Dos o tres días antes, cuando entramos en el Estrecho, nos habían asaltado unos piratas. Usted sabe que ese brazo de mar estaba infestado de ese tipo de gente, y todavía lo está. Los muchachos tienen fama de ser despiadados, y seguramente se la han ganado bien: más de una vez habrá escuchado historias de la calma con que tiran a sus víctimas al mar, de su riqueza. Pero ésos que nos tocaron debían ser la carroña de la sociedad filibustera: un hato de desarrapados que nos abordó desde un sampán a punto del naufragio. Usted me dirá que su propia miseria, su posible desesperación los harían más temibles: supongo que nuestro capitán pensó lo mismo.
Nuestro capitán Burton era un inglés imponente, de ésos que llevan en sus patillas toda la fuerza del Imperio: patillas que son una bandera, una amenaza, y los ojitos claros de aguilucho. Como buen inglés, el capitán Burton basaba su mando en látigo y desprecio: son formas de disimular que a veces sirven. Ya había oscurecido cuando vimos que la cubierta de nuestro velero se inundaba de facinerosos. Los malayos tenían cimitarras herrumbradas y una flacura que no debía resistir el menor viento. Pero eran piratas del Estrecho: quizás imaginaron que, pese a su estado, podrían aprovecharse de su reputación. A muchos les pasa, y la mayoría lo consigue: no le hablo sólo de piratas. Nuestro capitán, para nuestra sorpresa, cayó en la trampa: en cuanto los vio a su alrededor les dijo en un tono muy poco imperial que se llevaran todo lo que quisieran pero que le dejaran —a él, sin duda, y quizás a nosotros, no terminó de quedar claro— la vida o algo parecido. Se lo veía tan preocupado, pobre hombre. El jefe de los piratas le dijo que sí pero no lo miraba.
Tuvimos la suerte de que el señor Hopkins no creyera en las promesas de los forajidos: algo debía saber. El contramaestre señor Hopkins tenía un nombre tan británico y kilos y más kilos de músculos muy negros: una bestia escapada de vaya a saber qué fondo de la selva. El señor Hopkins tenía una cicatriz que le cruzaba el cráneo y se le ponía blanca cuando estaba a punto de atacar; esa noche la cicatriz resplandecía. El negro Hopkins gritó algo confuso y encabezó el ataque; todos los demás, dos docenas de desesperados, atacamos con él. Podría adornar la historia, pero lo cierto es que la contienda fue tan breve que no merece ni siquiera ese nombre. En minutos los piratas estaban alimentando tiburones —si es que había, en esas aguas, tiburones tan poco exigentes. Yo, aunque no me lo crea, le diré que pasé bastante miedo.
Llegamos al puerto de Malaca a la mañana: había sol, una brisa agradable, los olores, los gritos. El capitán Burton nos juntó en la cubierta y dijo algo sobre nuestro coraje y una semana de descanso merecido. Sospecho que él la necesitaba más que nadie y, sobre todo, quería que su tripulación bebiera lo suficiente como para olvidarse de su conducta frente al peligro: de su cobardía. Quizás así, supondría, iba a recuperar algo de autoridad: nunca lo consiguió, pero ésa es otra historia.
En cuanto bajamos me ocupé de las urgencias: una pequeña hindú que me costó unas pocas monedas me atendió un par de horas. Después fui a dar unas vueltas por el pueblo. Probablemente usted no lo conozca: lo bueno de Malaca es que no lo conoce casi nadie. Pero Malaca es un laberinto de callecitas que lo sorprenderían. Yo, a esa altura, ya había visto muchos puertos y, al cabo de un tiempo, todos se parecen. Me registré en una posada, me compré un par de botellas y pasé a la etapa siguiente. Para el marinero que desembarca lo más difícil es volver a ser un ser humano; algunos no lo consiguen nunca. Comí, bebí, oí y conté esas historias que los marineros retorcemos hasta la falsificación. En la posada había un viejo que debía ser alemán o escandinavo; estaba en los últimos pasos del delirium t'remens y me vendió, por el precio de tres o cuatro botellas, su baúl, su última pertenencia. No se crea que lo compré por interés; suponía que no iba a encontrar nada que me sirviera pero quería ayudarlo. A veces me pasaron esas cosas. De hecho, el baúl no tenía nada interesante; sólo un traje de oficial que me quedaba más o menos.
Me lo puse la tarde siguiente, cuando me levanté, me bañé y salí a dar más vueltas. La calle estaba vacía, o así la recuerdo: extraña, silenciosa. No sabía qué estaba buscando; probablemente nada. Pero me llamó la atención el cartel de un establecimiento lleno de caracteres chinos. No hay nadie más dispuesto a perder el tiempo que un marinero en un puerto lejano; yo no era la excepción. Al contrario: perder el tiempo siempre fue uno de mis pasatiempos favoritos.
El chino que me recibió hablaba alguna forma del inglés y yo, a esa altura, otra. El chino me miró el traje, me llamó capitán, me atendió con deferencia, me hizo pasar a un cuarto que, dijo, estaba reservado a los señores como yo. Usted sabe cómo es esa gente. Les alcanza con ver un blanco con sombrero para suponer que tienen que tratarlo como a un amo. Me dirá que nosotros no somos muy distintos. Es cierto, pero a veces uno necesita alejarse para entender su alrededor: cuanto más viajaba más me convencía de lo fácil que resulta convertirse en otro. Pero no quiero adelantarme a los hechos. El cuarto estaba casi iluminado por unas pocas lámparas de kerosén con pantallas de carey y se respiraba un olor inconfundible. Había muchachas chinas de seda ajustadísima que recorrían los seis o siete catres tendidos con tapices; en casi todos yacían hombres colgados de sus pipas. Ya habrá adivinado que estábamos en un fumadero de opio. Yo había estado un par de veces en establecimientos parecidos; debo confesarle que la actividad no me resultaba del todo desagradable. Pero nunca había probado un opio como ése.
No sé cuántas horas me pasé en ese antro. Sé que a lo largo de esa larga noche fui una mujer gorda que trataba de levantarse y se caía bajo su propio peso. Fui un padre que buscaba a su hijo y se perdía cada vez que estaba a punto de encontrarlo. Fui un perro: creo que fui un perro. Fui un italiano torvo que ponía una bomba en un confesionario y que estallaba, después: era la bomba. Y fui interminablemente un hombre a quien cada interlocutor llamaba por un nombre diferente. Una camarera francesa me vestía hablándome en un alemán que conseguí entender; un banquero americano me llamaba conté y me contaba que él también conocía mi País, sobre todo Florencia, para tratar de venderme acciones de un ferrocarril; un sacerdote vasco me recomendaba que me cuidara de los hombres y yo recordaba haberle contado algo terrible que prefería no recordar pero volvía; un pescador japonés me gritaba en un idioma que no reconocí pero entendía perfectamente: me reprochaba que mis antepasa dos chinos habían invadido su bahía con juncos predadores; hubo más. Es fácil resumirlo, pero el viaje duró una eternidad y estuvo lleno de asechanzas, placeres, desesperanza y te dio. Estaba a punto de hablarme a mí mismo —de decirme algo y, entonces, averiguar cuál era mi verdadero idioma-cuando me desperté. O quizás no me desperté, pero las ondas del opio dejaron de llevarme o produjeron ese efecto: la ilusión del final.
Después dormí durante un día, quizás más. Cuando conseguí levantarme y comer algo me acordaba vagamente de algunas de las escenas que acabo de contarle: me costó, más tarde, mucho reconstruirlas. Caminé un rato largo por las calles de Malaca: había chinos que vendían arroz con pollo, malayos que cargaban fardos imposibles, musulmanas sin velos y, sobre todo, un olor insistente. No conseguía identificarlo. Hasta que me pareció que había entendido algo. Lo entendí sin palabras, sin saber por qué vías: como había entendido, muy de chico, que lo que el padre Franco toqueteaba no era yo. Fue una revelación: desde el principio había sabido que no iba a ser un marinero para siempre, pero suponía que el azar me iría llevando de un lugar a otro, de profesión en profesión. Esa mañana decidí que yo sería el azar. Que yo decidiría esos lugares; que yo sabría cómo hacer para ser siempre otro. Que tenía que elegir quién sería, y dedicarme a serlo. Que es pura cobardía si los hombres siguen siendo el que les tocó en esa tómbola. Que no hay mayor empresa que construir un hombre.
Nunca volví al velero inglés. Tenía algunos amigos en Malaca: primero comercié con piedras de Borneo, después con otros géneros menos prestigiosos. Tuve varias mujeres, vendí algunas. Hice dinero y me compré una reputación: fueron pasando años. La vida era tranquila y placentera pero, con el tiempo, algo empezó a faltarme. No quería terminarla como un colono rico de origen dudoso refugiado en un rincón perdido Viajé, intenté nuevos comercios, gané más dinero. Me disculpará que no sea más preciso, pero hay cosas que preñero no contarle. Lo cierto es que ya tenía casi cuarenta años cuando empecé a sufrir esa nostalgia. O quizás deba llamarla de otro modo. En cualquier caso, quería ser el que quisiera ser en Buenos Aires: en el lugar donde sólo había sido un presidiario. Llámelo venganza, revancha, lo que quiera; yo lo consideré mi desafío. Creí —supongamos que creí— que la última prueba de que
uno
es el que quiere ser es serlo en el lugar que le tocó primero. Y que sólo ahí se puede ser el que uno quiere: me faltaba, para completar mi persona, mi país. En junio de 1903 llegué al puerto del Plata: llevaba un traje blanco impecable, un baúl con varios más y algunas piedras y las tarjetas con mi auténtico nombre: marqués Eduardo de Valfierno.
Me dijo Valfierno en nuestra primera charla después de ofrecerme —¿pedirme?— que escribiera su historia. Yo le creí: no tenía ninguna razón para dudar de él. Nos encontramos otra vez al día siguiente. Tomábamos una copa de cointreau cuando él me preguntó si sabía lo que era estar en un velero en el medio del Océano índico.
¿Usted sabe, periodista, lo que es estar en un velero en el medio del Océano índico y las nubes que empiezan a amenazar por el oeste?
No, pero puedo imaginarlo.
Claro, claro. Se puede imaginar. Yo también puedo. Eso quería decirle, periodista.
Es la fiebre, la convulsión del placer, la enajenación del poseído, que ha dejado de presidir a los movimientos del cuerpo y se abandona a otra alma que la suya, que está haciendo cosas sobrehumanas, no soñadas —escribió don Domingo Faustino Sarmiento y es probable que Valfierno lo leyera. Pero Sarmiento hablaba, como siempre, de una bailarina.
A veces todavía puedo pensar en las formas de esas nubes en la forma en que esas nubes toman formas. Cómo parece que fuera el viento el que las va moldeando y
cómo
no; cómo parece que sus contornos desaparecen y cómo, en cambio, quedan en la mirada de otros. Cómo, por maleable que sea, por más formas que tome, la nube sigue siendo la nube —y lo es, incluso, en el cielo más claro, por su ausencia. Y cómo todo eso importa casi nada.
¿La verdad, periodista?
No sé que me quiere decir.
Si quiere que le cuente la verdad.
¿Y qué, si no?
No sé, pero la verdad que yo no salí de la Argentina hasta 1908, cuando me fui a París.
¿Y toda esta historia de marineros y piratas y delirios del opio?
Exactamente eso.
Que cuando salió de la cárcel estaba perdido como un perro, que las calles de una capital son demasiado para un jovencito que ha vivido en provincias y en prisión, que se pasó tres días caminando por esas calles con la sensación de que era más que un extranjero: nadie. Que podría caminar y caminar y seguir caminando años y años y esas calles y la gente que pasaba por ellas y los dueños de las casas que las bordeaban jamás notarían su presencia: que era nadie, mucho más que en la casa grande cuando chico, mucho más que en las calles de Rosario cuando los expulsaron, que en el colegio cuando el cura, mucho más que en la cárcel. Que pasó hambre, esos dos o tres días, porque no se atrevía a pedir aunque veía que muchos otros sí, porque tampoco se sentía parte de esa turba de desarrapados que recorrían las calles como si esas calles les pertenecieran. Que él no era de los que piden, pero que tenía hambre. Que él era mejor que eso, aunque no fuera nada. Que el hambre no era lo peor. Que no entendía quién era. Que no sabía cómo mirarse, con qué nombre llamarse. Que hacía calor —que era pleno verano— y bajó hasta la costa del río y se pasó horas mirando los movimientos de las lavanderas —no las lavanderas, los movimientos de las lavanderas— hasta que estuvo a punto de estallar de odio, de distancia, de desprecio por su situación por no decir por él —por sí mismo— y que entonces sí juntó coraje para ir a jugar su única carta.
Que tenía una carta. Que la única carta que tenía era el nombre de una señora que le había dado el Francés Dasset y que fue a su establecimiento, una fonda en la calle Bolívar frente a la iglesia de los jesuitas. Que el olor a comida lo mareó y tuvo que sentarse en un banquito. Que le pareció que lo miraban pero quizás no lo miraran. Que la señora Berta era casi tan gorda como su madre pero que tenía, probablemente, los brazos mucho más rollizos: que armada de su pa-lo de amasar o su cuchillo era un monumento a la potencia limitada de las mujeres, al dominio de las mujeres sobre ese territorio que los hombres fingen no querer, y que al verla no quiso hablar con ella: que algo le impedía hablar con ella, quizás fuera miedo aunque no había razones. Que se fue: no pudo jugar su única carta. Que volvió a vagar —tres días, cuatro días— por esas calles donde no existía y que tantas veces pensó que al cabo no sería tan difícil ir a hablar con la señora Berta pero no lo hacía, que seguía sin hacerlo y así siguió hasta que el hambre lo hizo dormir más de la cuenta en el zaguán de otra iglesia y que un mendigo lo vio, pudo verlo y le dijo que si iba al puerto podía encontrar quizás algún cacho de carne seca de esos que se caían de los carros que los llevaban a los barcos y que si se sentía muy dispuesto quizás incluso consiguiera que lo contrataran en algún barco que hubiera perdido marineros en tugurios; que los barcos siempre perdían sus marineros en tugurios y siempre estaban buscando jóvenes dispuestos a embarcarse. Que fue al puerto y vagó horas por el puerto sin encontrar ningún cacho de carne ni atreverse a hablar con el contramaestre de ningún velero y que allí, desesperado, se animó por fin a pedirle al mozo de una fonda que alimentaba jornaleros y hombreadores que le diera aunque más no fuera un pedazo de pan y que el mozo le dijo que si lo quería tendría que ganárselo. Y que entonces volvió a la fonda de la señora Berta. Que no sabe por qué entonces sí decidió volver a la fonda de la señora Berta, que habló con ella y que ella le dijo que si era amigo del Francés —que si él, que se había presentado como Enrique Bonaglia, era amigo del Francés, y dijo amigo con una sonrisa que él no supo o quiso interpretar— ella con todo gusto le daría un trabajo en su cocina y un catre en el altillo. Que esa noche comió como un poseso. Que se pasó la noche vomitando.