¿Vos alguna vez pensaste en eso, Eduardo?
Bueno, sí, alguna vez.
¿Y qué pensaste?
Nada, ni me acuerdo.
Pero tampoco se sentía un gran hombre. Hubo un momento, le pareció, en que estuvo a punto de sentirlo —y se dio cuenta recién mucho después, cuando la oportunidad ya había pasado. Se decía que así son los momentos: que quien supiera reconocerlos cuando son y no cuando ya han sido-Que quién pudiera saberlos, saborearlos, retenerlos. Que ahora se había acostumbrado a ser quien era y que nadie se siente grande sino en ese momento escaso, corto, en que pasa de un estado a otro: en que se crece —como crece un río, pensaba, como crece de pronto una palabra. Que ya nunca
se sentiría un gran hombre —que había dejado escapar su única ocasión, que ojalá pudiera empezar todo de nuevo, que ojalá pudiera estar de nuevo a punto de.
Que lo había conseguido y, así, la había perdido.
Está orgulloso porque ha aprendido mucho sobre cuadros: ya es capaz de percibir sin dudas la diferencia entre un Murillo y un Zurbarán, por ejemplo, y aun así no puede notar la diferencia entre un Murillo de Murillo y uno de Chaudron —y eso lo tranquiliza.
Está orgulloso de su biblioteca: todos los libros de Mercedes, los que se fue comprando en esos años, la colección de libros de arte que se está haciendo ahora so pretexto de que los necesita para su trabajo. Sólo quisiera tener más tiempo para leerlos, porque la construcción de su vida le lleva mucho esfuerzo.
Está orgulloso porque, de vez en cuando, supone que ha recuperado una idea que tuvo —y llegó a odiar: la idea de que tal como es, será. Esa idea, ahora, es lo que más lo tranquiliza.
Ya veces se olvida de que su vida es tan reciente. De que algunos pensarían que no es suya.
Y se le ocurre de vez en cuando la idea —es curioso llamar a eso una idea— de que quizás todavía esté a tiempo de tener un hijo. Alguna vez se preguntó si Amelia. Pero piensa que sería el hijo de no se sabe quién, de Eduardo de Valfierno, un hijo falso. Después se dice que de todas formas los hijos son hijos de quién. Y, sobre todo: que qué extraño pensarlo, quererlo. Que algo ha cambiado más de lo que esperaba —y cree que le gusta pero no está seguro. No está seguro.
No, seguro no.
A veces piensa que, pese a todo, Valfierno nunca va a poder estar seguro.
Yo tengo muchos amigos, ¿sabe? Eso es lo que hace toda la diferencia: tener o no tener amigos, ser parte o no ser parte. Y yo tengo muchos amigos: nos conocemos desde siempre, ya ni sabemos cuándo fue la primera vez porque siempre estuvimos. A esos amigos uno puede pedirles casi cualquier cosa. Son gente muy decente, mis amigos. Algunos de mis amigos.
Sí, por supuesto. Yo también tengo algunos amigos, pero como viví tantos años afuera...
Por eso. Como le decía, mis amigos son gente de bien. Y algunos no, también hay que tener de ésos.
Sí, le entiendo.
No, no creo que me entienda. La cuestión es que lo hice investigar por mis amigos. Sé todo sobre usted, Bonaglia.
¿Qué? ¿De qué me está hablando?
No se haga el tonto. Y sobre todo no me tome por tonto. No se llega a ser lo que yo soy siendo un tonto. Usted se debe haber creído que éramos todos idiotas: que usted podía aparecer así, de la nada, decir que era marqués y que venía de París y no saber siquiera dónde están los cuadros que dice que vio, Bonaglia. La Laitiére en el Louvre... Le falta mucho, discúlpeme que le diga: acá el único idiota es usted.
Pero...
No, sin peros. Yo ya lo escuché demasiado; ahora me escucha usted a mí. Le conviene, si quiere sobrevivir. Si le interesa sobrevivir, si no da igual. Es muy simple: o me entrega todos sus cuadros o va preso por falsa identidad, para empezar a hablar. Eso solo ya son unos años de cárcel; después, si tiene suerte, viene la expulsión. Y tenemos más, por supuesto que tenemos más. Disculpe pero no sé de qué me habla. Lo sabe muy bien, Bonaglia, demasiado bien.
Yo sudaba. Unos días antes, Mariano de Aliaga me había dicho que estaba interesado en un Ribera que yo le mencioné y quedamos en que se lo llevaría a su casa. Me había llamado la atención que insistiera en venir a la mía, y pasé dificultades para explicarle que prefería la suya; al final lo aceptó y, esa tarde, me presenté con el cuadrito bajo el brazo. Era el retrato de un fraile franciscano hecho de claroscuros, los pómulos enrojecidos por el vino, la sonrisa casi degenerada: Chaudron había hecho un trabajo excepcional. Se superaba: su retrato del franciscano no era la copia de un cuadro existente sino un original —un original de José de Ribera pintado por Chaudron.
Y Aliaga lo había encontrado exaltante, increíble —o eso me había dicho: que Ribera pintaba como nadie la decadencia de los hombres, que quizás lo hubiera hecho para extremar la gloria del Señor pero que nadie como él para plasmar el envilecimiento, el extravío. Que era el pintor que este mundo merecía, que si hubiera vivido en nuestros días lo habrían condenado por demasiado peligroso: por disolvente, por irreconciliable. Estaba exultante: lo examinaba con cuidado, con muecas de placer, como se mira un caballo o una hembra: le brillaban los ojos al mirarlo.
Como le digo, es simple: o me da todos sus cuadros o va Preso.
¿De qué me habla, Aliaga? ¿De qué cuadros? Para empezar, éste que tenemos acá.
Chaudron me había dicho que copiar un cuadro era una tontería; que lo que le interesaba, cada vez más, era crear. No falsificar una obra; falsificar el procedimiento de su autor, de-cía. Y falsificar unos días de su vida: los que se habría pasado pensando en esos temas, bocetando ese cuadro, terminándolo. Que quería crear el cuadro de un pintor; hacer lo que es pintor tendría que haber hecho. No lo que hizo, no lo que no. dría haber hecho: lo que tendría que haber hecho, obras suyas mejores que las suyas porque uno ahora sabe —me decía Chaudron—, yo ahora sé lo que él podría haber hecho pero nunca hizo. Chaudron, a veces, me daba miedo: caía en la soberbia.
Yo sé que hay otros, Bonaglia. Para empezar, me deja éste...
Pero si es falso, señor, para qué lo quiere.
¿Usted me sigue tomando por idiota? Ya le dije que no se llega a ser lo que yo soy siendo un idiota. Quiero ese cuadro, quiero los demás. No voy a permitir que un farsante como usted siga haciendo estragos entre la gente decente.
Pero...
Sin peros: es su vida. Yo no le voy a preguntar de dónde salen, de dónde los roba. No me importa, por ahora, no es mi problema. Usted me los va a dar. En una semana los quiero acá, todos acá. Yo me voy a encargar de dárselos a quien corresponda.
Ha caminado de aquí para allá durante horas, se presenta en la casa de Chaudron a la una de la mañana, lo despierta a los gritos. Que nos descubrieron, que tenemos que irnos. Cómo, explíquese, por favor, expliquemé de qué está hablando. Ahora no hay tiempo, tenemos que irnos, le dice, esta alterado, y después, cuando se calma: si no nos vamos de Buenos Aires terminamos presos. ¿Aliaga? Sí, Aliaga. Chaudron le dice que siempre le había dado mala espina ese petimetre, que no le había querido decir nada pero le daba mala espina y le dice que se tranquilice, que espere, que le sirve un vino y se sientan y piensan.
Pero Valfierno le dice que no hay nada que pensar, que tienen que desaparecer lo antes posible, que es la única salida que quizás ir a Mendoza y ahí vemos qué podemos hacer, quizás pasar a Chile, vaya a saber, pero por el momento tenemos que poner distancia. Y Chaudron se queda unos minutos en silencio. Valfierno ha cerrado los ojos, trata de no ver las telas que se acumulan contra las paredes, su tesoro que se está transformando en incriminación, el derrumbe de su vida justo cuando.
Dentro de tres días sale un barco para Le Havre.
¿Y con eso qué?
¿Cómo que qué, Valfierno? Podemos tomarnos ese barco, escaparnos a Francia.
¿A Francia?
Sí. ¿No es el lugar donde usted vivió tantos años?
No joda, Chaudron.
En serio, Enrique. No creo que tengamos muchas más alternativas. Además, con el dinero que tenemos, en París podemos sobrevivir unos meses. Y después ya se nos ocurrirá alguna cosa, ¿no le parece?
Lo que me parece es que usted no entiende nada, Chaudron— ¿Qué cornos vamos a hacer en París? ¿Qué voy a hacer yo en la capital?
Piensa que cualquiera que lo vea va a notar que ese traje no es lo suyo: que está fuera de lugar adentro de ese traje negro y la corbata azul y el sombrero de paja. Aunque el traje sea usado y ajado se ve que no le corresponde y piensa que los paseantes que lo cruzan lo miran, notan algo, que alguno va a sospechar; tiene que decirse varias veces en ese breve recorrido que no, que no tiene sentido: decirse que, por suerte —esta vez sí es una suerte— él es el tipo de persona que nadie mira dos veces y que Valérie tuvo razón en decirle que no lo quería ver más y que lo raro fue que se hubiera encaprichado así con él. Y después: bueno, no tan raro. Ella sí supo verme y eso la hacía especial. Las gotas de sudor le caen desde el sombrero.
—Entradas, por acá los que tengan que comprar entradas. Por acá las colas para entrar.
Ya son las tres de la tarde del domingo y hace un calor de perros: incluso para agosto es un exceso de calor, pero ya dijeron los diarios que el verano de 1911 va a hacer historia. Vincenzo Perugia entra en el Louvre por el patio central y la puerta Denon y lo recibe un golpe de aire fresco. Perugia se sorprende al ver que hay tanta gente. A veces todavía se asombra de que haya tanta gente en el mundo y tan distinta y alguna vez incluso llegó a preguntarse para qué serviría. Pero esta tarde se sorprende de ver que cientos y cientos caminan a su lado por la puerta de entrada del museo. Deben estar buscando el fresco de esas salas enormes y sombreadas, piensa, y después no: esa pareja jovencita —camisa blanca él, vestido blanco ella— que avanza de la mano debe haber venido para hacerse arrumacos y ese grupo de siete alemanes sesentones que escuchan tan concentrados al que les lee una guía deben amar el arte o la pintura y ese padre de familia bigotudo con sus cuatro chicos no debía soportarlos más en casa y esas dos americanas cuarentonas deben estar buscando hombres y así tantos pero todos, piensa Perugia, pasean despreocupados, están aquí como podrían estar en otros sitios, saben que en una hora el museo va a cerrar y ellos se van a ir a sus casas: todos menos él. Perugia no piensa que para cualquiera de los que lo miran él también parece estar paseando y que entonces cualquiera de ellos puede, como él, esconder vaya a saber qué cosas, qué ambiciones ocultas y más que envidia le da cierta sensación de soledad, de extrañeza y más tarde —esa noche— pensará que si no fuera tan idiota, si tuviera un poco más de imaginación en ese momento se le habría ocurrido volverse a su pensión y, quién sabe, podría haberlo hecho todavía. Pero entonces no se le ocurre, y sigue caminando.
Va acunado por la aglomeración: de pronto se da cuenta de que ese exceso de personas le conviene. Todos hablan: es curioso, piensa, como las palabras susurradas de tanta gente pueden convertirse en ese estruendo. Cada uno dice claro mañana barco cuadro ohparís mihermana sinlasdudas y todo junto se transforma en un ruido espantoso, piensa: es raro. Es raro: nunca piensa en esas cosas. Quizás no sea para tanto y a él le molesta ahora el batifondo porque está un poco nervioso. No, se dice, yo no estoy nervioso. Pero no está seguro. Tal vez debería estarlo. No sabe qué es mejor.
No sabe, pero ya está parado junto a la escalera monumental desmesurada: una vez más —lleva unos meses sin pasar por ahí— se dice que es grandiosa. Y los techos, los frescos, las columnas, los mármoles. Los espejos: sobre todo los espejos. Perugia mira a su alrededor y piensa cuánto deben impresionarse todos ésos; él no tanto porque ya los conoce pero todos ésos seguro que sí, deben estar apichonados, yo por suerte ya conozco y aun así lo impresiona, a mí que soy italiano y vengo del país de los emperadores y las iglesias tan pintadas me impresiona, espero que los hermanos no se asusten. Seguro que los hermanos no vinieron nunca, piensa: que ojalá no se asusten y vayan a la cita.
—Señor, ¿usted sabe dónde está la Venus de Milo?
—No, cómo quiere que sepa. Pregúntele a los guardias.
Perugia encara la escalera que lleva al primer piso y le parece que un guardián lo mira. Le molesta: no se preocupa porque el guardián podría reconocerlo sino porque ve que tiene en su solapa una chapa amarilla, distintivo de algo. Perugia sabe muy bien que el amarillo es el color más gettatore y mete la mano izquierda en el bolsillo del pantalón para tocarse, sin que nadie lo note, el huevo izquierdo. Entonces sí suspira, y sigue más tranquilo. Aunque es cierto que el guardián que lo miró podría reconocerlo: él no lo recuerda pero el guardián sí podría recordarlo del año anterior, cuando estuvo trabajando ahí. Sería raro: demasiado desafortunado, piensa, y lo desecha.
Fue una casualidad: el azar de que fuera su patrón de entonces quien consiguió el contrato para ponerles vidrios a los cuadros más famosos del museo. Fue, piensa ahora, pura suerte —y se asombra: él nunca tuvo suerte. Sí, lo sabe, no le gusta reconocerlo pero es muy cierto: él nunca tuvo suerte en esta vida, por eso tiene que estar tan atento a todo lo que pase; ojalá se le pegue la suerte del Signore, piensa: se le ve que él tiene para todos. Pero eso de que su patrón consiguiera el trabajo de los vidrios sí que fue suerte, se dice, a menos que, piensa, y no quiere completar el pensamiento-Por si acaso. Mejor no pensar esas cosas, y menos un día como éste; fue suerte que justo los directores del museo se asustaran porque había una parva de locos sueltos que se dedicaban a atacar cuadros como si no hubiera otras cosas que atacar y entonces, asustados, decidiesen proteger sus cuadros más famosos con los vidrios. Perugia no sabe —no tiene por qué saber— que la decisión provocó escándalo: protestas en los salones elegantes, cartas en los periódicos por ese incalificable atentado contra el arte clásico y un joven novelista que llevó su brocha y su navaja y se afeitó en el reflejo de esos vidrios. Pero Perugia no lo sabe; sí que su patrón lo mandó fabricar las cajas de madera para los cuadros protegidos y que después, durante varios meses, fue todos los días al museo a completar la instalación. Entonces tuvo todo el tiempo para saber cómo se mueve este palacio: por eso, está claro, el Signore lo buscó para el negocio. Por eso hoy Perugia se ha endomingado como le dijo el Signore y el saco le molesta y piensa, por un momento piensa que la orden de ponerse saco puede ser un error del Signore y que quizás el Signore se haya equivocado también en otras cosas, porque quién sabe quién es ese señor que le ha ordenado todo esto: ese señor en quien está confiando tanto como para venir a jugársela en esta tontería y quién sabe qué será. Pero mira a su alrededor y ve más gente con traje y se dice que el Signore tenía razón, que si se hubiera presentado en el museo sin su saco habría llamado mucho la atención y que sí tenía razón y se arregla la corbata azul.