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Authors: Brian Lumley

Vampiros (7 page)

BOOK: Vampiros
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Allí había, tal vez, unos cien hombres, unas treinta mujeres y otros tantos niños. La mitad de los hombres eran tramperos de paso por allí o presuntos colonos que, desarraigados por las incursiones de los pechenegi, buscaban hogares más al norte. Muchos de este último grupo tenían a sus familias con ellos. El resto eran campesinos que moraban en Ferengi Yabórov o gitanos que habían venido a pasar el invierno. Por lo visto, éstos lo venían haciendo desde tiempo inmemorial, pues «el viejo diablo» que era aquí el boyardo los trataba bien y no expulsaba a nadie. Se sabía incluso que, en temporadas malas, había abastecido a aquella gente errante con comida de su despensa y vino de su bodega.

Thibor pidió comida y bebida para él y sus hombres, y le mostraron una casa de madera levantada en un pinar. Era una especie de posada, con pequeñas habitaciones debajo del tejado, a las que sólo podía llegarse por escalas de cuerda, que eran recogidas cuando el huésped quería dormir. Abajo había mesas y taburetes de madera y, al fondo del vasto salón, un mostrador con pequeños barriles de aguardiente de ciruela y jarras de cerveza dulce. Una pared era en su mitad de piedra, y allí ardía una fogata al pie de una chimenea grande. Sobre el fuego había una olla de hierro, con un
goulash
que despedía un fuerte olor a paprika. Pendían cebollas de unos clavos en la pared, cerca del fuego, así como grandes salchichas de piel áspera, y había hogazas de pan moreno sobre las mesas que habían sido cocidas en un horno de piedra a un lado de la chimenea.

Un hombre, su esposa y un hijo desaliñado cuidaban del lugar; gitanos, presumió Thibor, que habían decidido instalarse allí. Hubiesen podido elegir un sitio mejor, pensó, sintiendo frío a la sombra de los imponentes peñascos, de las montañas cuya presencia podía sentirse incluso dentro de casa. Era una casa triste, lúgubre y de mal augurio.

El valaco había ordenado a sus hombres que no hablasen con nadie; pero, cuando dejaron sus avíos y empezaron a comer y beber y a hablar en voz baja los unos con los otros, el propio Thibor compartió una jarrita de aguardiente con el posadero.

—¿Quién eres? —le preguntó el curtido viejo.

—¿Preguntas lo que he sido y dónde he estado? —replicó Thibor—. Eso sería más fácil que decirte quién soy.

—Entonces, dilo, si tienes ganas de hablar.

Thibor sonrió y sorbió el aguardiente.

—Yo era un joven, bajo los Carpatii. Mi padre era ungar y se adentró en la frontera de la estepa del sur para cultivar la tierra, con sus hermanos y parientes y las familias de éstos. Seré breve: llegaron los pechenegi, lo arrasaron todo, destruyeron nuestra colonia. Desde entonces, he rondado mucho, he luchado contra el bárbaro por una paga y lo poco que podía encontrar encima de él, y he hecho lo que he podido aquí y allá. Ahora seré trampero. He visto las montañas, la estepa, los bosques. La vida del cultivador es dura y la sangre vertida hace que uno se sienta amargado. Pero en los pueblos y las ciudades hay dinero a ganar con las pieles. Apostaría a que tú también has rondado un poco por ahí.

—Por algunos lugares —dijo el otro al tiempo que se encogió de hombros.

Tenía la piel morena, como de cuero oscurecido por el humo, y arrugada como una cáscara de nuez por los rigores de la intemperie, y estaba flaco como un lobo. Aunque no era joven, ni mucho menos, conservaba negros y relucientes los cabellos, y también los ojos, y parecía tener completa la dentadura. Pero movía los miembros con cuidado y tenía agarrotadas las manos.

—Y todavía lo estaría haciendo —prosiguió— si mis huesos no hubiesen empezado a resentirse. Teníamos un carro de dos ruedas tapizado de cuero, y lo desmontábamos y llevábamos a cuestas cuando el camino era malo. En el carro transportábamos nuestra casa y nuestros bienes: una gran tienda con habitaciones, y utensilios de cocina y herramientas. Éramos…
somos szgany
, gitanos, y nos convertimos en
szgany
Ferengi cuando construí esta casa aquí.

Estiró el cuello y miró hacia arriba, con los ojos muy abiertos, a una pared interior de la casa. Fue una mirada en parte respetuosa, en parte temerosa. No había ninguna ventana, pero el valaco comprendió que el viejo estaba pensando en los picos de la montaña.


¿Szgany
Ferengi? —repitió Thibor—. Entonces, ¿eres vasallo del boyardo Ferenczy del castillo?

El viejo gitano bajó la mirada de la invisible altura, se echó un poco atrás y adquirió un aire receloso. Thibor le sirvió enseguida un poco más de su aguardiente. El otro guardó silencio y el valaco se encogió de hombros.

—No importa; es que me habían hablado bien de él —mintió—. Mi padre lo conoció una vez…

—¿De veras? —dijo el viejo, abriendo más los ojos.

Thibor asintió con la cabeza.

—Un frío invierno, el Ferenczy le dio alojamiento en su castillo. Mi padre me dijo que, si pasaba alguna vez por aquí, debía subir y recordar al boyardo aquella ocasión y darle las gracias en su nombre.

El viejo miró fijo a Thibor durante un largo rato.

—Así pues, has oído cosas buenas de nuestro señor, ¿eh? De boca de tu padre, ¿no? Y naciste al pie de las montañas…

—¿Hay algo extraño en ello? —preguntó Thibor, arqueando una negra ceja.

El otro lo miró de arriba abajo.

—Eres muy alto —dijo, con envidia— y muy vigoroso, sin duda alguna. También pareces fiero. Un valaco, ¿eh?, nacido de padres ungars. Bueno, tal vez lo eres, tal vez lo eres.

—Tal vez soy, ¿qué?

—Se dice —murmuró el gitano, acercándose más a él— que los verdaderos hijos del viejo Ferengi siempre vuelven a casa. En definitiva, vienen aquí y lo buscan…, ¡buscan a su padre! ¿Quieres tú subir a verlo?

Thibor fingió indecisión. Se encogió de hombros.

—Tal vez lo haría, si supiese el camino, pero esos riscos y puertos de montaña son traidores.

—Yo conozco el camino.

—¿Has estado allí?

Thibor trataba de no parecer demasiado interesado. El viejo asintió con la cabeza.

—Oh, sí, y podría llevarte. Pero ¿irías solo? El Ferengi no gusta de recibir muchos visitantes.

Thibor fingió pensarlo un poco.

—Quisiera llevar al menos a dos de mis amigos. Para el caso de que el camino sea malo.

—¡Hum! Si estos viejos huesos pueden hacerlo, seguro que podrán hacerlo los tuyos. ¿Sólo dos de ellos?

—Para que me ayuden en los lugares demasiado abruptos.

El hospedero frunció los labios.

—Te costaría algo. Mi tiempo y…

—De acuerdo —lo interrumpió el válaco.

El gitano se rascó una oreja.

—¿Qué sabes del viejo Ferengi? ¿Qué has oído decir de él?

Thibor vio una oportunidad de enterarse de algo. Sacar información de tipos como éste era como arrancar un diente a un oso.

—He oído decir que tiene una guarnición compuesta de muchos hombres y que su castillo es una fortaleza inexpugnable. Por eso no jura fidelidad a nadie, ni paga impuestos por sus tierras, ya que ningún recaudador podría cobrarlo.


¡Oh!
—El viejo gitano rió a carcajadas, dio un puñetazo sobre el mostrador y se sirvió más aguardiente—. ¿Una guarnición de hombres? ¿Criados? ¿Siervos? ¡No tiene ninguno! Tal vez un par de mujeres, pero ningún hombre. Solamente los lobos guardan los puertos de montaña. En cuanto a su castillo, está pegado a la roca. Sólo hay una entrada, para los hombres, que es también la salida. A menos de que algún estúpido imprudente se asome demasiado a una ventana…

Se interrumpió y su mirada volvió a hacerse recelosa.

—¿Y te dijo tu padre que el Ferengi tenía hombres?

Desde luego, el padre de Thibor no le había dicho nada. Y tampoco el Vlad. Lo poco que sabía eran chismes supersticiosos que había oído contar a un compañero de la corte, un tonto que se preocupaba poco del príncipe y del que todos se preocupaban poco. Thibor no tenía tiempo para fantasmagorías; sabía los hombres que había matado y ninguno de ellos había vuelto para perseguirlo.

Decidió arriesgarse. Se había enterado ya de mucho de lo que quería saber.

—Mi padre sólo dijo que el camino era escabroso y que, cuando él había estado allí, había muchos hombres acampados dentro y alrededor del castillo.

El viejo lo miró y asintió despacio con la cabeza.

—Podría ser, podría ser. Los
szgany
han pasado a menudo el invierno con él. —Tomó una decisión—. Muy bien, te llevaré allí, si él quiere verte.

Se echó a reír al ver que Thibor arqueaba las cejas, y lo condujo fuera de la casa en la tarde tranquila. Al salir, el gitano descolgó una gran sartén de bronce de un gancho.

Un sol ya muy débil se disponía a ponerse detrás de los picachos grises. Las montañas hacían que oscureciese temprano, y los pájaros entonaban ya sus cantos de la noche.

—Estamos a tiempo —dijo el viejo—. Ahora debemos esperar a que nos vean.

Señaló hacia arriba, hacia las imponentes montañas, donde una alta y mellada cresta negra se recortaba sobre el gris de los últimos picachos.

—¿Ves allí, donde la oscuridad es más fuerte?

Thibor asintió con la cabeza.

—Es el castillo. Ahora observa.

Fregó la base de la sartén con la manga y después volvió aquélla hacia el sol. Al captar los débiles rayos, los reflejó hacia las montañas, trazando una raya de oro en los riscos. Cada vez más débil, el disco de luz parpadeó a lo lejos, saltando de los peñascos a la roca lisa, de unos grupos de abetos a otros, de los árboles al esquisto desmenuzado al subir todavía más. Por último, le pareció a Thibor que el rayo era respondido, pues cuando el gitano sostuvo fija la sartén en sus manos nervudas, la oscura y angulosa mancha que había señalado pareció encenderse con un fuego dorado. El rayo de luz fue tan súbito, tan cegador, que el valaco se cubrió los ojos con las manos y miró por las rendijas que se formaron entre sus dedos.

—¿Es él? —jadeó—. ¿Es el propio boyardo quien responde?

—¿El viejo Ferengi? —El gitano rió ruidosamente. Depositó con cuidado la sartén sobre una roca plana y el rayo de luz siguió brillando en la altura—. No, no es él. El sol no es amigo suyo. Ni lo es ningún espejo, dicho sea de pasada. —Rió de nuevo, y después explicó—: Es un espejo, muy brillante, uno de los varios emplazados en la pared del fondo de la torre. Si nuestra señal es advertida, alguien cubrirá el espejo que no hace más que reflejar nuestro rayo, y la luz se apagará. No gradualmente, como la del sol al ponerse despacio, sino de repente…,
¡así!

Como una vela al apagarse, la luz pestañeó, dejando a Thibor casi tambaleándose en lo que, en realidad, parecía una penumbra antinatural.

—Parece que has establecido contacto —dijo—. Por lo visto, el boyardo ha advertido que tienes algo que comunicarle, pero ¿cómo sabrá lo que es?

—Lo
sabrá
—dijo el gitano. Agarró el brazo de Thibor y miró hacia los altos puertos de montaña. De pronto, los ojos del viejo se empañaron y éste vaciló. Thibor lo sostuvo.

—Oye,
ahora
él lo sabe —murmuró el viejo, y sus ojos abiertos se desempañaron.

—¿Qué? —Thibor estaba intrigado; se sentía inquieto. Los
szgany
eran gente rara, con facultades poco comprensibles.

—¿Qué quieres decir cuando…?

—Y ahora responderá «sí» o «no» —lo interrumpió el gitano.

Todavía no había acabado de decirlo cuando brilló un fuerte rayo de luz en lo alto del castillo y se apagó enseguida.

—¡Ah! —suspiró el viejo gitano—. Su respuesta es «sí»; te recibirá.

—¿Cuándo? —dijo extrañado Thibor, pero tratando de disimular la ansiedad de su voz.

—Ahora. Nos pondremos en marcha enseguida. Las montañas son peligrosas por la noche, pero él no lo aceptaría de otra manera. ¿Estás aún dispuesto?

—No lo defraudaré, ahora que me ha invitado —dijo Thibor.

—Muy bien. Pero abrígate bien, valaco. Allá arriba hace mucho frío. —El viejo le dirigió una mirada breve y penetrante—. Sí, un frío mortal…

Thibor escogió a un par de vigorosos valacos para que lo acompañasen. La mayoría de sus hombres no eran de su antigua tierra, pero había luchado junto a estos dos en la guerra con los pechenegi y sabía que eran buenos combatientes. Quería tener hombres verdaderos detras de él cuando subiese contra ese Ferenczy. Y era muy posible que los necesitase. Arvos, el viejo gitano, había dicho que el boyardo no tenía servidores; pero, si era así, ¿quién había contestado la señal del espejo? No, Thibor no podía imaginarse un hombre rico viviendo allá arriba con nada más que un par de mujeres, apañándose solo. El viejo Arvos mentía.

En el caso de que hubiese sólo un puñado de hombres con su señor en las montañas… Pero de nada servían las especulaciones; Thibor tendría que esperar a ver cómo estaba la situación. Si había allí muchos hombres, diría que llegaba como enviado de Vladimir, para invitar al boyardo a su palacio de Kiev. La invitación tendría relación con la guerra contra los pechenegi. En cualquier caso, la suerte estaba echada: había una montaña a la que tenía que subir y, en lo alto de ella, un hombre al que tenía que matar, si las condiciones lo permitían.

En aquellos días, Thibor era bastante ingenuo; no le había pasado por la cabeza que el Vlad pudiera haberlo enviado a una misión suicida, de la que no esperaba que volviese.

En cuanto a la subida, el principio había sido fácil, a pesar de que el camino no estaba marcado. La senda (no era una verdadera senda, sino sólo un trayecto que el viejo gitano se sabía de memoria) pasaba entre dos colinas en la base de un peñasco inaccesible y seguía por una elevación cubierta de piedras y rocas hasta una ancha grieta o chimenea en el cantil, que subía casi en vertical a una falsa meseta al pie de una segunda línea de colinas aún más empinadas. Estas eran salvajes y boscosas, de árboles macizos y viejos, pero allí Thibor había descubierto una especie de camino. Era como si un gigante hubiese trazado con una guadaña una línea recta entre los árboles; su madera había proporcionado sin duda la mayoría de la que había utilizado el pueblo, y tal vez parte de aquélla había sido subida a las montañas para la construcción del castillo. Esto había ocurrido posiblemente siglos atrás y, sin embargo, no habían crecido nuevos árboles para cerrar el camino. O, si habían crecido, alguien los había arrancado para mantener libre la senda.

Fuera como fuese, la subida por él entre los bosques ascendentes era bastante fácil, y al acercarse el crepúsculo a la noche, se elevó una luna llena para guiarlos con su luz de plata. Para ahorrarse aliento para la subida, los tres hombres y su guía permanecían en un silencio absoluto y Thibor podía reflexionar sobre lo poco que le había dicho sobre el boyardo Ferenczy su tonto contacto en la corte.

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