Valfierno (13 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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El octavo día —al caer la tarde, sola— Mercedes abre los ojos balbucea unas palabras: cuando llega la monja no con-sigue entenderlas. La monja manda a llamar a los dos hombres que ahora sí cierran la tienda, corren.

¿Usted qué cree, don Simón?

Nada, hijo mío, nada. ¿Cómo quiere que crea?

Tenga cuidado, don Simón.

Oh, si hubiera tenido la dicha de morir por ti, Carlota, de sacrificarme por ti. Lleno de gozo habría buscado la muerte si hubiera podido proporcionarte la dicha y la tranquilidad. Pero ¡ay!, sólo a algunos hombres privilegiados les fue dado verter su sangre por los suyos, decía el libro que leyó hace tiempo, que relee, que no sabe si entiende ahora, en medio del desasosiego.

Nos dijeron que la podíamos llevar de vuelta a la casa. No que estaba curada, ni fuera de peligro, pero que de ahí en más lo que necesitaba no eran cuidados médicos sino reposo y tranquilidad y la ayuda de dios. Yo supuse después —muchas veces, todas las veces en que no pude evitar pensar en esos días— que el doctor Firmin simplemente no sabía más qué hacer. Don Simón le dejó la cama de su cuarto y contrato a otra monja para que se quedara con ella todo el tiempo; Mercedes se pasaba las horas adormilada y, muy de tanto en tanto, se despertaba y trataba de hablar. Esa noche hizo va-nos intentos: yo no llegaba a reconocer, en esos sonidos roncos enrevesados, las palabras. Mercedes, la cara todavía más cerca de su calavera, los ojos saltando entre esos huesos, me miraba con desesperación. Yo le agarré la mano y la suya se crispó; quería decirme algo.

Dejó de intentarlo. Se durmió y yo me quedé una o dos horas a su lado, mirando su pelea por el aire. Pensé que la carne que habíamos sabido desdeñar trataba de vengarse Pensé que, si se recuperaba, le pediría matrimonio: que me resignaría a la banalidad de la unión de los cuerpos. Después pensé —odio decirlo, pero lo pensaba— que si se recuperase quedaría baldada: de alguna forma imposibilitada de volver a ser ella misma. No toleraba esa idea. Y menos toleraba la certeza de que ella, si hubiera estado en mi lugar y yo en el suyo, me habría atendido con toda la devoción de su bondad. O, incluso: que habría sentido cierto placer de tenerme baldado para ella, dependiente de ella, a la merced de su bondad. Eso pensé —y me estremeció.

Mercedes se murió unas horas más tarde, en plena noche, bien dormida. Yo también estaba dormitando. Yo me morí bastante menos. Aunque nunca se sabe.

6

Valérie Larbin está aburrida. La noche está por empezar V el Faux Chien parece, como cada vez, una empresa imposible: es la hora en que Valérie piensa, cada vez, que no va a venir nadie aunque sabe que sí. Piensa que la sensación no vale frente a la experiencia pero no piensa eso, piensa: qué raro que cada noche me parezca lo mismo aunque sé que no es. Piensa qué distinto de lo que sabe es lo que siente —o algo así, y se pide un pernod. El pernod le gusta porque le deja gusto a fresco: gusto a no haber tomado.

Valérie Larbin se toma su pernod y descubre que sí hay alguien: en una mesa al lado de la puerta un señor de cierta edad con canas muy brillosas, el bigote perfecto, aspecto tan compuesto, sorbe su champaña. Es una sorpresa; cuando lo ve, el hecho de compartir con él ese salón desierto le parece grosero: de una intimidad intolerable. Vuelve a mirarlo. Algo de él la atrae, así que va a agredirlo:

—Este no parece un lugar para usted.

—¿Y cuál sería un lugar para mí?

—No sé. Mejor dicho: todavía no lo sé.

La atrae, sobre todo, un estilo: su forma de moverse como si se quedara quieto, de hablar como si las palabras se dijeran solas. Eso debe ser categoría, clase, distinción: hay varias palabras para decirlo y ninguna define claro nada. Le gustaría poder decir qué significan; en general le alcanza con saber que definen a los clientes más apetecibles pero esa noche que no empieza le gustaría saber más. Por eso se queda con Eduardo de Valfierno:

—Pero éste es un lugar para mí, no para usted.

—Por eso, señorita.

Valérie no le contesta: es, sin duda, una trampa que el señor le tiende y a ella le gusta mantener el control. No le contesta, no le sonríe, Valfierno no tiene base pero sigue. Ella está muy maquillada; Valfierno cree ver debajo un moretón. Y no le vio los dientes todavía:

—Por eso me gustaría verla en otra parte.

Dice, y le entrega una tarjeta.

Manda amor en su fatiga que se sienta y no se diga, le diría él poco después.

Vincenzo Perugia fue a buscarla a la salida del Faux Chien, pasadas las tres de la mañana. A veces iba sin avisar, pero esa noche lo habían acordado: Valérie lo invitaba a quedarse con ella hasta el domingo en la casa de una amiga que se había ido a ver a sus padres a Bretaña.

Se encontraban de tanto en tanto: cada vez Valérie se decía que era la última, cada vez volvía a caer. Vincenzo Perugia la aburría. La excitaba su fuerza tranquila, su aparente falta de propósito, su desidia, su manera de no pretenderla —y todo eso la aburría. Y, sobre todo, no terminaba de entenderlo: habría querido saber qué quería de ella. La última vez habían pasado una noche especialmente intensa, de silencios perfectos. A la mañana, cuando se iba, Valérie le dio cien francos: para una camisa, mi tesoro, alcanzo a decirle antes de que el muy animal le torciera la cara de un sopapo. Ella le gritó que se fuera a la mierda y que si lo único que quería de ella era su cuerpo y él le dijo que no y se calló la boca. Ella le repitió que se fuera a la mierda y que era un campesino bruto y que no la merecía y nunca más.

>O sea: nunca más, le dijo él; muy bien, ya lo entendí, y no volvió por el Faux hasta que Valérie le mandó la notita invitándolo. Dudó antes de escribirla: primero no quería, después se preguntó si él la entendería. Si sabría leer, para empezar. Quizás.

Después el tiempo escapa

y se disuelve: él lleva su mano izquierda —corta, de dedos como golpes— a la entrepierna de ella: el pulgar en su concha, los otros cuatro un ramillete sobre el pubis, el movimiento que se va haciendo fuerte, acompasado, y ella se arquea y él con la otra mano en su pija lo acompaña y ella grita o suspira y él se le encarama, se trepa, se encarama campea por encima y ahora lo que se mueve son los cuerpos la galopa: el tiempo ha vuelto ella se arquea grita, grita se quiebra

él ya no importa.

Él ahora le importa tres carajos.

Pero tú no sabes lo que es nacer en un pueblo, vivir en un pueblo creyendo que nunca vas a poder salir de ahí.

¿Que yo no lo sé?

No, no es lo mismo. Acá es distinto. En mi pueblo los muchachos lo único que dicen es que ojalá se pudieran ir pero los ves y sabes que no van a poder, que no tienen pelotas. Yo sí tengo pelotas, acá estoy.

¿Pelotas, se llama eso? ¿Así que tú eres el que tiene pelotas?

Claro, señorita. Por eso estoy acá: porque tengo pelotas. Yo voy a hacer lo que ellos quieren y no pueden. Yo sí lo voy hacer. Yo voy a hacer plata acá, tú sabes cómo es.

Si yo supiera cómo es...

Tú sabes cómo es, acá en la ciudad sí que se puede. Yo voy a poder. Aunque no te parezca yo voy a poder. Y entonces sí que voy a volver al pueblo...

¿Vas a volver a tu pueblo?

Claro, voy a volver al pueblo con dinero y voy a poner mi propio taller de carpintero, me voy a hacer famoso en toda la comarca porque yo sé hacer cosas que allá nadie sabe, modernas, de París. Entonces voy a ganar más plata todavía y me voy a conseguir una mujer buena, decente, una del pueblo para criar una familia juntos, una buena familia que...

Qué bueno. ¿Y todo eso se te ocurrió a ti solo?

Déjame hablar. Te digo: una buena familia, mis hijos no van a tener que meterse en problemas, desde chicos les voy a enseñar el oficio y van a llegar a ser grandes carpinteros, todavía mejores que su padre. Yo, así como me ves, soy un buen carpintero.

Seguro, sí.

Sí, soy un buen carpintero. ¿Me oyes? Soy un buen carpintero. Si hasta me contrataron en el Louvre, a mí, en el museo, para trabajar de carpintero.

¿En el museo del Louvre?

Sí, en el museo del Louvre. Te sorprende, ¿no? Creías que era un idiota, pero no: hasta en el Louvre trabajé, yo. Ahora, hace unos meses. Me fui porque me salió otro trabajo, pero puedo volver cuando quiera, yo, así como me ves, puedo volver si se me da la gana.

¿Ah, sí?

Sí, cuando se me dé la real gana.

Hasta la forma en que decía Louvre —el acento tan espeso con el que pronunciaba Louvre— la irritaba. Todo en él la irritaba. Y no podía conseguir que se callara. Tampoco que se fuera —o no llamarlo.

Cuando recibe el llamado de Valérie, Valfierno tarda un momento en recordar de quién se trata. Lo siguiente es el gusto salvajito del triunfo: me llamó, la muy imbécil me llamó. Se hacía la chancha renga pero me llamó. A veces lo sorprende —lo avergüenza— gozar así de victorias tan menores, todavía. Lo sorprende lo difícil que le resulta ser Valfierno.

¿Se acuerda de mí, marqués?

No juguetee con su víctima, le ruego.

Pero marqués.

Esa noche se encuentran y Valfierno la lleva al baile de l'Opéra Comique. Hay luces: tal desborde de luces. Valérie mira a todos —el baile es tan mundano, tan tan elegante-y Valfierno espera que no se dé cuenta de que todos la miran: Valfierno disfruta de que todos la miren —que lo envidien. Mundano y elegante: una manada de buscavidas como yo preparando sus camas, buscavidas como yo, piensa Valfierno, aunque algunos hayan empezado a buscársela hace dos o tres o diez generaciones: todos bailan. Suena una canción de moda: ma tonkiki ma tonkiki ma tonkinoise, bailarines se agitan a un ritmo inverosímil, va la velocidad, bate y se bate, se agita el aire, los Perfumes no disimulan el sudor: mon anana mon anana mon anammite, olor a cuerpos en el aire. Valérie lleva un vestido lila con brillos carmesí, el escote como el fondo del mar, al final esas olas: una vulgaridad que sólo un caballero puede permitirse —piensa Valfierno y de pronto se asusta: quizás la miran por lo basta, por lo desubicada. Ella ha bebido, se carcajea y sus dientes partidos y oscuros la oscurecen y es tan joven y lo miran por eso. Olor a cuerpos que se gastan y él que piensa la miran por vulgar y se ríen de mí por lo bajo y que los zurza son modos de disfrazar la envidia, piensa, y los que me conocen saben que yo puedo permitírmelo y me envidian por eso y qué me importa los que no me conocen piensa —pero no se convence. Un cuerpo pura bestia, piensa, las tetas como torres, a quién le importa el resto, piensa: que se jodan, yo sí puedo Más olores, la velocidad, m'appelle sa p'tite bourgeoise sa ton-kiki sa tonkiki sa tonkinoise Marqués, lléveme a otro lugar. ¿
A
otro lugar, tesoro? A un lugar donde podamos estar solos y el movimiento desbocado y el olor, sobre todo, esos olores. No tendría que haberme dicho eso, piensa Valfierno, se regodea de antemano y ella da vueltas y más vueltas: Marqués, lléveme a ese lugar donde podamos.

Quizás el peor error que cometí fue incluir en la historia a esa chica Valérie. ¿Y lo pagó caro? Según se mire. Yo diría que sí. Cuénteme cómo fue que la incluyó. No sé si estaría bien.

Quedamos en que me iba a contar todos los hechos. Ya lo sé. Pero eso es sólo un pacto.

Más tarde, alguna noche, pensó que la probabilidad de que una huérfana medio-mundana de los suburbios obreros de París y el hijo de una costurera italiana refugiada en la ciudad de Rosario se encontraran en algún lugar de este planeta no llegaba a despreciable. Después le pareció improbable que las cosas que suceden sean aquellas que gozan de probabilidades altas.

Primero tengo que hacerlo sentir el rey del mundo, un verdadero hombre pero eso nunca fue un problema y recién después, entonces, cuando ya se crea capaz de llevarse todo por delante entonces sí. Pero primero conseguir que se le vayan esos humos, que se vuelva un tipo como todos, que se le caiga la maldita corona y se despeine, se le deshaga el dibujo del bigote, el gesto de las cejas, que la cara se le desarme buscando un poco más de aire para seguir moviéndose, tocándome, buscándome y ahí la fuga que parece entrega, la entrega que una fuga, darle y sacarle y darle y otra vez hasta que se deshaga, que se quede deshecho, hecho un idiota satisfecho, un verdadero hombre, que sienta que es capaz de todo entonces sí: entonces cómo hago para empezar a hablarle del museo.

Si yo pudiera hacerlo sola todo sería distinto. Si yo pudiera hacer marchar al italiano sola, armar todo el asunto sola sería tan distinto pero no, lo necesito y para eso necesito desarmarlo: convertirlo en un hombre satisfecho, un rey del mundo. Pero eso nunca fue un problema para mí.

Marqués, ¿no quiere que trabajemos juntos?

Sólo eso me faltaba.

Ya me lo va a pedir.

Sin duda, mi querida. Pero ahora tengo que almorzar y, si usted no se adecenta, voy a llegar ligeramente tarde.

Marqués, no sea idiota. No es lo que usted se imagina.

¿Y qué me imagino, dígame?

Prefiero no pensarlo. De todas formas es pura fantasía, ya sabemos. Sólo quiero decirle una cosa: una amiga mía conoce a un tipo que hasta hace poco trabajó en el Louvre. El tipo es un tonto pero no tiene escrúpulos; no es común, en los idiotas como él. Usted conoce el dicho: cuanto más tonto, más moral. El tipo puede entrar y salir del museo como usted del hipódromo de Auteuil.

¿Y eso a mí qué?

No sé qué, Valfierno. Piénselo. Usted es de esos que saben pensar cosas. No siempre hacer, pero pensar sí sabe. Si nos esforzamos, mi querido, un poco más que anoche, quizás incluso consigamos que se le ocurra algo.

Quizás.

O si quiere le cuento lo que he pensado yo.

7

Ella ya se había ido, nosotros nos quedamos: yo y don Simón, dos hombres que les faltaba lo mismo tan distinto. La muerte de Mercedes nos había ligado de una manera vaga: éramos víctimas del mismo golpe y, además, parecíamos destinados —¿destinados?— a sufrirlo juntos. Yo habría podido irme, por supuesto, pero no encontraba razones para hacerlo. Y el viejo me trataba con un afecto extraño, que no estaba hecho de palabras ni de gestos sino de un modo pudoroso de cuidar los silencios: como si hubiera entendido el pacto que me había unido con su hija y quisiera resarcirme por la pérdida. O, también, distinto: como si la desaparición de la mujer nos hubiera sacado a los dos algún peso de encima, una barrera.

Don Simón seguía con las partidas de mus, que se hacían largas, y se desinteresaba de la tienda; yo leía y leía y trataba de cubrir sus ausencias, pero los dos sabíamos —sin decírnoslo, porque no nos decíamos— que no sabíamos para qué lo seguíamos haciendo. Una muerte no es dura por lo que se va; es terrible porque te obliga a inventarte otra vida cuando creías que ya tenías una.

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