve olvidarse de lo que es fácil de olvidar?

2

—¿Qué sabe de la Gioconda?

—¿Cómo?

—Lo que oyó, Yves: ¿qué sabe de la Mona Lisa?

—Eso no fue lo que oí: Gioconda, Mona Lisa...

—¿Sabe qué es lo más extraño en todo esto, Yves? Que por momentos hasta me atrae esa manera suya de pensar que su papel en el mundo es molestar al prójimo. He llegado a pensar que quizá termine haciendo lo mismo, yo también.

—Qué honor, marqués. Como siempre, en su frase, el prójimo viene a ser usted.

—No joda, Yves. Insisto: ¿qué sabe de la Mona Lisa?

—Lo mismo que todo el mundo.

Hablan en castellano: Yves Chaudron con un acento que mezcla erres francesas y tonada rioplatense; Eduardo de Valfierno con la argentinidad más pura matizada por un ritmo afrancesado:

—¿O sea?

—Nada.

Yves Chaudron no sabe nunca nada: por principio. Hace unos años que ha decidido ignorar y lo cumple escrupulosamente. Sobre todo desde que se convirtió en el ejecutor de las ideas de Valfierno: esa alianza le da la posibilidad de ser, más que nunca, una mano —la más hábil de todas las manos— que otro cerebro mueve. Su situación perfecta.

—Ya va a ser hora de que se ponga a averiguar.

—¿Sobre la Mona Lisa?

—¿De qué estamos hablando?

—Si no me lo dice...

Chaudron se deja llevar y hace algo que, en él, es un gesto brusco: se limpia cada recodo de los dedos con un paño embebido en aguarrás. Valfierno frunce la nariz por el olor: podrán pasar siglos, piensa, optimista, y el olor del aguarrás siempre le recordará a aquel cura que no fue lo que era. Chaudron se seca las manos en su blusa blanca de pintor y lo mira un momento antes de hablar:

—Eduardo, necesitamos hacer algo. Desde que llegamos a París los negocios...

—Le recuerdo que fue usted el que me convenció de que viniéramos.

—¿Yo?

Interrumpe Chaudron y mira a su alrededor, como quien dice yo nunca, para venir acá, faltaba más. El taller brilla con la luz de la mañana pero es muy chico y está congestionado: media docena de cuadros a medio terminar —escenas religiosas al estilo del barroco español de Ribera o Zurbarán—, dos caballetes, paletas, pomos de pintura, tres mesas bajas colmadas de pinceles y más pomos, unos pocos libros de arte en una biblioteca enclenque, una cama muy angosta —casi un catre— en el rincón más alejado.

—De eso sí que no vamos a hablar.

—Eso digo yo: no vale la pena.

—Valfierno, estoy preocupado.

—¿Alguna vez estuvo de otro modo?

—No joda, Valfierno. Estoy preocupado en serio: tenemos que hacer algo. ¿Usted se puso a pensar cómo está el mundo últimamente? De no creer. Tranvías a motor, el metro, luz eléctrica en las casas, fonógrafos, automóviles. Dentro de poco no vamos a poder hacer más nada.

—¿Ya estuvo tomando, tan temprano? ¿Qué tienen que ver los aeroplanos con nosotros?

—Es obvio, señor marqués, usted debería ser el primero

en darse cuenta. Dentro de poco van a tener máquinas para

analizar los cuadros, la materia, lo que sea, no vamos a poder hacer más nada. Hay que hacer una buena antes que sea imposible, Eduardo. A nosotros el progreso nos va a matar: nos van a terminar poniendo en un museo.

—¿Cómo dijo?

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