Valfierno (32 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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Que él sí hizo arte —piensa, dice, se dice— y que no hay nadie que lo sepa. Que él no es ni será —que él, el marqués de Valfierno, odiaría ser— uno de esos farsantes que vieron que eran pintores espantosos, poetas deleznables y proclamaron que su arte eran sus vidas. Que no, que a él nunca se le habría ocurrido el arte: que apareció de pronto.

Lo primero que le pregunté aquella mañana, en su cuarto del Fillmore, fue por qué me había elegido a mí para contarme lo que estaba por contarme. Me sonrió; no era la pregunta correcta, pero daba igual. A Valfierno no le importaban mis preguntas: tenía una idea muy precisa de qué quería decirme, y lo decía. Que yo estuviera ahí era una especie de accidente. Él necesitaba que estuviera y lo escuchase y yo, durante la mayor parte de esos dos días, no entendí para qué. Sí entendí que le molestaba esa necesidad: me lo dejó muy claro.

—Usted me dirá que nunca se ha masturbado, periodista.

—Supongo que no vinimos para hablar de eso.

—Supone mal. Una paja, con perdón de mi francés, es una forma de falsificar la vida sexual, ¿no es cierto? Hasta que se convierte en una vida sexual. Es el proceso de cada falsedad: termina convirtiéndose en la cosa. Usted debe saber de eso.

Las persianas de la habitación estaban cerradas: Valfierno no había querido abrirlas. Me dijo que no podíamos dejar que el presente se inmiscuyera en nuestra historia —y yo después pensé que lo que no tenía que entrar era la realidad, pero no se lo dije. Fueron horas y horas y su relato fue exhaustivo: empezó la historia de su vida por el principio, en Italia, y no me ahorró detalle —no digo que fueran ciertos, pero abundó en todo tipo de detalles— hasta llegar al robo y su final. Valfierno me mostró papeles, recortes, unas fotos; fue desdeñoso, cálido, ansioso, diligente. Fueron dos días infinitos. De a poco, casi sin intentarlo, fui entendiendo que el tal marqués era muy diferente de sí mismo. Y que solía decir ciertas cosas para que su interlocutor pensara lo contrario: repetía con sarcasmo que me necesitaba para simular que no era así —para desactivar esa necesidad con la ironía—, pero realmente me necesitaba. Y entendí, por supuesto, que su historia era en verdad extraordinaria: me ahogaba la excitación de saber que cambiaría mi vida.

—Ahora usted, periodista, es el único que sabe la verdad. O quizás no lo sea. A veces sospecho que ellos también la saben...

—¿Ellos?

—Ellos, los que tienen que saberla. Lo que pasa es que prefieren no decirlo: les sirve la historia del idiota de Perugia, un ladrón tonto que no amenaza nada. La prefieren a la mía, que podría crear imitadores. Así que la mantienen. No sé, no estoy seguro.

En esos días había aprendido que la inseguridad no era su fuerte: me extrañó que me dijera eso.

—En todo caso, sé que si mi historia nunca se conoce, ellos habrán ganado la pelea.

No, piensa, se dice: que la gloria ignorada sirve por un tiempo, que no somos tan fuertes, que llega un momento en que necesitamos el espejo: que otros sepan que yo, dice, se dice. Y que él vivió todo este tiempo con ese cuchillito en la garganta.

Dice —piensa, dice, se dice— que es un hombre mayor. Que no quiere pensar que ya es un viejo, pero que está a punto de cumplir cincuenta años: que si todo sigue bien le quedan diez, quince años por delante. Y que se acuerda a menudo de algo que le dijo, hace ya tanto tiempo, don Simón, el estafador inverosímil. Recuerda que don Simón le dijo —dos, tres veces, más— que hay una edad en que ya no vale la pena hacer alardes: o la realidad los desmiente y son patéticos, le dijo, o la realidad los confirma y son innecesarios —aunque, seguramente, usaba otras palabras, piensa ahora, con las mismas palabras, el marqués de Valfierno. Y que eso se llama madurez, decía el gallego, y que puede ser bastante placentero. Debe serlo, piensa el marqués: piensa que debe serlo. Pero que él nunca consiguió aprenderlo.

Aunque quizás una vez estuvo cerca, piensa: piensa que estuvo cerca. Fue cuando tuvo el accidente —su accidente— hacía más de dos años. Cuando estaba destrozado en la camilla de aquel hospital y sabía que no podía hacer nada, inmóvil, entregado, un médico con aspecto temible le hurgaba las heridas y él sentía un alivio infinito: ya no tenía que decidir más nada. Había hecho todo lo que podía y ya no podía más. Que aquel día pensó que había aprendido algo. Pero que después se curó y se le escapó: que en verdad no, no sabe hacerlo.

Aunque sabe que hizo algo que nadie supo hacer, que nadie imaginó: su vida. Sabe, piensa, se dice, que ha hecho arte. Que todos hablan de arte: los petimetres, los revolucionarios de salón, los pintamonas que se jactan de usar colorcitos que sus mamas les prohibirían, los musiqueros que acomodan un acorde con disonancias de pedorreta de colegio. Que todos dicen pero que él sí hizo arte, y el resto son monadas.

Que él sí hizo arte —piensa, dice, se dice— y que no hay nadie que lo sepa. Que él no es ni será —que él, el marqués de Valfierno, odiaría ser— uno de esos farsantes que vieron que eran pintores espantosos, poetas deleznables y proclamaron que su arte eran sus vidas. Que no, que a él nunca se le habría ocurrido el arte: que apareció de pronto. Pero que sí supo atraparlo. Y que no quiere ser uno de esos idiotas convencidos de que han hecho lo más grande aunque nadie lo sepa y vagan por los rincones y desprecian a los que no supieron apreciarlos y se envenenan de un fracaso que suelen llamar genio. No, piensa, se dice: que la gloria ignorada sirve por un tiempo, que no somos tan fuertes, que llega un momento en que necesitamos el espejo: que otros sepan que yo, dice, se dice. Y que él vivió todo este tiempo con ese cuchillito en la garganta: no todo el tiempo, por supuesto, no todas las horas, ni cada día siquiera pero el cuchillo estaba, siempre estuvo. Y que no sabía cómo sacarlo: que el éxito de su obra —de su gran obra, de su obra de arte, dice, piensa— necesitaba que nadie lo supiera, que mientras le fuera bien sería desconocida, que sólo su fracaso podría evitar el gran fracaso de que el mundo lo ignorara para siempre pero que entonces su obra ya no sería perfecta: que si no lo descubren, piensa, si sigue impune, libre, nadie nunca sabrá quién fue el maestro Eduardo de Valfierno. Y que si lo descubren ya no será el maestro —ni siquiera Valfierno.

Que se ha pasado todos estos años con la herida, el cuchillo revuelto. Y que ahora Valérie lo ha encontrado de nuevo y él ya no le puede dar lo que le pide. O, mejor: que ya no quiere dárselo.

La tarde del segundo día se hizo larga. En el cuarto de al lado una pareja se quería con profusión de ruidos. Más de una vez sorprendí —o creí sorprender— en la cara de Valfierno una sonrisa triste. Se me ocurrieron más preguntas pero no las hice. La situación de la entrevista es muy extraña: uno cree que tiene derecho a preguntar a un desconocido cosas que no le diría a su mejor amigo. Esta vez, sin embargo, me callé.

No quedaba mucho por decir cuando Valfierno pidió que nos trajeran una botella de champaña: era su forma de marcar el final. Habíamos pasado juntos dos días que parecieron años. Su cara ya no mostraba los rasgos majestuosos que le había visto la primera vez: tenía la melena canosa muy desordenada, los ojos cansados, un rictus en la boca que no supe descifrar. La pequeñez de su cuerpo, ahora, se hacía más notoria. Me había entregado la historia de su vida, pero aun así seguía mostrándome una distancia insuperable. Brindamos. Después me dijo que yo le había preguntado el primer día —decir ayer sonaba inverosímil— por qué quería contarme todo eso.

—Sí, aunque creo que ya voy entendiendo.

—No creo, periodista. Le cuento todo esto porque mañana Valfierno va a morir.

Dijo, e hizo una pausa que quiso ser dramática —y supo serlo. Yo había aprendido: preferí no ponerme en ridículo con una pregunta que seguramente no sería la correcta. Entonces me burló con un rodeo:

—Se equivocaba don Simón, el muy canalla. La vejez es saber que hay cosas que uno está haciendo por última vez. Usted no puede saberlo todavía, es demasiado joven. Pero yo sé. He comido unos riñones que no voy a probar otra vez porque mi cuerpo ya
no
me lo permite, he estado en lugares donde sé que no voy a volver, he disfrutado de mujeres que murieron, he renunciado a la esperanza de conocer ciertos paisajes. Esta es la última vez que contaré la historia de Valfierno. Quizás haya sido la primera; sin duda, fue la última. A partir de mañana tendré que tener otra. Si no, estaré perdido. Y tendré que olvidarme de lo que hizo que mi vida tuviera algún sentido.

Las palabras eran duras —duras, más que tristes— así que Valfierno las acompañó con su mejor sonrisa. Yo no sabía con qué cara escucharlo.

—Mañana voy a dejar de ser Valfierno. No se quién voy a ser. Tengo, por supuesto, un pasaporte que usaré por un tiempo. Sé cómo voy a llamarme, dónde voy a vivir, pero eso es poco. Me pesa, pero no tengo más remedio. La verdad, periodista, me gustó ser Valfierno.

Lo suyo eran las frases: grandes frases. Pero esta vez detrás de las palabras había algo. Valfierno —o quienquiera que fuese, a esta altura— hablaba cada vez más bajo, como si sólo para él mismo:

—Si hubiera sido consecuente, si realmente hubiera hecho de mi vida una obra, tendría que haberme muerto —dado por muerto— hace siete años, cuando terminé de vender las Giocondas. Valfierno ya vivió demasiado, mucho más que lo recomendable. Pero me cuesta. Me había acostumbrado, me gustaba.

Dijo y se calló: me pareció que se había ido muy lejos. Tomó un trago y siguió; no me miraba:

—Ahora sí sé que es necesario: Valérie me pisa los talones: no tengo más remedio que desaparecer. Su venganza es mucho más que lo que ella hubiera podido planear: acabó con Valfierno. ¿No es curioso?

Y después, de pronto, como si recién se le ocurriese:

—¿Qué le parece si me llamo Bonaglia? Sería una buena broma, ¿no lo cree?

Cuando pienso el relato de mi vida siempre busco el momento en que todo cambió, cuando se dio vuelta. Descubro que no hubo. Que aunque cambié tantas veces de nombre y de historia no hubo eso. Y que ése es el truco con el que sobreviví, sobrevivió, sobrevivimos: la esperanza de que alguna vez seremos otro. Pero nunca. No sé por qué, no sé cómo explicarlo, pero nunca.

—Disculpe una pregunta: ¿por qué el nombre Valfierno? —Convinimos que sus preguntas se iban a limitar a los hechos, ¿no es verdad?

—Sí, es cierto. ¿Y eso no es un hecho? —Vamos, mi estimado.

Era muy tarde. Con el último resto de champaña, Valfierno pasó a detallar sus instrucciones:

—Por supuesto, periodista, usted no va a poder contar esta historia.

—¿Cómo?

—Mi cara debe haber sido un espectáculo: Valfierno soltó, por primera vez, una tremenda carcajada.

—No, no es para tanto. No le digo que nunca. Le digo que no va a poder contar mi historia hasta que yo le diga.

—¿Y eso cuándo va a ser, supone usted?

—No, yo no supongo: yo le ordeno. Me dirá que no tengo cómo, pero va a ver que sí. Ya sé que me he puesto en sus manos. Y no en la forma banal que usted puede pensar. Sí, es cierto que usted podría publicar todo esto mañana y yo pasaría un mal momento, pero usted la pasaría peor.

Valfierno se puso de pie, empezó a recorrer la habitación —y sólo se me ocurrió la vieja imagen del león enjaulado. Me dijo que no sería difícil: que si publicaba algo antes de tiempo él tenía los elementos necesarios para desmentir tajantemente toda la historia y que, poco después, yo aparecería con una bala en la cabeza:

—Suicidado, claro. Usted no habría soportado el deshonor de contar tales mentiras.

No parecía tan simple pero, a esta altura, nada de lo que me dijera me resultaba demasiado inverosímil. Le creí. Valfierno levantó la persiana. Era noche cerrada.

—No, yo estoy en sus manos porque si usted, cuando llegue el momento, no cuenta mi historia, yo desaparezco para siempre. Es su oportunidad: si usted se calla, mi vida será un fracaso estrepitoso. Sería como el náufrago que escribe un gran libro en la isla desierta, el ciego que imagina la escultura genial que nadie podrá ver, el gobernante que entregó a un amigo para evitar la guerra que habría arruinado su país... Si usted se calla, un artista genial habrá desaparecido de la faz de la tierra: habrá pasado sin dejar ni un rastro. Pero usted no va a soportar el silencio. Usted no tiene ese temple.

—¿Cómo sabe?

—No se preocupe. Yo lo sé. ¿O se cree que lo elegí sin informarme?

Se calló, me miró: yo no supe sostenerle la mirada. Entonces precisó sus instrucciones:

—Cada 22 de agosto, de ahora en más, usted va a recibir una carta mía. La va a recibir sin remitente, por supuesto, pero va a saber de qué se trata. Esa carta anual le va a decir que yo estoy vivo: va a ser mi fe de vida. No me busque: sería mucho peor. Cuando me muera, entonces sí, usted va a poder contar toda la historia.

Yo trataba de imaginar la situación y le contesté sin pensar lo que decía:

—Pero marqués, eso puede ser muy largo.

—¿Lo lamenta?

—No, por favor, no quise decir eso. Disculpe, pero ¿cómo voy a saber que se murió?

—Se va a enterar, no se preocupe. Usted va a saber que yo estoy muerto. El que no lo va a saber, seguramente, voy a ser yo.

Dijo, y ensayó una sonrisa que ni siquiera fue del todo melancólica.

—Y usted, entonces, va a contar mi historia. También para eso se la cuento: para morir tranquilo. No quiero acordarme de todo esto en el momento de mi muerte. Sería horrible que lo que ocupó mi vida también me ocupara la muerte.

Yo no quería ofenderlo pero había una pregunta que no podía dejar de hacerle. Había aprendido su lección:

—Disculpe, marqués, pero ¿cómo puedo saber que usted no me miente, que toda su historia no es otra falsificación?

—Usted no lo sabe. Pero no se preocupe. Va a ser cierta. Usted cuéntela, y va a ver que aparecerán viejos idiotas que dirán a mí me vendió Valfierno un cuadro, porque nada place más a estos requechos que haber sido engañados por alguien reconocidamente superior. Es un hecho. Si no fuera por eso, la democracia moderna no podría existir.

—No se trata de eso, marqués. Yo le pregunto si es verdad.

—Es, sí, pero usted nunca va a estar seguro. Podría preguntarle a Perugia pero tampoco sabría si le está mintiendo. O podría buscar a los demás, pero es probable que nunca los encuentre. O sí, vaya a saber. Pero usted no sabe. Esa es la condición para que cuente la mejor historia de su vida: la historia de la mía.

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