A veces me asustaba de mi debilidad. Las peores, me asustaba de mi fortaleza.
Sebastián lanza disimulado el repollito: su cuchillo de pescado queda vibrando entre sus dedos, la manteca en el techo. Santiago y Ramón se sonríen por lo bajo, se limpian la boca con sus servilletas y seguimos hablando de la nueva obra en l'Opéra Comique y las chicas del coro y su fin de semana en el cháteau de Longueville. A mí también me ha deleitado la precisión del gesto, pero ya no lo envidio. Yo tengo que simular que soy uno de ellos —todavía necesito simular que soy uno de ellos— pero ahora sé que estoy haciendo algo importante. Que voy a dar que hablar al mundo. Que ellos, si supieran, si pudieran saber, me envidiarían. Mañana por la noche, si todo marcha bien, voy a volver a ver a esa cocotte que conocí en el Faux Chien, esa tal Valérie. Nada particular: es solamente una de tantas pero, si todo marcha bien y me pasa los datos de su amigo italiano, va a empezar algo grande, Voy a hacer, por fin, algo importante.
La verdad, no fue tan complicado. Al final no hay nada más fácil que convencer a quien quiere ser convencido. Fíjese usted, por ejemplo, que cree mi historia a pies juntillas.
¿A mí me dice, Valfierno?
¿A quién si no, mi periodista, mi indispensable periodista?
Vincenzo Perugia se despierta sobresaltado: se da cuenta de que se quedó dormido. Abre los ojos y le sorprende no ver nada; después recuerda dónde está, en medio de la sombra, en el cuartito. Su pierna choca con algo y se asusta: la pierna de uno de los hermanos Lancelotti. Los mira: confusamente en la oscuridad los ve que duermen, también duermen y piensa que se les hizo tarde, que ya pasó la hora, que se perdieron la ocasión de su vida por idiotas. La estrella, la maldita estrella: Perugia siente una desazón infinita, los ojos irritados, la frente que le pesa como losa. Después busca un fósforo en el bolsillo del pantalón y lo prende: son las cinco y veinte de la mañana. Ahora el horror es que sigue faltando tanto todavía.
—Vincenzo.
—Qué.
—¿Estás despierto?
—¿Qué te parece?
—Yo no puedo dormir.
—Me pareció que estabas durmiendo.
—Sí, pero no puedo. Duermo, pero no puedo.
—Tranquilo, falta poco.
Es una hora interminable. Perugia trata de imaginarse llegando a su pueblo en un coche esplendoroso, una Bugatti, Una Mercedes, pero el tiempo no pasa. Piensa en las chicas que van a querer que las lleve a pasear, que lo van a mirar diciéndole sí lo que quieras: son todas iguales, unas desvergonzadas. Piensa en lo difícil que le va a resultar encontrar mujer decente, una para casarse. Después trata de pensar en la casa que se va a comprar en el pueblo, en su vida de arte-sano rico y respetado pero no se le ocurren las imágenes. Y el tiempo sigue muerto.
—Vincenzo.
—Qué.
—¿Cuánto falta?
—No sé. Poco.
—¿Me vas a avisar, cuando sea la hora?
—¿Qué te parece?
Perugia se pelea contra el sueño: no tiene que dormirse. Ahora todo su miedo está concentrado en el peligro de dormirse: es una suerte. Las imágenes del pueblo no llegan a mantenerlo despierto; quizás se durmió un rato, no puede estar seguro. Entonces se le ocurre que es mejor pensar en Valérie, en el cuello de Valérie, en las tetas de Valérie. Las tetas de Valérie valen todas las Giocondas de este mundo, piensa, y se pone nervioso. Ahora trata de no pensar en ella, pero ya no lo logra. Se pasa un rato muy largo pensando en Valérie, yendo y viniendo, recorriendo, como atrapado en una calesita: las tetas de Valérie, el cuello de Valérie, el culo de Valérie, las tetas, el cuello, el culo, tetas, cullo, cuelo, tetas, tetas. Al final sacude la cabeza y se le escapa una especie de tos, un bufido. Una puta, como todas las otras. Michele Lancelotti se despierta:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasó?
—Nada, no te preocupes.
Perugia prende un fósforo, mira su reloj: son las siete me-nos veinte de la mañana del famoso lunes.
—Muchachos, arriba, ya es la hora.
Los tres tratan de levantarse sin golpearse, sacan los delantales blancos, se los ponen. Los lunes el museo está cerrado; sólo pueden entrar los empleados, los guardias, los de mantenimiento: su jornada empieza a las siete y todos usan delantales blancos. Michele y Vincenzo Lancelotti agarran trapos; Vincenzo Perugia, una de las escobas. Quisiera saber qué significa, pero no queda tiempo.
—Bueno, ya saben lo que hay que hacer.
—No.
—Sí, cómo que no.
—Sí, seguro, seguirte.
—Y callarse la boca, no se olviden.
Dice Perugia, y abre la puerta muy despacio.
—Si no fuera por aquella historia yo sería un don nadie. Pero mire cómo me saludan, cómo, ve, con qué respeto.
Es verdad que nos miran: alrededor, en las otras mesas, todo se detuvo cuando Perugia y yo llegamos. Los jugadores de dominó suspendieron sus fichas en el aire, los que charlaban se callaron, los pájaros quedaron en silencio. Los jugadores inclinaron las cabezas, deferentes; algunos se tocaron el sombrero. Dos o tres dijeron ciao Vincenzo cómo estás. Pero ahora todos han vuelto a sus actividades y Perugia toma un trago de vino, se limpia la boca con el reverso de la mano, la mano en el pantalón bajo la mesa.
—¿Usted no será judío, por un casual?
—Bueno, sí, por qué.
—No, le preguntaba. Yo no me preocupo porque acá todos me respetan. Pero otros se meterían en problemas si los vieran hablando con un judío, ¿sabe?
—No, ¿por qué?
—Jefe, no se haga el tonto conmigo.
Vincenzo Perugia lleva un sombrero de paja que fue blanco con una cinta roja nueva, una camisa de algodón arremangada, los tiradores negros, y mira a los costados: no parece tan tranquilo como dice, habla en voz baja:
—Con un judío, sí, pero también con otros extranjeros. ¿Usted me dijo que era americano?
El café de la plaza de Dumenza es un oasis perfecto: seis mesas desparejas bajo los paraísos, entre el portal románico de la pequeña iglesia y la fachada blanqueada del ayuntamiento con banderitas italianas y la fuente gastada por el tiempo y el agua; el suelo de adoquines, el olor a tabaco y a lavanda.
—Ahora ya no somos como antes, que nos daba vergüenza lo que éramos. El Duce nos ha devuelto el orgullo de ser italianos.
Dice Perugia alto, hablando para todos. —Ahora los pueblos nos miran con respeto. Y sobre todo esos maricones de franceses, que siempre nos trataron como si fuéramos sus esclavos.
Perugia tiene unos cincuenta años y parece que tuviera más. Se saca el sombrero, se seca el sudor con un pañuelo sucio: tiene la frente muy estrecha, el pelo tan cerca de las cejas, las cejas como bosques. Por fin lo tengo enfrente —y no sé cómo empezar a hablarle. Me había costado meses de esfuerzos, de telegramas, de cartas sin respuesta hasta que decidí viajar a su pueblo en Lombardía. Vincenzo Perugia era el más conocido de todos los que habían intervenido en el robo de la Gioconda —el único que salió a la luz pública— y había resultado el más difícil.
—Por eso acá me respetan: porque yo fui de los primeros que le dio su merecido a los franchutes.
Esta mañana me bajé del tren de Turín, pregunté por él en la oficina de Correos y me dijeron que lo fuera a buscar a su negocio, el almacén de pintura y material de construcción. Me indicaron el camino hasta una casa reciente, muy parecida a tantas, a la entrada del pueblo: el piso bajo era el negocio, el alto la vivienda de Vincenzo Perugia y su señora. No habían tenido hijos, me dijeron: no, se casaron ya grandes, usted sabe, para hacerse compañía. La tienda no parecía muy bien provista: se la veía un poco descuidada. Él dice que lo puso con la plata que ganó en la guerra, sus sueldos de soldado, me dijo una mujer en el mercado: parece que llegó hasta sargento, que estuvo en Caporetto. Aunque vaya a saber de dónde salió eso, ese dinero:
—Pero no lo estoy juzgando, entiéndame. Yo no quiero juzgar a nadie. Para mí es un buen italiano, un buen patriota.
Perugia salió a atenderme bostezando; le pregunté en francés si los negocios estaban funcionando.
—Claro, por supuesto.
Me dijo, y se quedó callado. Tenía la nariz roja.
—Soy Charles Becker, periodista americano...
—¿Y cómo fue que consiguió encontrarme?
Me interrumpió: se lo notaba más que tenso.
—Perugia, es fácil: usted vive en el mismo pueblo donde nació, y su nombre salió en todos los diarios. Necesito charlar un rato con usted. ¿Será posible?
—Posible es, pero no creo que me interese. Yo ya no hablo con los periodistas.
—¿Vienen mucho?
—No, la verdad que no vienen. Pero hubo una época en que todos querían hablar conmigo.
—Me imagino. Hace unos años.
—Veinte años, diecinueve, quién sabe. Y le aseguro que no los extraño, no señor.
Cuando le dije que había venido especialmente desde Estados Unidos para verlo me volvió a mirar. Era aproximadamente cierto y, por lo visto, lo había impresionado.
—¿Desde Estados Unidos? ¿Nueva York?
Sólo los italianos pronuncian Nueva York de esa manera, con esa mezcla de admiración y de desprecio. Le dije que si y que había gastado mucho dinero para verlo —y que no me importaría gastar un poco más.
—¿Cuánto más?
—Usted dirá.
La negociación duró unos minutos: al final —me avergüenza decirlo— la cifra en dólares fue una bagatela. Me dijo que lo esperara a las seis de la tarde en el café; llegó a las seis y media y empezó con su prédica patriótica. Yo lo dejé hablar, para ablandarlo. Ahora, ya calmado, me pregunta si es cierto que estoy haciendo un libro sobre la Gioconda. Yo le digo que sí.
—Y quiere que le cuente la verdad.
Yo lo miro en silencio. Perugia se corrige:
—Digo: que le cuente cosas distintas, cosas nuevas.
—Sí, bueno, la verdad, como usted decía.
—No, por supuesto. Lo que quiero decirle es que usted ha leído los diarios de esos días, todo eso.
—Sí, claro.
—Ahí está todo, señor. Cómo le devolví el cuadro a Italia, cómo me traicionaron. Fue cosa de políticos, señor. Ahora, con el Duce, eso no pasaría.
Perugia toma otro trago de vino y mira alrededor: en la puerta de la iglesia el cura párroco habla con una mujer de negro; un poco más allá, cinco muchachos con camisas negras rodean a un campesino que arrastra un burro muy cargado. El sol se pone detrás de las colinas.
—Ahí está todo, señor. No hay mucho más que yo pueda decirle.
—Por favor, Perugia. Usted es el protagonista de esta historia. Usted puede contarme muchas cosas.
—¿Yo, el protagonista? Sí, claro, pero ya pasó tanto tiempo.
Perugia sigue vacilando y le digo que le podría duplicar mi oferta —la cifra sigue siendo una minucia. Él me dice que lo va a pensar, que tal vez nos volvamos a ver al día siguiente. Y se levanta, se toma el fondo de su vino, se pone la gorra levemente ladeada. Se la acomoda con una atención que me sorprende. Ya me estoy yendo cuando me agarra el brazo:
—¿Usted sabe quién era el Signore?
—Su mano me aprieta demasiado.
—Sí, pero no estoy autorizado a decírselo, por ahora.
—¿Y usted quiere que yo le cuente todo pero no me va a contar nada?
—No, no es eso. Le dije por ahora...
—Mire, señor, piénselo hasta mañana. Yo le cuento lo que usted me pregunte si usted me dice quién es el Signore.
En su suite, envuelto en una bata, fuma. Valfierno mira su reloj: las siete y cinco. Se ha pasado la noche en vela, fumando, esperando que llegue este momento, y ahora que ya está se le ocurre que esperó para nada. Nada que pueda hacer salvo esperar, fumar, retorcerse las manos.
—Me cago en dios.
Susurra, y su voz lo sorprende. Esas palabras lo sorprenden. Apaga el cigarrillo turco en un cenicero rebosante y piensa que tiene que vaciarlo.
—Por dios, por dios, me cago en dios.
Perugia enarbola su escoba; los hermanos Lancelotti sus trapos arrugados: los tres se aplican a limpiar el suelo y las molduras de un rincón de la sala Duchátel. Son las siete y diez de la mañana; Perugia piensa que en los quince minutos siguientes tiene que resolver la situación y no piensa que esos quince minutos pueden cambiar su vida.
Así que camina, sin soltar la escoba, hacia la arcada que da al Salón Carré. Antes de asomarse oye voces que llegan del Salón. Trata de mantener la calma y se esconde para mirar qué pasa:
—Esta es la pintura más valiosa que tenemos en el museo, la que todos nuestros visitantes quieren ver. Se comenta que valdría millones. Si la vendieran, porque, por supuesto, jamás va a salir a la venta.
Dice un señor mayor que Perugia reconoce: Georges Picquet, jefe de personal. A su alrededor hay ocho o diez empleados con delantales nuevos.
—De más está decir que les recomiendo muy especial-mente la limpieza de esta zona...
Dice Picquet: el jefe instruye a los reclutas. Perugia no puede creer su mala suerte: una vez más la estrella que se es capa. Vuelve al barrido y mira a los hermanos, al otro lado de la sala Duchátel, limpiando marcos con sus trapos. La escoba está a punto de caérsele: el sudor en las manos. Perugia sigue atento a las voces. Si no se van en menos de diez minutos va a tener que darse por vencido. Y dios quiera, piensa que se vayan para el otro lado.
—...de nuestro museo. Y también quiero mostrarles este sector, donde...
Oye pasos: la comitiva avanza hacia la Galería de Apolo. Los delantales blancos van saliendo y el Salón Carré queda vacío. Es el momento, se dice, y después vuelve a pensar: es el momento. Perugia termina de barrer unas baldosas, se dice que no debe apurarse, piensa otra vez en la estrella, en la abuela, en que no puede esperar más. Mira a los Lancelotti y les dice con un gesto que lo sigan.
La noche anterior ha cenado en Ledoyen con Valérie. El marqués Eduardo de Valfierno quería estar visible, mostrarse en un lugar perfectamente público y supuso que no había nada mejor que ese restaurante elegante, donde suele comer el tout Paris. Pidió ostras y champaña: se sentía tan lejos y tan cerca, escrutado y custodiado por esa gente distinguida. Valérie estaba parlanchina y se pasaron la comida conversando: el vestido de la condesa de Noailles en esa mesa más allá, el calor insoportable, la posibilidad de ir a pasar un fin de semana a Deauville, los caballos que ha importado Sebastián de Anchorena. Recién con el café y el cognac Valfierno la miró a los ojos y le agarró una mano sobre el mantel de hilo: —Ahora sí le puedo contar lo que seguramente usted ya sabe.