—Señor, yo no fui. Le juro que no fui, don Manuel, yo no fui. ¿Cómo voy a hacer yo una cosa... ?
—Anunciata, no me tomes por tonto. Ya lo hiciste durante años. Se acabó.
—Pero señor, por dios...
—No mezcles al Señor en todo esto. El collar estaba en tu pieza. ¿O ahora me vas a decir que no estaba?
El galgo que dormitaba a los pies de don Manuel se levanta y camina unos pasos hasta el calor del hogar donde crepitan leños. Anunciata mira el fuego pero tampoco encuentra nada.
—No, ya sé que estaba. Pero le aseguro que no fui yo. ¿Para qué iba a hacer algo así? ¿Dónde voy a estar mejor que acá? ¿Dónde voy a encontrar una familia que me trate como ustedes?
Ahora sí llora. Anunciata llora con sollozos. Don Manuel hace un gesto de asco.
En ninguna parte. Espero que en ninguna parte. Pero no hablamos de lógica, Anunciata. Hablamos de canallas, pobres canallas como vos. Vaya a saber qué tendrás en la cabeza. No me importa. Te dije mañana a la mañana, y no hay nada más que hablar. Sólo lo siento por tu hijo.
¿Y usted cree que ella fue capaz de robarlo? No, periodista. ¿Cómo puede decir eso?
¿Pero es cierto que el collar estaba en su cuarto?
Sí, claro que estaba en nuestro cuarto.
¿Y entonces?
¿Será posible que haya que decírselo todo?
—Marqués, ¿le puedo hacer una pregunta?
—Mientras no me pregunte si la quiero...
Dice Valfierno y enseguida se da cuenta de que no era necesario. Valérie le perdona la vida: no subraya. Sorbe un trago de té y se retoca los labios con un tono bermellón pastoso. Valfierno piensa —por un momento piensa, sin querer, sin proponérselo— en Mercedes, la hija de don Simón, y el pensamiento lo sorprende.
—¿Qué es lo más extraño que ha falsificado?
—¿Yo, falsificado?
—Vamos, marqués: no soy tan tonta. Parecerlo me sirve, pero no me lo crea: usted no. Digo: ¿qué es lo más raro que ha falsificado, además de su título, su nombre, su historia y esas perlas que me regaló el mes pasado? A veces pienso que por falsificar, hasta su nacionalidad es falsa. No sabría decirle bien por qué, pero me huelo que ni siquiera es argentino.
Falsificar no es una palabra de mi vocabulario. Le responde Valfierno, pero sabe que su falta de indignación está diciendo algo. Y no le importa decírselo: así, en silencio.
—¿Y entonces cómo lo llama?
Valfierno la lengüetea con los ojos: el cuerpo lánguido de opereta sobre el diván de terciopelo falso. La piel de terciopelo, piensa, sobre el diván de falso —y se dice que no puede ser tan cursi.
—Seguramente no lo llama nada: hay cosas que mejoran con el anonimato, ¿no, marqués?
Hace semanas que se pregunta por qué la sigue llamando, buscando. Semanas que se dice que unas tetas no son suficientes, que no están a su altura; que se dice incluso que no son científicas, que no son modernas: dos colgajos de grasa que las hembras utilizan para alimentar con sus jugos a su cría. Las tetas son lo más arcaico de la raza, piensa, se sonríe, se las mira. Y otra vez se pregunta por qué la mujer —que debe conseguir aventuras mucho más rentables— sigue aceptando sus invitaciones, por qué lo sigue tolerando: es la palabra, se dice, tolerando. Debe ser esa falla: lo que le falta para ser realmente bella. Tiene que pensar más en esa falla, se dice: en lo que la convierte en una especie de mentira.
—No joda, Valérie.
A menos que ella lo necesite, piensa, que lo necesite para algo que no termina de entender y entonces sí se alarma. Recuerda que en un momento de extravío estuvo, incluso, tentado de creer que la seducían sus encantos, pero algo le decía que no era eso —o que, al menos, eso no era todo. Algo: su sentido común, las ruinas del espejo.
—Marqués, ¿le puedo hacer otra pregunta?
Valérie se levanta del diván, va hacia él, le sacude el polvo inexistente de los hombros, deja que la bata de seda negra china roja se le parta. Valfiemo lleva un traje de lino crudo con zapatos blancos y marrones, la camisa impecable, el corbatín morado. Los zapatos con taco, para alzarlo. Termina de peinarse: el pelo negro y blanco bien cortado, el bigotito fino, los ojos verdes como tajos. La nariz recta tan correcta, la boca sin alardes, la frente despejada. Tiene la cara que su oficio necesita, piensa: agradable, bien hecha, nada particular para el recuerdo.
—Marqués, ¿no quiere que trabajemos juntos?
—Sólo eso me faltaba.
—Ya me lo va a pedir.
—Sin duda, mi querida. Pero ahora tengo que almorzar y, si usted no se adecenta, voy a llegar ligeramente tarde.
—Marqués, no sea idiota. No es lo que usted se imagina.
—¿Y qué me imagino, dígame?
—Prefiero no pensarlo. De todas formas es pura fantasía, ya sabemos. Sólo quiero decirle una cosa: una amiga mía conoce a un tipo que hasta hace poco trabajó en el Louvre. El tipo es un tonto pero no tiene escrúpulos; no es común, en los idiotas como él. Usted conoce el dicho: cuanto más tonto, más moral. El tipo puede entrar y salir del museo como usted del hipódromo de Auteuil.
—¿Y eso a mí qué?
—No sé qué, Valfierno. Piénselo. Usted es de esos que saben pensar cosas. No siempre hacer, pero pensar sí sabe. Si nos esforzamos, mi querido, un poco más que anoche, quizás incluso consigamos que se le ocurra algo.
Que la odiaba era poco.
Ese hombre parecía no querer nada. Valérie no estaba acostumbrada a que un hombre la mirara sin mirarla: que quedase con la mirada tan ausente. El pianista seguía aporreando polkas. Olor espeso. Un cliente babeándole los hombros.
Eh, usted, señorita. ¿Yo?.
No, mi abuelita de Pétaouchnoc-sur-Oise. ¿Qué quiere?
¿Cómo que qué quiero? ¿No tendría que ser usted la que me preguntara a mí?
Se lo estoy preguntando.
No, usted sabe a lo que me refiero.
El suelo está embarrado de aserrín, el aire de la polka, las paredes de cuadros de pintores que no pudieron pagar sus tragos o sus vidas. Valérie trata de recordar cómo era el mundo cuando no era eso y se pregunta qué daría por un lote de recuerdos: un prado con una niña de faldas blancas impolutas corriendo entre florcitas amarillas, por ejemplo. Rodeada de perritos dorados por ejemplo, una jarra de naranjada que la espera sobre mesa de hierro repintada de blanco por ejemplo, un padre severo pero comprensivo que la mira a lo lejos golpeándose la caña de las botas con la fusta. O por lo menos una casa vieja modesta campesina en un valle como hay tantos en Francia, como ha visto tantas veces en los cuadros, con una madre que cocina en un caldero y un padre que llega cansado de recortar las viñas y enciende una pipa fina y larga y se sienta junto al fuego: el aroma del fuego. Y muchos hermanitos. Y una falda de cuadros. Y otro perro, gruñón, pelo enredado. O, lo mejor, en otra casa, una habitación grande llena de luz, cama con baldaquino, sábanas de lavanda y una madre besándole la frente mientras se adormece: tan suave, se adormece. Mataría, se dice —aunque no piense a quién—, por una madre besándole la frente o por lo menos una tía que la esperara alguna noche con los brazos en jarra para gritarle cómo vas a llegar a estas horas a casa —a alguna casa— y la llevara a rastras hasta el baño y le lavara la cara para sacarle los afeites y le gritara que es una perdida que va a terminar mal pero no tiene ese recuerdo ni ningún otro que quiera recordar y piensa que el hombre seguramente sabe quién es ella, sabe que es lo que es, lo debe ver: se ve, se dice, y hay hombres que se espantan, aunque me pase la vida aprovechándome de los que no. O escapándome de los que no o coqueteándoles, ofreciéndoles lo que no voy a darles o quizás algún día, después de largo asedio, de su costoso asedio, de su estúpido asedio y así todos los días meses años hasta que encuentre uno que me llene de recuerdos de una nena cantando en el coro de una iglesia antigua con un moño en el pelo, moño azul en el pelo, la cara limpia y despejada, cara resplandeciente, cara como una luna en luna llena, la cara tonta de una nena que no tendría que ser ni siquiera bonita: que no le importaría ser bonita. Qué fácil sería no tener que pensar en ser bonita, Piensa, y piensa: que desde que tiene uso de razón la belleza —la suya, su supuesta belleza— fue su gran arma para casi todo. Y ni siquiera es bella: sabe que ni siquiera es bella.
Quién sabrá llenarme el pasado de recuerdos. Se pregunta, sin grandes esperanzas, mira al hombre que pierde la mirada.
Entonces Valérie Larbin era eso que los cronistas de sociedad —o sus hijos putativos, los novelistas sociales— llamaban una
demi-mondaine.
La calificación es especiosa: la primera mitad del nombre —ese
demi
— la pone en un espacio ambiguo. Esas mujeres no eran mundanas: eran medio-mundanas. No eran mujeres tarifadas, prostitutas cuyos servicios se cambiaban por una cantidad precisa de monedas —o billetes incluso, según la calidad del material. Pero se entendía que eran, en una época en que las mujeres simulaban una indisposición fundamental para cualquier encuentro amoroso que no incluyera firmas previas, mujeres dispuestas a cambiar "sus favores" contra una dosis indefinida de favores —que podían incluir dinero pero que, más habitualmente, se expresaban en regalos, atenciones, invitaciones varias. Lo cual le daba al proceso el atractivo de su indefinición: no era automático —el interesado debía tantear la calidad y cantidad de sus ofertas-y, por lo tanto, escapaba del racionalismo y la mensurabilidad que la burguesía presentaba como formas del mundo. Consumir una
demi
era —aproximadamente— una aventura.
¿No sabes quién es el tipo ese? ¿Cuál?
Ése que está ahí. Val, ahí hay como diez tipos. Ese, el de pelo negro que le come los ojos. No, no sé. Ya lo vi un par de veces por acá, pero no lo conozco. ¿Por qué? No, por saber.
La belleza es un arma que nunca puede agarrarse por el mango, le dijeron una vez a Valérie —y lo recuerda cuando se descuida.
El público del Faux Chien es una mezcla de supuestos artistas de Montmartre, burgueses encanallados que buscan emociones, canallas que lucran en el ramo, los inclasificables: habituales y las chicas. Son las once y media de la noche y en vez del piano suena un acordeón, un cantor carrasposo canta historias de mujeres y animales, bailan varios en medio del salón, muchos más beben. Valérie está acostumbrada a que los hombres teman abordarla, pero no a que la ignoren. El hombre de pelo negro y los ojos muy juntos está solo en una mesa al fondo, en un rincón donde se juntan dos espejos cascados. Bebe vino y parece tan lejos: sus párpados pesados sobre los ojos negros como el pelo, la nariz brusca cruel, bigote desmechado. Vincenzo Perugia lleva una camisa blanca abierta y un pañuelo azul atado al cuello; el conjunto podría ser artificioso pero contribuye al aspecto general de descuido, de desinterés por las cosas menores. Valérie sigue mirándolo y se dice que ese hombre sabe dónde está lo que importa y, sobre todo, dónde lo que no. Perugia traga un sorbo de vino como si estuviera en la cocina de su casa: Valérie entiende que su gesto no le debe nada al mundo circundante, al Chien, a ella.
Le suele pasar, en el Cabaret du Faux Chien, que los hombres tengan miedo de acercársele. Valérie lo sabe, porque su secreto es parecer ligeramente inaccesible. Sabe ponerse fuera de su lugar: simular que está por encima del lugar donde está o buscarse lugares por debajo. En un salón del Ritz sería una intrusa; aquí, en el Faux Chien, es una dama joven que ha equivocado su camino a casa. Aquí, en el Faux Chien, sobresale entre quince o veinte muchachas que no han tenido la preocupación de mostrarse distintas: que creyeron que pertenecer era ser como todas las demás.
Valérie se para junto a la barra, de espaldas a la barra, las nalgas apoyadas en la barra, el pie izquierdo con botín de cabritilla apoyado en el zócalo, la falda de seda moviéndose por el impulso de su rodilla izquierda, un dedo en los labios muy pintados y lo mira. Le parece que no hay nada entre ellos dos: los camareros con chalecos de cuero, los parroquianos cantando o brindando o prometiendo futuros vaporosos, el aire de humo y la canción desaparecen y queda ella de un lado, apoyada en la barra con el pie izquierdo que tamborilea y el dedo sobre labios y él, al fondo, entre los dos espejos, que no la mira; que no hace como que no la mira para atraerla con la diferencia de su indiferencia: que no la mira nada.
O quien le regale, si no, piensa, recuerdos de varón: de alguien que no tiene que esperar que las cosas le lleguen.
Tiene los labios finos: lo primero que se le ve, probablemente, es la fineza de los labios porque puede parecer la síntesis de una fineza que, a primera vista, la recorre entera. Tiene los labios finos, muy finos, como si casi no tuviera labios y levemente curvos hacia abajo: las comisuras curvadas hacia abajo, en un dibujo que podría ser despectivo si pareciese que esos labios se tomarían el trabajo de despreciar a nadie-Tiene, sobre los labios finos, nariz fina también, con sus narinas bien ovales terminadas en una punta casi filosa, apenas respingada; una nariz que no parece hecha para oler —que, más bien, sería demasiado delicada para oler olores de este mundo. Tiene pómulos altos aunque un poco sonrosados en el centro, como si algo del aire por fin se le colara en esa piel tan blanca que no parece en contacto con nada y la mandíbula discreta, redondeada. Tiene el pelo perfectamente negro —que puede ser teñido: largo, lacio, enroscado habitualmente en un rodete que le estira la cara y la corona, la completa todavía más arriba. Su cara se presenta como un busto, una versión helada de madame de Pompadour o Main-tenon o la que fuera, pero tiene los ojos como si asustados.
Valérie tiene los ojos grandes, oscuros, redondos como si asustados, aunque hay algo después en su mirada que dice que no se va a asustar de nada y después algo, más allá, que dice que quizás. Sabe abrirlos enormes, como si no los controlara: su modo de decir que hay algo en ella que se abre y se cierra. Su modo de decir —a veces voluntario, a veces no— que no es lo que parece.
Y después, si no puede evitarlo, abre los labios, y se le ven los dientes.
Habría que ver qué es la belleza. Quién supiera.
Seguramente sabe que soy lo que soy. Lo debe ver: se ve. Sabe pero no sabe. Y hay hombres que se espantan.
Valérie esta vez no teme que le vea los dientes: piensa que el hombre de pelo negro debe saber que es lo que es; que lo ve y que por eso no la mira: hay hombres que tienen asco, condenan a ese tipo de mujeres. Como si ellos no se vendieran a un canalla que les hace hacer todo lo que quiere, piensa, y éste debe ser uno de esos imbéciles que se creen muy limpitos porque trabajan para el dueño de una fábrica que yo podría volver loco si quisiera, arruinar si quisiera, como podría arruinarlo a él si quisiera pero no tengo por qué perder el tiempo con un chupacirios con el cerebro muerto lleno de ideas estúpidas de decencia y limpieza y honestidad y orden y patria y lo superior que se debe creer porque no se da cuenta de que él se vende mucho más barato. Piensa que ese tipo debe ser uno de ésos: de esos pobres infelices que se esconden en las ideas de todos para no tener que tener ninguna idea particular sobre sí mismo: aterrados de cualquier idea particular sobre sí mismos.