Valfierno (28 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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—Me imagino.

—No creo que se imagine. Figúrese si yo, con la Gioconda debajo de la cama, iba a aceptar que un don nadie me pegara cuatro gritos.

Me dice, se sonríe. Y que además tenía bastante plata, pero se fue acabando.

—Y se jugó la plata que tenía.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque es así.

—¿Cómo que es así? ¿Anduvo averiguando?

Era una hipótesis, pero su reacción me muestra que es correcta. Su cara, sobre todo.

—¿Se jugó todo lo que tenía?

—Casi todo, es verdad. Yo tenía la sensación de que mi suerte había cambiado, se figura. Si pude robar el cuadro más caro del mundo cómo no iba a ganar plata con un partido de fútbol o una pelea de boxeo, con las malditas cartas. Me equivoqué, ya sabe. La suerte no era mía.

Perugia se estaba quedando sin dinero pero no se preocupaba: todavía esperaba que Valfierno reapareciera con un montón de francos para darle lo que le debía.

—Figúrese, señor, mi vida. Yo dormía sobre una mina de oro y no tenía un centavo. Últimamente, cuando la miraba, me parecía que la muy puta se reía de mí. ¿Vio esa risa que tiene? Era de mí que se reía. Porque yo pasaba hambre con ella debajo de la cama. ¿Y qué iba a hacer? ¿Guardarla para ese tipo? Yo lo podría haber esperado todo lo necesario, pero para eso tenía que decir algo, pedírmelo por lo menos. Ahí lo empecé a odiar, al copetudo ese. Fueron dos años: ¿usted me entiende lo que son dos años?

Perugia se exalta, mueve las manos para todos lados. Yo trato de no mostrar sorpresa, pero me parece que empiezo a entender algo: el error de Valfierno. Lo que me había parecido un plan perfecto tenía un error extraordinario: desentenderse de su primer ejecutor. Y el error no fue peor porque Perugia tardó mucho en actuar: su falta de imaginación, una vez más. No tenía un centavo, tenía el cuadro, tenía el odio pero no se le ocurría cómo juntar esos elementos. Ya había pasado un año desde el robo cuando Perugia empezó a pensar qué haría con la madonna que dormía con él.

—¿Sabe cómo fue? Mire, ya que le estoy contando todo, se lo voy a contar: se me ocurrió que se había muerto. Se me ocurrió que se había muerto por ahí, en cualquier lado, sin poder avisarme. Una noche, mirando el cuadro, con las velas, dije pero qué idiota, está la muerte, este tipo está muer to. Hasta me dio un poco de pena, no le miento. Vaya a saber dónde le había pasado. Y si se había muerto todo se explicaba, el cuadro era mío, tenía que hacer algo con él, ¿me entiende?

—Sí, por supuesto.

—¿Se había muerto?

—No, estaba perfectamente vivo, Perugia.

Le digo, y es verdad: era verdad, entonces.

—Carajo.

Dice, y lo repite:

—Carajo, estaba vivo.

Y otra vez a mirar el vacío, las manos en el pelo, las manos en el vaso, el sorbo con su ruido a sorbo. Es un momento duro: la historia que se había armado se le derrumba una vez más. Me da pena. Me tienta decirle la verdad, pero necesito que me siga contando. Entonces le pregunto qué quiso hacer con el cuadro y se queda en silencio.

—Supongo que buscó a quién vendérselo.

Le digo, para ver qué me dice:

—No, yo no estoy para esas cosas. No conozco a esa gente, los ricos que compran esos cuadros. Y además yo no tenía esa idea de venderlo.

—Vamos, Perugia. Cuando lo detuvieron en Florencia le encontraron en su pieza de París nombres de coleccionistas conocidos. Hasta tenía las direcciones de Carnegie, J. P. Morgan, Rockefeller.

—Sí, eso dijeron.

—Y era cierto.

—Puede que fuera cierto. Pero yo no sé cómo se hace para llegar hasta esa gente, y además yo no quería vender nada. Yo quería devolver el cuadro a mi país.

Ésa había sido su historia durante todo el juicio, pero no era creíble. No había sido, por lo menos, lo que pensó al principio, cuando buscó la manera de venderlo. Las migas sobre la mesa atraen a unos gorriones; Perugia los espanta de un manotazo demasiado fuerte y casi vuelca un vaso.

—¿Quién le dio la idea de traerlo a Italia?

—No, nadie me dio la idea. Se me ocurrió a mí solo. Cuando pensé que él se había muerto.

—Vamos, Perugia, yo sé cómo son esas cosas. Una noche alguien le dice algo, un hombre, una mujer...

—No, un hombre, un hombre.

Dice, sin pensarlo, y se para de golpe: ya es muy tarde. Perugia lo sabe, toma un trago de vino y me cuenta que una mañana que no tenía trabajo estaba en el bistró con un compatriota hablando de lo mal que los trataban los franceses y que qué se creían y el otro le dijo que los trataban de ladrones a ellos, a los italianos, y que eran los franceses lo que les habían robado tantas cosas, cuadros, estatuas, hasta algunas palabras les robaban. Y que él le preguntó qué cuadros por ejemplo y el otro le dijo bueno, el más famoso es la Gioconda, que Napoleón se la trajo cuando nos invadió y ahora hicieron todo ese escándalo cuando se la robaron: sería gracioso que fuera un italiano, le dijo el otro, no te parece. Sí, sería gracioso.

—Y ahí me di cuenta de lo que tenía que hacer, sabe. Tenía que devolverle a mi país lo que le había robado ese italiano renegado, Bonaparte. Ésa sí que era buena. Un carpintero defendiendo a Italia mucho mejor que los generales y los reyes. ¿No le parece buena?

—Pero Napoleón no se llevó ese cuadro.

—¿Quién lo dice?

—No, Perugia, usted lo sabe, ahora: Leonardo se lo vendió al rey de Francia, a Francisco I.

—Eso dicen algunos. Pero usted sabe cómo son esas cosas. Siempre mienten.

Perugia se revuelve incómodo y se calla. Está cayendo el sol y los pájaros gritan. Por la calle empedrada, delante de la iglesia, pasan en bicicleta dos muchachas con el pelo suelto y vestidos floreados; los camisas negras les silban, les ofrecen amores. Las muchachas siguen sin darse vuelta: debe ser su papel en este juego.

—¿Sabe qué pasa? Hay algo que muy poca gente sabe, pero yo se lo voy a contar. A mí me lo dijo el Signore, y era cierto: la Mona Lisa es yeta.

—¿Cómo?

—Yeta, trae mala suerte. El Signore me lo explicó cuando hacíamos los planes: me contó toda la historia. Pero no quiero hacerla larga. La cuestión es que a los que quieren guardársela les da algo. Hay que tenerla y entregarla, hacerla circular.

—¿Y, sabiendo eso, usted se atrevió a robarla?

—Era robarla, nada más, no tenerla. Sí, era un riesgo, pero el mundo es de los valientes, ¿no se lo dijeron? Yo tomé el riesgo de robarla, pero tenerla...

Dice Perugia y se toca con la mano izquierda la entrepierna: sin ningún disimulo. Se ha levantado viento; los jugadores de dominó ya están guardando sus fichas de madera. Seguramente Valfierno, para evitar que su esbirro lo traicionara, que le birlara el cuadro, le contó esa historia de maldición gitana. Pero el invento se le volvió en contra. Perugia se ponía más y más nervioso: muchas noches sacaba a la Gioconda de su caja debajo de su cama, la miraba, la tocaba, le hablaba en su dialecto, trataba de entender dónde escondía su maleficio.

—Dos años con esa bruja debajo de la cama, señor: dos malditos años. Usted no me va a creer, pero le digo que más de una vez tuve la idea de quemarla.

—¿Quemarla?

Digo, y la voz se me escapa. Perugia se sonríe:

—Le parece muy raro, ¿no? No era tan raro. Pero no me animé: me dio miedo de que si la quemaba la mala suerte se me podía quedar pegada para siempre. Por eso no la quemé, al final. Qué iluso. Como si hubiera forma de escaparle...

Dice Perugia, al borde del susurro. De pronto entiendo que hace años que no habla de todo esto: que necesita volver a contárselo a alguien, revisar quién es, cuál es su historia.

—Así que decidió traerse el cuadro para acá.

—Claro, es lo que le estoy diciendo.

—¿Y se lo trajo a su país sabiendo que le daría mala suerte?

—No, a los países no les da. Si no, mire Francia, tendría que estar hundida. Y no le va tan mal. Es para las personas.

Me dice, con una lógica impecable. Y que por eso se la trajo. Por eso y porque, por fin, iba a ser alguien: el héroe que devolvió la Mona Lisa a Italia.

—Figúrese, tenía todo a favor. Lo que no pensé fue que los políticos eran lo que eran. Gracias a dios el Duce ya los barrió a todos.

—¿Y qué le dijo Mathilde cuando decidió llevárselo?

—¿Cómo?

Perugia se para, se pone su sombrero, me mira como si recién me descubriera: un juez, un policía, un enemigo. Le toco el brazo para tranquilizarlo: la manga de su camisa está grasienta. Perugia se sienta; yo ya no puedo echarme atrás:

—Sí, Mathilde. No se haga el ingenuo, Perugia, sabe muy bien de qué le estoy hablando.

—Mire, no mezcle a Mathilde en este asunto.

Dice, feroz: ahora defiende la reputación de una muchacha —que ya debe haber cumplido los cincuenta años. Perugia había conocido a Mathilde en los meses posteriores al robo: una campesina alsaciana, mucama de casa burguesa, seguramente rubia.

—No tiene derecho. Ella no tuvo nada que ver con esto. Ella era buena, sencilla, amorosa, no como la otra.

Perugia se ha descontrolado —y el periodista debe aprovecharse:

—¿Como la otra? ¿Qué quiere decir como la otra?

—Nada, no importa. Mathilde nunca supo lo del cuadro. En todo ese tiempo yo no se lo dije a nadie. Yo sé guardar secretos, no como otros...

—¿A qué se refiere?

—Nada, no importa.

—Dígame, por favor.

—No, yo sé guardar secretos.

No insisto: es útil reconocerle un pequeño triunfo cada tanto.

—¿Y Valérie no supo nada?

—Yo qué sé lo que supo Valérie. Ni me la nombre. Esa mujer se creyó que un italiano es como un perro, que un hombre italiano no es un hombre, no sé qué se creía. Ni me la nombre, por favor.

Yo necesito saber qué fue de ella, pero tampoco podré preguntárselo a Vincenzo Perugia. Que se revuelve en su silla de madera, molesto, mirando a todos lados. Estamos solos; parado junto a la puerta del café, el patrón espera que nos vayamos de una vez por todas.

—¿Y no le hacía pensar en Valérie?

—¿Cómo?

—El cuadro, digo, la
Gioconda
. ¿No le hacía pensar en Valérie?

—No le entiendo, disculpe.

—No, nada. El Signore me dijo que a él sí se la recordaba mucho.

—¿El Signore?

Perugia se sirve lo que queda del vino, se lo toma de un trago y me dice que nunca termina de saber si le debe algo o no:

—Al final no sé si me salvó o si me arruinó la vida.

Me dice y, por un momento, se me ocurre que lo he juzgado mal: que es mucho más astuto. Entonces me dice que le tengo que pagar. Busco la billetera en el bolsillo de mi saco.

—No, señor, pagar en serio: el nombre del Signore. Quizás si lo descubro voy a poder saber si le debo o no le debo.

Tiene razón: le prometí mucho más que dinero.

—Se llamaba Valfierno, marqués Eduardo de Valfierno.

—¿Marqués? ¿Y por qué dice que se llamaba?

Me parece que la segunda pregunta es la importante:

—Porque el marqués de Valfierno ya no existe.

Le digo y me pregunta de dónde era y antes que pueda contestarle me dice que él se había dado cuenta de que hablaba bien en italiano pero tenía un acento y no sabía de dónde. Quizás calabrés, me dice, siciliano.

—Era argentino.

—¿Argentino de dónde?

—De Argentina, Perugia, de América del Sur.

—¿En serio? ¿Y está muerto?

—Sí. Por eso estoy hablando con usted.

—¿Muerto? ¿Está muerto?

—¿Le sorprende?

—La verdad que no sé qué decirle. ¿Y cuándo se murió, cómo fue, dónde?

LAS GIOCONDAS
1

Abre el diario y busca la noticia: la noticia no está. Piensa que es un idiota, que si estuviera estaría en la primera página. Después —aunque piensa lo que piensa— abre otro diario y después otro y otro. No aparece. Los parisinos publican tantos diarios y en ninguno aparece la noticia. Los diarios de esta tarde cuentan que el calor va a seguir, que las inundaciones no, que el primer hidroplano francés acuatizó en el Sena, que Nijinsky baila Stravinsky con los Ballets Rusos de Diaghilev, que los alemanes mandaron torpederas a la costa de Marruecos, que los obreros ferroviarios preparan una huelga, que esos nuevos cigarrillos húngaros baratos, los Gauloises, son demasiado fuertes para el gusto francés. Nada que le interese, tonterías. La noticia no está.

El padre de ese hombre, entonces, en ese momento innecesario de la historia, es un hombre que se define de otro modo. El hombre no está, todavía, convencido de que ser el padre de ese hombre —que ser el padre de alguien, que ser un padre en general— sea una definición de su persona. Y, en verdad, no tendrá mucho más tiempo para encontrar esa definición —o cualquier otra. Un hombre puede pasarse la vida sin descubrir cuál será la definición de su persona; un hombre puede pasarse la vida y más sin preocuparse por buscarla; un hombre puede suponer con cierta sensatez que su persona no puede o necesita definirse en términos que las palabras sepan describir. Pero puede suceder que un hombre quede registrado, en ésta y otras historias, como el padre de un hombre: entonces, a veces, todo el resto de su vida —todos los minutos de su vida salvo esos cuatro, cinco, veinte minutos de agitación sobre una hembra— pueden esfumarse ante el impulso de ese chorro de leche: de sangre concentrada en esa leche. Un hombre puede tardar muchos años en descubrir que, eventualmente, ésa será la definición de su persona; más, la mayoría, no llegarán a imaginarlo nunca. Ese hombre, ahora, camina por esa calle y no se ve a sí mismo como un padre.

¿Y es cierto que usted odia a Italia? ¿A todo lo italiano? ¿Por qué iba a odiar a Italia, periodista?

Bueno, por la historia de su padre, la muerte de su padre.

¿Quién lo contó ninguna historia de mi padre? ¿No le dije mil veces que yo no tuve padre?

Lo leyó en Buenos Aires: que las falsificaciones existieron desde siempre. Que ya los egipcios hacían piedras preciosas con pedazos de vidrio coloreados, que los romanos no paraban de esculpir estatuas griegas, que los primeros cristianos se llenaban de oro con trozos de la santa cruz y huesos de los mártires y clavos de Jesús. Que todo lo que vale la pena se falsifica, y que nadie falsifica lo que no: que falsificar es el gran homenaje. Que falsificar la naturaleza es un gesto de grandeza del hombre: demostrarle que su poder puede ser igualado. Y que falsificar el arte es humildad: demostrar que el valor de la creación humana no es más que una ilusión, una convención entre tantas posibles. Y que todo lo que hacen los hombres es copia o falsificación y que el único invento de los hombres es el ángulo recto —que la naturaleza no creó.

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