Valfierno (5 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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Sucede muchas veces: que hable, que el padrastro no esté, que vuelva borracho alguna noche y le pegue a su mujer y el chico se esconda detrás de la cortina que divide en dos el cuarto donde viven y piense, acurrucado detrás de la cortina, que alguna día le va a partir la cabeza a ese canalla y después piense, acurrucado todavía, cuando lo oiga derrumbarse y ponerse a llorar y pedirle a su madre perdón sorbiéndose los mocos y prometerle que no va a tomar más que ya va a ver que lo perdone, piense, entonces, el chico detrás de la cortina, que pese a todo es un buen hombre y que menos mal que su padre está muerto: que es un chico feliz o, por lo menos: un chico afortunado.

2

¿Y fue él el que le dio mi nombre?

—No sé si puedo decirle eso.

—Entonces yo no puedo decirle nada, imagínese.

—Le entiendo.

Tenía razón: si yo le negaba esa información no había razones para que él me diera la que yo estaba por pedirle. Esto era un intercambio y él, por lo menos, no simulaba que me iba a dar más que lo que yo le diese: no trataba de falsificar la situación.

—Sí, fue él.

—El muy hijo de puta. Parece mentira, con el tiempo que pasó, que siga siendo tan hijo de puta.

Me dijo y me miró a la cara, desafiante: supuse que Yves Chaudron no solía mirar muy desafiante pero esa tarde se estaba dando un gusto. Tampoco debía decir hijo de puta cada jueves.

—Tan hijo de puta todavía.

Entonces me di cuenta de que él no sabía. Y pensé que todavía no era el momento de decírselo.

—Sí, fue él el que me habló de usted.

Le dije, y era cierto, aunque ya hubiera pasado tanto tiempo. Yves Chaudron se reclinó en su sillón de cretona floreada. Apenas había cumplido los sesenta pero se lo veía avejentado: el cuerpo flaco demasiado flaco, las arrugas marcadas, 'os rasgos afilados, sin carne por debajo.

—Y usted seguramente querrá que le cuente sobre aquella historia.

—No. Bueno, sí, pero en realidad preferiría que primero me cuente un poco sobre usted.

—¿Sobre mí? ¿Qué importa lo que pueda contarle sobre mí?

—Importa mucho. Si voy a reconstruir esta historia tengo que saber todo lo posible sobre sus protagonistas.

—Sobre sus protagonistas puede ser, pero yo soy un comparsa. Yo siempre fui un comparsa.

—Usted fue un falsificador como muy pocos.

—Yo no fui un falsificador.

Dijo, y miró hacia la puerta de la cocina. Fue como si lo hubiera ensayado —y seguramente lo ensayaba todos los días de su vida: es lo que suelen llamar el matrimonio. La puerta se abrió y apareció su esposa con la bandeja de madera: dos tazas de café con leche y unas galletas dulces.

—Usted ni mire estas galletas, Yves. Son para el caballero.

Dijo ella con un acento que me pareció polaco o ruso y coincidía con sus ojos acuosos y redondos y su cara redonda: debía tener alguna década menos que él y recién empezaba a encanecer. Después Chaudron me contaría que se habían casado más de diez años antes, cuando Ivanka —la llamaba Ivanka— llegó a París escapando de los soviéticos, sin un cobre, dispuesta a entregarse al primero que le pagara mesa y techo. Y él, que ya rozaba los cincuenta, imaginó que era su última chance de una vejez bien atendida.

—¿Y sabe qué? Para mi gran sorpresa resultó una esposa perfecta. No molesta, sabe cuál es su lugar, y yo tampoco la molesto demasiado. Al principio quise ciertas cosas; después me supe acomodar.

Me diría, más tarde. Porque por el momento seguía revolviendo su café con leche, concentrado en su café con leche como si no existieran otros mundos.

—Yo nunca fui un falsificador.

—Señor Chaudron, le pido disculpas si lo pude ofender, pero...

—Pero nada. Si no aprende a llamar a las cosas por su nombre, no vamos a tener nada que decirnos.

Mi castigo fueron otros cinco minutos de silencio: su tiempo para sorber el café con leche y demostrarme quién mandaba. Pero yo conozco estas situaciones: sé por experiencia que una persona sin entrenamiento —un desconocido— no suele ser capaz de resistirse a la tentación de una entrevista: de que un profesional se dedique a escucharlo.

—Me decía que conoció a Valfiemo en Buenos Aires.

—Yo no le dije eso.

—Creo que sí. ¿Qué hacía usted en Buenos Aires? Usted

nació muy cerca de aquí, me parece.

—Muy cerca según cómo se mire.

Chaudron parecía capaz de matizar cualquier afirmación: un hombre acostumbrado a sopesar pros y contras, a contemplar cada matiz durante el tiempo necesario: a veces, parecía, la vida entera.

—Pero sí, no es lejos, a unos pocos kilómetros de Lyon, al noreste. Yo venía de una familia de vidrieros; mi padre, cuando vio que dibujaba bien, pensó que si aprendía un poco más podía ayudarlo mucho en su taller y me mandó a una escuela de Lyon.

Sería tan atractivo poder contar que Chaudron empezó una carrera de pintor ilusionado, entusiasta y, quizás, incluso, exitosa o, al menos, prometedora, y que el rechazo de las instituciones artísticas anquilosadas o una desgracia personal o las exigencias de una mujer sin límites —pero no. Desde el primer momento Chaudron supo —me dijo— que sería un copista. Eso dijo: un copista, y lo subrayó con algo parecido a una sonrisa.

—Usted sabrá que yo entonces era un poco tartamudo. Me dijo, como si eso explicara muchas cosas. En cuanto entró a la escuela —en cuanto tuvo en la mano su primer pincel de marta, dijo—, descubrió que era perfectamente incapaz de reproducir lo que veía si veía tres dimensiones: un cuarto, un cuerpo, alguna cara, dos manzanas, las colinas del Ródano. En cambio si quería reproducir un dibujo, una pintura, un tapiz, no había forma ni color que se le resistieran.

—Hay quienes saben copiar unas cosas, otros otras; algunas tienen más prestigio y otras menos.

Me dijo. Y que al mundo, de todas formas, le sobra una de sus dimensiones.

—Y también le sobra gente que cree que ha inventado algo. Gracias a dios, no fue mi caso.

Chaudron se refería a sí mismo en pasado: hay gente que no sabe pensarse de otra forma. Chaudron tuvo problemas en la escuela: sus ejercicios con modelos fracasaban uno tras otro y su profesor principal amenazó con expulsarlo. El profesor Falaise era un viejo alcohólico que por alguna razón conseguía creerse todavía un pintor con futuro: uno de esos idiotas, me dijo Chaudron, que siguen pensando que el mundo les debe algo— cuando ya está muy claro que sólo tienen deudas.

El joven Yves Chaudron se dedicó a estudiarlo con detalle. Lo miraba pintar pero también le hacía preguntas, le imitaba los pasos o los gestos, bebió los mismos aguardientes que el viejo consumía mientras pintaba campos de vacas y campesinas como vacas para el Salón Anual. Cuando ya era capaz de recordar sin proponérselo recuerdos del viejo profesor empezó a pintar uno de sus paisajes: el cuadro no imitaba a ninguno en particular, pero se parecía a todos. Chaudron lo terminó y, una tarde de marzo, entró a escondidas en el estudio de Falaise y dejó su cuadro entre los suyos. El efecto era notable: el falso Falaise se confundía con los verdaderos pero era mejor en algo indefinible. Falaise —me contaba Chaudron— debió entenderlo, porque ese año mandó al Salón su cuadro falso. Por primera vez en su vida, después de treinta y tantas participaciones, Falaise se ganó la Primera Mención.

—Señor, lo que usted ha hecho es criminal.

—¿Lo que yo he hecho?

—Sí, profesor, presentar como suyo un cuadro ajeno.

—De qué me está hablando, impertinente.

—Del paisaje que yo pinté y que acaba de ganar en el Salón.

Chaudron me contó que Falaise negó todo hasta que él le presentó una prueba irrefutable. No me quiso decir cuál era esa prueba, pero sí que el viejo profesor cambió los argumentos:

—Criminal es lo que hizo usted, Chaudron: falsificar un cuadro.

—Yo no falsifiqué nada, profesor. Yo pinté como si fuera usted, eso fue todo. Y usted se aprovechó. Eso sí que es criminal.

—No sea necio, Chaudron. Criminal es lo suyo. Por lo que hizo y porque yo soy su profesor y yo lo digo.

—Profesor, si usted lo dice se hunde.

—Chaudron, si usted lo dice también.

Habían llegado a esa situación del ajedrez en que ninguno de los dos jugadores puede seguir jugando sin perderse: la condición de cualquier timo. Unos días después Falaise le dijo que si subía a París él podía conectarlo con un copista que le daría trabajo. Era una buena oferta: si no la aceptaba, le dijo, iba a convertirle la vida en un infierno.

—Usted no sabe lo que era para un chico tímido como yo pensar en París. Me asustaba, me aterraba. Pero me pareció que no tenía otra salida.

Falaise le dio la plata para el tren y una mañana Chaudron se fue sin saludar a nadie. Tenía, pese a todo, la ilusión de conquistar la capital. Pero el copista amigo de Falaise no le hizo ningún caso.

—Pasé hambre. ¿Usted sabe cómo es pasar hambre, verdadera hambre?

Estuve a punto de decirle que sí pero pensé que podía descubrirme en un renuncio. He aprendido a ser prudente, y sobre todo en las entrevistas. Una entrevista es una situación falsificada: se simula una amable conversación amistosa cuando en realidad los intereses que corren por detrás son claramente otros.

—No, la verdad que no. ¿Y entonces?

—Y entonces me pasé meses sin saber qué hacer. Yo no podía volver al pueblo, sabe, porque mi padre me habría castigado.

—¿Castigado?

—Sí, no sé, era lo que pensaba. Y tampoco podía quedarme allí. No conseguía trabajo, París estaba lleno de buenos copistas, no había nada para mí en esa ciudad monstruosa. Decidí emigrar.

Ivanka limpiaba el aparador con un plumero, como ocupada en sus labores; me pareció que quería escuchar la historia que su marido nunca le había contado. Chaudron no la miraba. A mí tampoco: tenía los ojos fijos en ninguna parte, como si necesitara ver allí, más allá, lo que me iba diciendo.

—¿Y por qué la Argentina?

—¿Cómo por qué? ¿Usted emigró alguna vez? ¿Usted sabe cómo suceden esas cosas, periodista? No es que uno se siente a pensar y analizar adónde va a ir, que lea sobre las distintas opciones enciclopedias y gacetas y al final, tras madura reflexión, decida por tal en vez de cual. Yo qué sé por qué. Porque ve una foto en una revista, porque alguien que usted no conoce le habla en un café sobre una ciudad donde un primo suyo se está haciendo de oro...

—Pero por qué Argentina, disculpe mi insistencia.

—No sea necio, señor. Muchos iban a la Argentina. ¿O usted se cree que ese país empezó ayer? Ya entonces, hace casi cuarenta años, se veía que la Argentina iba a ser grande.

Chaudron llegó al puerto de Buenos Aires en 1898: tenía unos veinticinco. Ivanka ya había dejado de simular: nos miraba, con el plumero en una mano, los ojos como platos. De pronto me di cuenta de que Chaudron me usaba para hablarle a ella. Quizás quería tranquilizarla: el cuento de su inmigración era una forma de decirle que él también había pasado por una humillación como la suya.

—Y ahí lo conoció.

—No, pasaron varios años.

—¿Y qué pasó en esos años?

—No le voy a contar los detalles.

—Sí, cuéntemelos. Tenemos tiempo.

—No creo que le cuente los detalles.

Ahora Chaudron también la miraba: había dejado de mirarme a mí y hablaba claramente para ella aunque en voz muy baja, obligándola a inclinarse para escuchar lo que decía. Después se calló y volvió a mirar el techo. Después volvió a mirarme:

—Usted a mí no me va a recordar...

—Pero cómo se le ocurre que...

—Hágame caso, yo sé cómo es: llevo toda la vida aprendiéndolo. Usted no me va a recordar: a mí no me recuerda nadie. Quizás recuerde esta casa, a mi mujer, incluso mi sillón, pero a mí no: a mí nunca nadie me recuerda. Quizás hasta se acuerde de estas palabras. Hagamos la prueba: acuérdese de esto y dentro de unos días, la semana que viene, cuando sea, trate de recordar mi cara, alguno de mis gestos... A mí, le digo, nadie me recuerda. Por eso yo pude ser tantos: Falaise, Ribera, Zurbarán. Por eso pude ser Leonardo.

Dijo Chaudron y se calló otra vez. Yo también me callé: era un duelo tonto de silencios. Él ganó: yo volví a preguntarle si fue entonces cuando lo conoció. Pero pensé que quizás tuviera razón: que tenía que anotar todas mis impresiones sobre él en cuanto saliera de su casa.

—Ah, si yo le contara cómo lo conocí.

—Por favor.

—No, no puedo decírselo. Pero me gustaría explicarle quién era Valfierno en ese momento. Un mantenido. ¿Cómo dicen ustedes? Un pimp de putas.

Chaudron me miró con un esbozo de sonrisa: el jugador que lanza la ofensiva en la otra punta del tablero, la más inesperada. No supe si creerle o, mejor dicho: entonces no se lo creí. Valfierno no me había dicho eso —y todavía pensaba que su relato era sincero. Además, Chaudron tenía todos los motivos para el rencor, para el resentimiento.

—Pero no quiero hablar mal de ese canalla. Al fin y al cabo esta casa se la debo a él. Sin la historia de la Mona Lisa nunca hubiera podido comprarla. Bueno, al final le debo casi todo.

Dijo, y se quedó en silencio. Era obvio que no lo sabía. Si en todos estos años no habían vuelto a verse, no tenía por qué saber que Valfierno estaba muerto.

3

Descubre que no es igual que cuando el padre Franco le rozaba pedazos y su pija se endurecía para nada: no es lo mismo. Descubre que tampoco es igual que cuando él mismo se la agarra con la mano y la aprieta y sacude y mete ritmo y ritmo hasta que estalla. Descubre —un vecino le dice— que la puede perder entre carnes ajenas y le da miedo, primero le da miedo. Le dice que un pedazo de su cuerpo tiene que entrar en un cuerpo que casi no conoce y le da miedo. Durante meses rehuye las invitaciones de los demás varones de su cuadra a acompañarlos al rancho de la Mecha para hacerse hombre. Ellos son unos brutos pero él tiene que hacer algo. Sabe que no puede seguir así. Tiene catorce años y de nuevo la burla de los muchachos que le dicen lo que les suena más brutal. Le dicen que el padre Franco lo convenció, que ahora es uno de ésos, le dicen que se cuide que se nos va a preñar, le dicen que es un mariconcito mangiafuoco. Él no les cree pero se hace preguntas, y demora: le sigue el miedo de perderse en cuerpo ajeno. Hasta que se apiada de él el Ruano: Juanma, no seas zonzo; no es nada grave, Juanma. Yo no sé, Ruano, cómo voy a saber yo si no sé nada. Y el Ruano —¿por piedad, por desdén, por vanagloria?— le ofrece una salida: vos sabés que yo me estoy beneficiando a la Dorita. La próxima vez que me la lleve p' al campito vos te venís atrás, sin decir nada, bien despacio, y mirás cómo es. Ya vas a ver que se te pasa el miedo.

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