—Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...
Susurra Perugia tratando de no mover los labios mientras entra en la sala Duchátel y se siente más reconfortado.
—...ahora y en la hora de nuestra muer...
Dice y se para de golpe: cualquiera sabe que en circunstancias como ésta mejor no nombrar la muerte, más vale no tentarla. En la sala Duchátel nunca hay mucha gente: por eso Perugia y el Signore la eligieron. Por eso y por el cuartito.
Cuando entra en la sala hay una pareja de jóvenes —otra pareja, piensa, de ésos que no les importa nada todo esto— tres señoras mayores de aspecto distinguido, ningún guardián y, al fondo, junto a ese cuadro enorme, los dos hermanos Lancelotti. Perugia suspira aliviado y enseguida se preocupa: espera que los hermanos se acuerden de que no tienen que saludarlo ni hablarle ni hacer ningún gesto de reconocimiento como les dijo la noche anterior en el bistró de Berthe. No está seguro: los hermanos son medio duros de mollera. Pero se lo dijo tantas veces que quizás lo entendieron.
—¿Y si pasa algo?
Le habían preguntado.
—¿Algo como qué?
—No sé, esas cosas que pueden pasar, algo. Que nos pregunten qué estamos haciendo, que te agarren, que haya un guardia todo el tiempo ahí.
—Nada, ustedes se hacen los idiotas.
Les dijo y se arrepintió enseguida, pero ellos no dijeron nada. Y les insistió en que no lo saludaran y se quedaran parados en la sala hasta que él les hiciera la señal. Son las tres y veinticinco: faltan treinta y cinco minutos para el cierre —hay que hacer tiempo. Perugia se para por detrás de los hermanos —que simulan estar mirando el cuadro grande— y les mira los trajes: pobres, deshilachados, todos deben darse cuenta de que no son de acá, piensa, y entonces vuelve a pensar que él debe parecer lo mismo y se preocupa. Y para colmo el saco es grande, para esconder el paquete con sus herramientas. Pero en la sala Duchátel no queda nadie fuera de las tres mujeres y Perugia simula que recorre los detalles del cuadro. Por simular, entonces, se detiene a mirarlo y le da un sobresalto: es un cuadro muy grande, pintado con colores opacos, mucho marrón y rojo, donde Jesucristo agoniza en la cruz acompañado por los dos ladrones. Perugia se persigna: justo así, acompañado por los dos ladrones. Perugia mira a los hermanos, trata de mantener la calma, maldice el momento en que aceptó meterse en esta historia, se disculpa ante Jesús por los insultos.
—Ave María Purísima sin pecado concebida...
Murmura ahora y vuelve a mirar su reloj: son las tres y veintisiete y las tres señoras se están yendo: la sala Duchátel se queda sola.
—Ahora, vamos.
Susurra Perugia y los tres caminan sin hacer ruido —como si alguien pudiera descubrirlos por el ruido— hasta la esquina noreste de la sala. Ahí, disimulada entre las molduras, hay una puerta del tamaño de un hombre. Perugia tantea la cerradura escondida, la trabaja con su navaja de bolsillo. Un minuto larguísimo; la cerradura se abre.
—Vamos, adentro, adentro.
Dice Perugia y los tres entran en una especie de cuartito oscuro, atestado de cosas que no ven todavía. Cierran la puerta; Perugia se apoya contra la pared y su suspiro suena como un trueno.
—Lo curioso es que él dice que fue usted el que lo empujó a convertirse en Valfierno.
Dije, y me di cuenta de que había dicho una tontería: la cara de Yves Chaudron se estaba transformando en una enciclopedia del rencor.
—Disculpe, no quise decir eso. Pero le confieso que me llamó la atención cuando me lo dijo.
—¿Por qué? ¿Porque él parece el fulano más suficiente y espléndido y yo soy este viejo enterrado en un sillón?
Chaudron gritaba: ese señor que parecía incapaz de acentuar una palabra más que otra me estaba gritando. A su manera: casi sin levantar la voz, con los puños apretados sobre los brazos del sillón floreado, marcando cada sílaba. Gritaba y los ojos y el resto de la cara se le entristecían, como si llegar a estos excesos ya fuera una derrota:
—¿Porque usted es tan periodista que no es capaz de imaginar más allá de lo que ve delante de sus narices, periodista? ¿Porque no puede darse cuenta de que hubo épocas en que su héroe era un pobre diablo? ¿O porque no quiere darse cuenta?
Desde la puerta de la cocina Ivanka nos miraba —me miraba con odio. Tenía las piernas gruesas muy abiertas: plantada en desafío. La cercanía que había conseguido en horas de entrevista se deshacía en el aire: justo ahora, cuando tenía que hacerle las preguntas delicadas. Para recuperar su buena voluntad le pregunté cómo se le había ocurrido el nombre Valfierno:
—¿Pero en serio usted puede creer que ese disparate se ocurrió a mí?
Me había vuelto a equivocar. Pero, por alguna razón que no terminé de entender, Chaudron se estaba calmando:
—No, eso fue él, vaya a saber de dónde lo sacó. Es más, yo se lo discutí, como le discutí que se hiciera marqués. Pero el señor quería, decía que los argentinos son demasiado tontos como para dejarles nada librado a su imaginación: que si uno quiere que entiendan algo hay que decírselo con todas las letras. Y en eso sí que estábamos de acuerdo.
Chaudron se calló pero amagaba. Después se decidió:
—Disculpe, Becker, lo que le dije antes. Yo quiero creer que ya no importa, pero parece que hay cuestiones en todo esto que todavía no he podido tragar.
—¿Él cambió mucho cuando empezó a llamarse Valfierno?
—Mucho es poco decir, periodista. A ver si me entiende: cuando yo lo conocí él era uno de esos hombres que han decidido que ya lo intentaron, que no quieren ir más allá, que van a tratar de quedarse adonde están todo lo que...
Yo hubiera jurado que mi cara no mostró lo que pensaba pero Chaudron lo debe haber leído, porque me contestó. Pero el ataque de furia ya se le había pasado. Ahora su tono era más cansado, casi condescendiente; había pasado del enojo al desaliento:
—No, no se equivoque: es muy distinto. Yo soy un viejo y estoy enfermo y tengo esta casa y un dinero en el banco y una esposa que dice que me quiere. Él entonces recién estaba en los cuarenta y contaba los polvos de un prostíbulo y vivía como un perro, Becker, como un perro. No sé si he sido claro.
Había sido. Pero siguió: empezó a explicarme que uno todavía hace planes y se cree que va a ser otro cuando no tiene volúmenes en la cara. Eso dijo: "cuando no tiene la cara llena de volúmenes".
—Digo: cuando la cara es un solo volumen con nariz. ¿Vio que después la cara se va deshaciendo en muchos volúmenes, las mejillas separadas de la boca por dos líneas de falla, la papada convertida en ente autónomo, la frente una papa tajeada? Bueno, cuando la cara se le llena de volúmenes uno empieza a creer que no hay más planes, ¿no lo notó?
Le dije que claro, por supuesto, y le pregunté con todo el cuidado posible si sabía por qué Valfierno quería quedarse en ese prostíbulo, por qué no quería cambiar de vida y Chaudron me dijo que intentaba convencerse de que había alcanzado cierta sabiduría:
—Solía decir eso que ya le dije, que podía conformarse con sus sueños, con su imaginación, y que era de necios tratar de transformar sueños en realidades. Decía que él sabía eso y no necesitaba más.
—¿No necesitaba o no se atrevía? Así, a lo lejos, parece un hombre aterrado, y me gustaría saber por qué.
—Disculpe, pero ¿usted vino a verme para que le hable de él?
—No, por supuesto que no. Vine para que me cuente sobre usted y sobre lo que hicieron juntos.
—Hacer juntos es una manera de decir. Hubo un momento en que él empezó a hacer y yo sólo podía seguirlo.
Yves Chaudron llamó a Ivanka con un susurro —que sólo una esposa podía oír a través de la puerta de la cocina— y le pidió que nos trajera cafés. Ella dijo que no se aprovechara de la situación, que él sabía que no podía tomar café a estas horas.
—Mujer, no te pregunté si podía tomar café. Te pedí dos.
Le dijo Chaudron con una suavidad extraordinaria. Y me empezó a contar que él y Valfierno llegaron a París casi sin dinero, que no se atrevieron a llevar cuadros por miedo a las aduanas y que apenas les alcanzó para instalarse en una especie de departamento de un ambiente donde él armó su taller-y para comprar telas y óleos. Pero que Valfierno se contactó con ciertos argentinos y rápidamente consiguió un par de clientes para sus Murillos y Riberas.
—Para mí París fue muy difícil. No sé si a usted le habrá pasado alguna vez, Becker, esa sensación de volver al punto de partida sin haber conseguido absolutamente nada. Yo estaba como veinte años antes, cuando tuve que irme, y era todo igual. Fue muy duro, para mí fue muy duro. ¿Sabe cómo descubrí que algo andaba muy mal?
Me preguntó Chaudron, y se interrumpió porque su mujer entraba con la bandeja y los cafés. Algo había pasado entre ellos, también: él ya no quería que ella lo escuchara. Hubo un silencio embarazoso; cuando ella se volvió a la cocina me dijo que todo se arruinó cuando dejó de buscar.
—Sí, no ponga esa cara. Vivíamos en ese taller, era un caos, dos personas en un lugar muy limitado, y todos mis enseres de trabajo. Muy a menudo se me perdían cosas, y entonces las buscaba. Cuando estaba bien, las buscaba tranquilo. Se me perdía algo, lo buscaba. Quiero decir: miraba por todos lados, revolvía. Hasta que un día no sé lo que pasó, pensé que no tenía que buscar: que tenía que pensar. Por un tiempo todo pareció funcionar mejor: ya no buscaba. Si se me perdía un color no revisaba seis docenas de pomos, no. Trataba de recordar cuándo lo había usado por última vez, qué había movido desde entonces y enseguida lo encontraba. Le parecerá una tontería, periodista, pero ahí se empezó a caer todo.
Yves Chaudron se calló: estaba muy lejos. Me pareció que miraba el cuadro de la virgen con niño como si ahí también hubiera alguna clave; quizás no. Después pensé que esa idea de encontrar claves en todo era demasiado francesa para mí.
—En cuanto vendimos algunos cuadros y conseguimos un Poco de plata él se instaló por su cuenta. Ya no me soportaba, me parece. Yeso que yo nunca le eché en cara que él fuera una idea mía. No, yo no era de ésos que se pasan todo el tiempo jactándose de lo que hacen, no, de ninguna manera.
—Pero siguieron trabajando juntos.
—Claro, si no usted no estaría acá. Usted no me habría ve-nido a ver si hubiéramos vendido un par de copias más o me-nos bien hechas de los barrocos españoles, periodista. Usted vino a verme porque a él se le ocurrió esa idea genial, ya sabemos. Pero le insisto: eso sucedió porque él, en París, terminó de convertirse en Valfierno.
Me dijo, y que era un proceso que había empezado en Buenos Aires pero que entonces todavía daba la impresión de que miraba todo el tiempo para atrás, que tenía miedo de que alguien fuera a descubrirlo.
—Cuando llegamos a París, en cambio, se le fueron todos los temores: ahí sí que fue su personaje, se creyó que era ese invento mío, el marqués de Valfierno. ¿No es ridículo? ¿Y no es todavía más ridículo que gracias a eso el mundo nos recuerde sin saberlo?
Me dijo, y me pareció que estaba agotando su paciencia. Pero todavía había ciertas cosas que quería decirme: que, en medio de su malestar, empezó a sentir que la copia ocupaba un lugar cada vez mayor. Ya no quería contarme historias; quería hablarme de sus teorías. A mí me faltaban, todavía, las preguntas centrales.
—No sé si usted lo habrá notado, Becker. Lo que pasa es que el avance de la técnica, el progreso, está llevando el mundo cada vez más hacia la copia. Imagínese, antes para dibujar el plano de una ciudad había que imaginarlo. Ahora usted se sube a uno de esos globos, lo mira y lo copia. Todo se ve, y más que se verá. Mi oficio está lleno de competidores sin ninguna preparación, una runfla de imitadores muy baratos. Yo me di cuenta de eso entonces, periodista, y también me di cuenta de que la copia no tenía la reputación que se merecía. La copia es la base de la civilización, no sé si lo ha notado.
—No, pero si...
—No me interrumpa, por favor. Le digo que si no fuera por la copia el mundo no existiría. Todo desaparecería todo el tiempo: somos efímeros. Y un original tampoco dura, es necesario que lo copien para que siga presente. El hijo al padre, el herrero a un herrero anterior, el martillo al martillo, el pollo a su gallina: todos copian. El hijo, copiado por el arte natural, es una reproducción imperfecta de su padre —donde su madre se inmiscuye más o menos. Sin la copia no habría cultura, no habría sociedad ni tradiciones, sólo animales: una batahola de individuos sin historia.
Chaudron se entusiasmaba, se transfiguraba: yo tenía la sensación incómoda de que se había pasado años pensando esas frases sin encontrar a quién decírselas.
—Si no fuera por la copia habría que inventar todo de nuevo todo el tiempo: una revolución peor que las revoluciones. Si no fuera, le digo, por la copia, la revolución nunca se detendría. Imagínese, si el mundo ya es un caos tal como está... Los rusos, los alemanes, todos esos. La copia es el orden, es la única garantía de que el orden persista.
—Disculpe, Chaudron. Me decía que entonces cuando decidieron hacer aquello de la Gioconda...
—No le decía nada de eso, periodista, no me tome por tonto. Yo lo único que le decía es que hay una injusticia terrible en todo esto. Usted sabe que un artista que copia es más hábil que el copiado. El artista copiado no ha hecho más que dar libertad a sus instintos: hace lo que le sale, lo que puede. En cambio el que copia se fuerza, se tuerce para hacer lo que el otro hizo sin querer. Lo que en uno fue naturaleza en el otro es arte. Y estábamos hablando del arte, si le he entendido bien.
Chaudron se calló como quien desafía. No me miraba, no miraba nada, pero veía algo. Después me dijo que me acercara, que me iba a decir algo muy importante: un secreto, me dijo, que hasta podía valer mucho dinero. Que fueron tiempos muy difíciles, me dijo, cuando pintaba sus Giocondas que se sentía disminuido, que no soportaba lo que hacía
—Era lo que había hecho toda mi vida, me entiende, y de pronto ya no lo soportaba. No sé si a usted le habrá pasado alguna vez, Becker, pero no hay nada más terrible.
Me dijo, y que entonces no soportaba la idea de que su trabajo fuera tan ignorado y que había tenido un momento de vanidad —y que se arrepentía pero no se arrepentía, que a veces sí, que no sabía— y que había dejado su marca en sus Giocondas:
—Cualquiera que lo sepa podría reconocerlas. Alcanza con buscar debajo de la sonrisa, la famosa sonrisa. Debajo de la sonrisa hay dos colmillos, periodista, dos colmillos rojos. Alcanza con buscarlos, ahí están.