Fue un tiempo tan feliz. Aunque el maestro Rousseau diría que la frase es una contradicción: el privilegio de la felicidad consiste en anular el tiempo. Yo lo sentí: tuve que hacer después, cuando pasó lo que pasó, un esfuerzo para decidir cuántos años habíamos vivido esa pasión sin sobresaltos.
Disculpe, marqués, la intromisión, pero ¿nunca pensó que simplemente no le atraía esa mujer como mujer?
Claro que lo pensé, periodista, ya se lo dije. Y me dije que eran tonterías.
¿Y lo sigue pensando?
¿Qué me quiere decir? ¿Qué quiere que le cuente, mi vida o mi opinión sobre mi vida?
Es curioso lo fácil que resulta creer que las cosas serán siempre como son. Siempre, quiero decir: por más tiempo que el que uno se permite imaginar. Por otro tiempo.
Fue dura la mañana en que dudó. Don Simón se había levantado de un humor de perros —le sucedía muy de tanto en tanto, y terminaba casi siempre en el alcohol— y le hizo un reproche cualquiera. No era importante: quizás un ovillo en el cajón equivocado, un rollo de puntillas amarilleado por el sol, una mota de polvo. No era importante pero el reproche fue severo. A Enrique no le importaba —sabía que recibirlos cada tanto era parte de sus obligaciones— pero le pareció ver, mientras gritaba el viejo, una luz de placer en los ojos de Mercedes asomada. Dudó, esa mañana, y se pasó días a punto de preguntarle algo. Por suerte —pensaría después— no supo qué. Porque podría haber arruinado todo. Seguro que había sido una ilusión, el destello de una luz que se coló, un espejismo. Y seguramente su pregunta habría arruinado todo. Por suerte —pensaría— no supo cómo hacerla —y siempre se dijo que al callarse, aquella vez, había aprendido algo.
—¿Así que me va a hacer una oferta extraordinaria?
—Bueno, no sé si llamarla extraordinaria.
—Vamos, marqués. El señor Merryl-Addams me dijo que si lo recibía podía llegar a sorprenderme.
Dice el coronel Gladstone Burton y Valfierno se sorprende de ver que, pese a la aparente solidez del personaje, la idea de la sorpresa le pone un brillito en los ojos. El coronel Burton tiene unos setenta años y el aspecto de quien nunca necesitó sorpresas para conseguir lo que quería en la vida: esa mandíbula cuadrada que los americanos suponen condición necesaria para ciertos logros, un saco de terciopelo carmesí que sólo usaría quien no tuviera nada que pedir, las manos como aspas. Un aspecto demasiado sólido para ser cierto, piensa Valfierno: un tipo que necesita demostrarse que está por encima de todo, el tipo de personaje que mejor entra en su juego.
—Espero no decepcionarlo, coronel.
—Marqués, no sea modesto.
—No es mi peor defecto.
Dice Valfierno y sonríe con su mejor sonrisa autoincriminatoria: ha descubierto —hace tiempo que ha descubierto— que nada engaña más a un desconfiado que decirle la verdad sobre uno mismo, y simular que es una broma. Pero el coronel Burton no parece un hombre preocupado por matices. Su escritorio es uno de los cuarenta o cincuenta cuartos de su nueva mansión en la Quinta Avenida y rebosa de obras de arte de todo tipo y procedencia: media docena de bustos clásicos —copias romanas, probablemente, de originales griegos—, un león alado que podría ser asirio, dos enormes paisajes boscosos que parecen flamencos, media docena de bodegones y naturalezas muertas españolas, una escena callejera de Renoir —o algún alumno aventajado.
—Juguemos un juego. Si pudiera elegir entre todos los cuadros del mundo, ¿cuál tendría?
—Bueno, supongo que sería algún italiano. Una vez estuve a punto de conseguir un Rafael...
—¿Yeso sería todo? Coronel, esperaba más ambición del hombre que llenó los Estados Unidos de cables de teléfonos.
—Bueno, si realmente pudiera elegir cualquiera...
—Sí, si pudiera. Imagine que usted tiene poder, que realmente tiene poder.
Burton lo mira con inquina; Valfierno se divierte: le sorprende notar que, además, se divierte. La escena le está saliendo cada vez mejor: es la quinta vez que repite la fórmula —la misma introducción, las mismas fintas, los mismos medios tonos— y le parece que ya ha llegado muy cerca de la perfección. Aunque siempre queda la posibilidad de algún tropiezo —o la caída: no puede descuidarse ni un momento.
—¿La verdad, marqués? Si realmente tuviera tanto poder no necesitaría comprarme ningún cuadro.
—Touché.
Dice Valfierno y decide intentar un rodeo. El brillante de su corbata destella como si fuera verdadero.
—Esa pieza asiría es digna de un museo. De un gran museo.
—Sin duda. Y allí va a terminar, cuando yo me haya ido. Mis hijos no se interesan por estas cosas.
El gambito termina en una vía muerta y Valfierno cambia otra vez de táctica: está empezando a preocuparse, pero trata de que no se le note. Se ha pasado todos estos años intentando que nada se le note —y muchas veces lo consigue. Ahora comenta con su anfitrión un concierto en el Carnegie Hall, la nieve de este invierno, las posibilidades de guerra allá
en Europa. Al cabo de unos minutos el coronel mete un dejo en la trampa:
—Pero, mi estimado, seguramente no es de eso de lo que vino a hablarme.
—No, pero quizás no valga la pena...
—Por favor.
—No, de verdad. Quizás no sea usted mi hombre.
Es un riesgo. Tal vez esté arriesgando demasiado, pero lo pierde el placer de que un tipo tan poderoso tenga que rogarle.
—Mire, no tengo la costumbre de pedir. Pero exijo que me diga aquello que vino a decirme.
—Quería preguntarle a qué estaría dispuesto para conseguir algo que todo el mundo busca.
—¿Que todo el mundo busca?
—Una hipótesis: si le dijeran que la Gioconda puede ser suya, ¿qué estaría dispuesto a dar a cambio?
—Me parece que se equivoca conmigo, marqués...
Es el momento clave y Valfierno está a punto de darse por vencido. Levanta las palmas de las manos como para decir no se preocupe pero el americano lo para y termina su frase:
—...cualquiera sabe que la Gioconda está en el Louvre.
—Sí, claro. Pero podría dejar de estar.
—¿Dejar de estar?
—Podría. Y yo podría conocer la forma de que pasara a estar aquí, por ejemplo, en esta misma sala. ¿Le interesa?
El riesgo es calculado. Antes de ver a sus posibles clientes, Valfierno se informa cuidadosamente —y, en la mayoría de los casos, sabe que han comprado, alguna vez, arte robado. Así que no hace mucho caso de las protestas del coronel Burton:
—¿Qué cree que me está diciendo?
—Lo que oye, coronel. ¿Le interesa?
Sabe, también, que éste es el momento en que su interlocutor supone que tiene que tener dudas morales y que, seguramente, va a transferirlas sobre él: despreciarlo para no despreciarse. No es un precio muy caro, piensa, y espera el movimiento:
—Tendría que verla.
Dice el coronel. El gesto de desdén es su coartada.
—Pero no la va a ver. Es una hipótesis. Si yo me presentara aquí con ese cuadro, ¿estaría dispuesto a pagar medio millón de dólares?
—Como mucho un cuarto.
Valfierno trata de que no se le note la sonrisa: el tipo acaba de caer, como tres de los cuatro anteriores.
—No, un cuarto de millón es un insulto.
—Hasta trescientos mil, digamos. Pero no vale la pena seguir hablando de quimeras.
—Puede no serlo, coronel, puede no serlo.
Dice Valfierno y piensa que quizás se apresuró. El coronel Burton también sabe hacer maniobras de distracción: acaba de darse cuenta de que quedó demasiado expuesto, e intenta una:
—¿De dónde es usted, si no le molesta decírmelo?
—Faltaba más. Soy argentino.
—Ahora entiendo.
—¿Qué, si me permite?
Valfierno trata de darle un punto de honor herido a sus palabras: lo contrario sería sospechoso. Por suerte para él, el coronel no se da cuenta.
—Ahora entiendo con quien estoy hablando. Ustedes son como nosotros, no se detienen ante minucias. Por eso estamos llamados a ser los grandes países del futuro. Pero no sabía, marqués, que hubiera nobleza en la Argentina.
—Bueno, usted sabe cómo son nuestros países: nos importa mucho parecer republicanos, pero sin nuestras aristocracias —sin los hombres como usted y como yo— seguiríamos siendo una banda de bárbaros. Incapaces de apreciar como usted y como yo el verdadero arte, por ejemplo. —¿La Gioconda? ¿Dijo bien: la Gioconda?
Eso dije.
—¿Y su hipótesis tiene alguna posibilidad de realizarse?
——Eso depende, entre otras cosas, de sus trescientos cincuenta mil dólares.
El coronel se queda callado un rato que podría ser demasiado largo. Valfierno enciende un puro; el coronel sigue en silencio. Cuando empieza a hablar, su voz es un susurro:
—Una pregunta personal. Usted sabe que ese cuadro es oro puro, que puede ofrecérselo a quien quiera. ¿Por qué me eligió a mí?
El coronel se atusa los bigotes y los ojos le brillan. Es el momento de acariciarle el lomo: sus compradores —sabe Valfierno— le están comprando sobre todo una imagen de sí mismos: yo soy el que tiene lo que no tiene nadie, lo supe conseguir, me lo merezco.
—Primero, porque me han dicho que su discreción es a prueba de balas. Es obvio que, quien lo tuviera, tendría que guardarlo de forma tal que nunca nadie podría saberlo.
—Es obvio. Es, incluso, la única forma de evitar...
—Y, sobre todo, porque me importa que lo tenga alguien que sepa apreciarlo.
Le dice Valfierno y, por un momento, teme haber jugado un poco tosco.
—Marqués, no sabe cuánto se lo agradezco.
Contesta el coronel: cayó en la trampa.
Les dijeron que el Vasco no tenía la culpa. Que había sido el caballo, su caballo pero que fue un accidente, pura mala suerte que ese perro ladrara justo cuando el Vasco Arispe pasaba con su carro y que el caballo tan acostumbrado a perros y ladridos se asustara, se desbocara justo entonces, cuando ella cruzaba la calle saliendo de la iglesia. Que el Vasco nunca pasaba por ahí a esa hora, que justo se había demorado en lo de una dienta y que además justo esa tarde, les dijeron, les iban a decir, pero entendieron que no tenía sentido insistir con el azar tan cruel, tan rematadamente idiota. Les dijeron que el Vasco estaba muerto de pena, no sabían lo apenado que estaba ese pobre hombre les dijeron pero era una descortesía enfatizar ese dolor hablando con el padre de la herida y con el otro, el dependiente, que algo debía tener que ver porque se le había puesto la cara pálida como la luna llena: quizás los chismes, al final, fueran ciertos. Les dijeron, entonces, que Mercedes estaba en el dispensario, que ya había llegado el doctor Firmin y que sí, que el golpe había sido muy duro pero que tuvieran esperanzas. Que sí, que quizás se salvara, les dijeron. Que dios se iba a apiadar de ella.
Lo primero que pensé fue cómo no se me había ocurrido alguna vez matar al perro ese, evitar esa cadena desde el principio, si sólo se me hubiera podido ocurrir antes. Antes.
El accidente es un exabrupto de segundos que modifica horas, meses, años, todo. Solemos creer que el accidente es un patinazo súbito del orden natural, donde ciertas cosas o personas —el perro, el sulky, esa mujer— no se cruzan, no deberían cruzarse. Solemos creerlo: porque solemos creer que existe como base un orden natural —una sucesión ordenada que no incluiría accidentes: una sucesión ordenada por algo o por alguien. Pero todo es un accidente. Sólo que algunos —los menos, los más bruscos— se manifiestan como tales.
Lo que solemos llamar, entonces, accidente, son esas situaciones donde la tontería del azar se manifiesta: se vuelve rimbombante. El accidente —lo que llamamos accidente— es el azar de siempre cuando define años en segundos: modifica las maneras del tiempo. Como una pincelada —digamos, por ejemplo— que demora segundos en ser dada y después dura. El accidente —lo que llamamos accidente— participa de la esencia del arte. La vida nos parece hecha de esos minutos que no cambian nada sustancial, de esos azares sin manifestación; el arte y el accidente están hechos, en cambio, de los otros.
El accidente es aterrador: la evidencia de que los azares rigen todo y que, a veces, no soportan pasar inadvertidos. Y los hombres no toleran esa prepotencia, el sinsentido. Entonces inventan cuentos para sobrellevar la tontería del azar: filosofías, religiones. La historia de los hombres es la historia de los relatos que inventaron para hacer menos cruel la tontería: para creer que todo tiene algún sentido.
Después, muchas veces, intenté recordar qué estaba haciendo cuando me dieron la noticia y, sobre todo, qué en el momento preciso en que voló la coz de ese caballo. Lo peor era la certeza de que, cuando ella ya yacía, para mí todo siguió igual. Que nuestra comunión, entonces, no era como creía.
Mercedes Coutiño tiene una venda ensangrentada alrededor de la cabeza, los ojos cerrados y moretones en todo el resto de la cara pero lo más grave es el golpe en el pecho: de las dos coces, la peor fue la que —parece, dice el médico, no podemos saberlo a ciencia cierta— le ha herido los pulmones. Mercedes respira como si no supiera: despacio, irregular, buscando. A su lado, de pie junto a la cama de la enfermería, Enrique Bonaglia aspira y espira como si pudiese comunicarle el modo: aspira para que aspire ella. Piensa que lo que parecía rutina se ha vuelto sobrehumano: que cada intento de la mujer por sorber aire es un esfuerzo que denuncia el esfuerzo enorme —silencioso— que hace el cuerpo, siempre. Piensa que el cuerpo es generoso cuando trata de disimularse: cuando no pide reconocimientos por todo lo que hace pero que, de pronto, el accidente acaba con esa pretensión —y también, con su ilusión de que los cuerpos no eran lo importante. Piensa que, si acaso —si acaso, se dice, porque no quiere decirse: si ella sobrevive—, van a tener que aprender otras maneras.
Durante una semana van todos los días, Enrique y don Simón, a visitar a Mercedes en el dispensario de San José de Flores. Van en horas distintas, para no desatender la tienda: don Simón por las mañanas, cuando el médico le repite que no pierda las esperanzas, que sea fuerte; Enrique a la hora de la siesta, cuando la monja le cuenta los pequeños progresos de la herida. Enrique está seguro de que la monja trata de engañarlo: no ve ningún avance y, al sexto día, se sorprende tratando de hacer planes para después que Mercedes muera. No se le ocurre nada: por ahora, murmura, no se me ocurre nada. Menos mal, murmura, y le mira la boca y los esfuerzos por el aire. Querría sentirse peor, más abatido. Una tarde trata de imaginar cómo murió su madre.