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Authors: Brian Lumley

Vampiros (6 page)

BOOK: Vampiros
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Tengo lo más conveniente. Sí, creo que tienes razón. Es mejor que nos libremos de esto. Esos valacos no son de fiar. Demasiado aislados
… —Y en voz alta, al
voevod
—:

—Thibor, voy a honrarte esta noche en palacio. A ti y a cinco de tus mejores hombres. Entonces podrás contarme todas tus victorias. Pero habrá damas allí; por tanto, tenéis que lavaros y dejar vuestras armaduras en las tiendas.

Thibor hizo una breve y rígida reverencia y se retiró; bajó la escalinata, montó a caballo y se llevó a sus hombres. Al salir éstos de la plaza, hicieron sonar sus armas y lanzaron un solo grito fuerte y vibrante: «¡Príncipe Vladimir!». Después, envueltos en la mañana otoñal, entraron en Kiev, llamada la «Ciudad al Borde de los Bosques…».

A pesar de la molestia, de la intrusión desconocida, la Cosa enterrada continuó soñando. Pronto se haría de noche, y Thibor era tan sensible a la noche como lo es un gallo al amanecer; pero siguió soñando.

Aquella noche en palacio (un gran edificio con chimeneas de piedra en todas las habitaciones y fogatas de leña rociadas con resinas aromáticas), Thibor llevaba ropa limpia, aunque ordinaria, debajo de una rica túnica roja tomada de algún pechenegi de alto rango. Se había lavado y perfumado la piel morena, como de cuero, y engrasado los cabellos. Tenía un aspecto imponente. También sus oficiales se habían acicalado. Si bien era evidente que le temían, él les hablaba con cierta familiaridad; pero era cortés con las damas y atento con el Vlad.

Era posible (así lo presumió más tarde Thibor) que el príncipe lo considerase de dos maneras diferentes. El valaco parecía haber demostrado que era buen guerrero, sin duda un
voevod
. Por derecho, debía ser elevado al rango de boyardo y recibir tierras en propiedad. El hombre lucha aún más duro si lo hace para proteger lo que es suyo. Pero había algo sombrío en Thibor que el Vlad encontraba inquietante. Tal vez sus consejeros griegos tenían razón.

—Ahora dime cómo has abatido a los pechenegi, Thibor de Valaquia —ordenó al fin Vladimir, cuando todos estaban comiendo.

Los platos eran variados: salchichas griegas envueltas en hojas de vid; asado de carne al estilo vikingo; humeante
goulash
en grandes ollas. El aguamiel y el vino se servían a galones. Todos los que estaban a la mesa pinchaban y partían con sus cuchillos la carne caliente; y, de tanto en tanto, se iniciaban breves conversaciones entre el ruido de la masticación. La voz de Thibor, aunque no fuerte, dominaba todas las demás, y poco a poco se hizo el silencio en la gran mesa.

—Los pechenegi luchan en grupos o tribus. No son como un poderoso ejército; hay poca unidad; cada grupo tiene su propio jefe que rivaliza con los demás. Los terraplenes y fortificaciones del Ros, en la orilla de la boscosa estepa, los han detenido porque no están unidos. Si atacasen como un ejército, podrían cruzar el río y las defensas en un día, llevándoselo todo por delante. Pero se limitan a tantear aquéllas y se contentan con lo que pueden pillar en breves incursiones hacia el este y el oeste. Así fue cómo saquearon Kolomyya en el flanco occidental. Cruzaron el Prut de día, se metieron en los bosques, descansaron por la noche y atacaron al amanecer. Es su sistema. Y así se introducen de forma gradual.

»Tal es como vi yo la situación. Porque nuestras defensas están allí, nuestros soldados las emplean; nos ocultamos detrás de ellas. Los terraplenes actúan como una frontera. Nos contentamos con decir: "Al sur de estas fortificaciones está el territorio de los pechenegi, y debemos mantenerlo allí". Por consiguiente, los pechenegi, aunque son unos bárbaros,
nos
tienen, de hecho, sitiados! Yo me he sentado sobre los muros de nuestros fuertes y visto cómo acampaban sin temor nuestros enemigos. El humo de sus fogatas se elevaba y todo estaba tranquilo, porque nosotros no los molestábamos en su terreno.

»Cuando salí de Kiev, príncipe Vladimir, dijiste: "Luchad contra los pechenegi, impedid que crucen el Ros". Pero yo dije: "¡Persigue al enemigo y mátalo!". Un día vi un campamento de unos doscientos hombres; tenían a sus mujeres e incluso a sus hijos con ellos. Estaban acampados al otro lado del río, al oeste, muy separados de los otros campamentos. Dividí en dos mitades mi fuerza de doscientos hombres. Una mitad cruzó conmigo el río al anochecer. Subimos hacia las fogatas de los pechenegi. Habían puesto guardias, pero la mayoría de ellos estaban durmiendo y los degollamos sin que se diesen siquiera cuenta de quiénes los mataban. Entonces entramos en silencio en el campamento. Yo había hecho que mis hombres se tiznasen con barro. Todos los que no se habían tiznado eran pechenegi. Los matamos en la oscuridad, pasando de tienda en tienda. Éramos como grandes murciélagos en la noche; fue una acción muy sangrienta.

»Cuando despertó el campamento, la mitad de sus moradores habían muerto. El resto nos persiguió. Los atrajimos hacia el Ros, y ellos vociferaban; ansiosos de atraparnos en el río, lanzaban gritos de guerra. En cambio nosotros no gritábamos ni vociferábamos. Junto al río, en el lado de los pechenegi, estaba esperando mi segunda centuria. Todos se habían tiznado de barro. No atacaron a sus silenciosos y enfangados hermanos, sino que rodearon a los ruidosos perseguidores. Entonces nos volvimos contra los pechenegi y los matamos a todos. Y les cortamos el dedo pulgar…

Hizo una pausa.

—¡Bravo! —dijo débilmente el príncipe Vladimir.

—Otra vez —prosiguió Thibor— fuimos a Kamenets, que estaba asediada. De nuevo llevé conmigo a la mitad de mis hombres. Los pechenegi que rodeaban la ciudad nos vieron y nos persiguieron. Los condujimos a un barranco de paredes abruptas donde, después de haberlo cruzado nosotros, la otra mitad de mi fuerza cayó como un alud sobre ellos. Aquella vez perdí muchos pulgares, enterrados debajo de los cantos rodados; de no haber sido así, te habría traído otro saco.

Ahora reinaba un silencio casi absoluto alrededor de la mesa. Más que el relato de los hechos, era impresionante la frialdad con que eran relatados, sin pizca de emoción. Cuando los pechenegi habían asaltado la colonia Ungar de aquel hombre, lo habían convertido en un homicida implacable.

—He recibido informes, desde luego —dijo Svyatoslavich, rompiendo el silencio—, aunque bastante vagos y muy espaciados. Pero éste es digno de consideración. Dices que mis boyardos han hecho retroceder a los pechenegi, ¿eh? ¿Se ha producido un cambio en la situación? Tal vez han aprendido algo de ti, ¿verdad?

—Han aprendido que montando guardia detrás de altos muros no se consigue nada —dijo Thibor—. Hablé con ellos y les dije: «El verano está tocando a su fin. Los pechenegi del lejano sur han engordado y se han vuelto perezosos por el poco trabajo que han tenido que hacer; no piensan que vayamos a caer sobre ellos. Están construyendo colonias permanentes, hogares de invierno para ellos. Como hicieron antes los khazars, dejan a un lado la espada en favor del arado. Si atacamos ahora, caerán como el trigo bajo la guadaña». Entonces todos los boyardos se agruparon, cruzaron el río y se adentraron en las estepas del sur. Matamos a los pechenegi dondequiera que los encontramos.

»Pero entonces oí rumores sobre un gran peligro que se cierne sobre nosotros. Los polovtsy se están levantando en el este. Salen de las grandes estepas y de los desiertos y se extienden hacia el oeste; pronto estarán a nuestras puertas. Cuando cayeron los khazars dejaron el camino abierto a los pechenegi. ¿Y después de los pechenegi? Por eso pensé, me atreví a pensar, que tal vez el Vlad me daría un ejército y me enviaría al este, para aplastar a nuestros enemigos antes de que se hagan demasiado fuertes…

Durante un largo rato, el príncipe Vladimir permaneció sentado mientras lo miraba con los ojos entrecerrados. Después dijo a media voz:

—Has hecho un largo camino en un año y un mes, valaco… —Y en voz alta, a sus invitados—: ¡Comed, bebed, hablad! Honrad a este hombre. Estamos en deuda con él.

Pero, al continuar el banquete, se levantó, indicando a Thibor que lo acompañase. Salieron al jardín, a la fresca noche otoñal. El humo de leña era fragante bajo los árboles.

El príncipe se detuvo a poca distancia del palacio.

—Thibor, tendremos que estudiar esta idea tuya, esta invasión hacia el este, pues esto es lo que sería, ya que no estoy seguro de que estemos en condiciones para ello. Sabes que se intentó con anterioridad. —Thibor asintió con la cabeza sin disimular su amargura—. El propio Gran Príncipe lo intentó. Primero derrotó a los khazars, Svyatoslav los aplastó y los bizantinos recogieron los pedazos, y después la emprendió contra Bulgaria y Macedonia. Y mientras estaba metido en eso, ¡los nómadas pusieron sitio a la propia Kiev! ¿Y le costó caro su celo? Sí, aunque muchas sagas se han escrito sobre él. Los nómadas lo arrojaron en los rápidos del río e hicieron una copa con su cráneo. Se precipitó, ¿lo entiendes? Oh, se libró de los khazars, sí, pero sólo para dar entrada a los malditos pechenegi. ¿Debo precipitarme yo también?

El valaco guardó silencio durante un momento en la oscuridad.

—Entonces, ¿me enviarás de nuevo a la estepa del sur?

—Puede que sí, y puede que no.
Podría
apartarte para siempre de la lucha, nombrarte boyardo, darte tierras y hombres que cuidasen de ti. Aquí hay mucha tierra buena, Thibor.

Thibor sacudió la cabeza.

—Entonces prefiero volver a Valaquia. No soy agricultor ni príncipe. Lo intenté y entonces vinieron los pechenegi y me convirtieron en guerrero. Desde entonces, todos mis sueños han sido rojos. Sueños de sangre. La sangre de mis enemigos, de los enemigos de esta tierra.

—¿Y qué dices de
mis
enemigos?

—Son lo mismo. Sólo tienes que mostrármelos.

—Muy bien —dijo el Vlad—, te mostraré uno de ellos. ¿Conoces las montañas del oeste, las que nos separan de los húngaros?

—Mis padres eran ungars —dijo Thibor—. En cuanto a las montañas, yo nací al pie de ellas. No en el oeste, sino en el sur, en la tierra de los valacos, más allá de donde describen una curva las montañas.

El príncipe asintió con la cabeza.

—Entonces, tienes alguna experiencia en las montañas y sus peligros. Bien. Pero en mi lado de aquellos picos, más allá de Galich, en el sector llamado Khorvaty, por cierto pueblo, vive un boyardo que… no es amigo mío. Me debe vasallaje, pero cuando convoco a todos mis principitos y boyardos, no comparece. Cuando lo invito a venir a Kiev, rehusa. Cuando le expreso el deseo de encontrarme con él, hace caso omiso de ello. Si no es mi amigo, sólo puede ser mi enemigo. Es un perro que no sigue al amo. Un perro salvaje, y su hogar es una fortaleza en la montaña. Hasta ahora, no he tenido tiempo, ni ganas, ni poder para eliminarlo, pero…

—¿Qué? —Thibor estaba pasmado, y el Vlad se interrumpió al oírlo—. Disculpa, mi príncipe, pero tú… ¿no tienes poder?

Vladimir Svyatoslavich sacudió la cabeza.

—No lo comprendes —dijo—. Desde luego, tengo poder. Kiev tiene poder. ¡Pero tan extendido que se gasta pronto! ¿Debería movilizar un ejército para someter a un principito rebelde, y dejar que los pechenegi nos ataquen de nuevo? ¿Debería formar un ejército de granjeros y funcionarios y campesinos, todos ellos inexpertos en la guerra? Y si lo hiciese, ¿qué pasaría? Un ejército no podría sacar a ese Ferenczy de su castillo, si él no quisiera salir. Y ni siquiera un ejército podría destruirlo, ¡tan fuertes son sus defensas! Hay que tener en cuenta los puertos de montañas, las gargantas, los aludes… Con un puñado de defensores fieles y aguerridos, podría detener casi indefinidamente cualquier ejército que yo enviase allí. Oh, si tuviese dos mil hombres sobrantes, podría tal vez ponerle sitio y rendirlo por hambre, pero ¿a qué precio? Por otra parte, lo que no puede lograr un ejército puede ser posible para un hombre solo, si es valiente, astuto y fiel…

—¿Me estás diciendo que quieres que ese Ferenczy sea sacado de su castillo y traído a tu presencia en Kiev?

—Demasiado tarde para eso, Thibor. El ha demostrado lo mucho que me «respeta». ¿Cómo he de respetarlo yo? No. ¡Lo quiero muerto! Entonces sus tierras, su castillo en la montaña, sus criados y sus siervos caerán en mi poder. Y su muerte será un ejemplo para otros que pudieran pensar en independizarse.

—Entonces, ¡no quieres sus pulgares, sino su cabeza!

La risa de Thibor fue gutural, sin pizca de humor.

—Quiero su cabeza, su corazón y su estandarte. Y quiero quemar las tres cosas en una hoguera aquí, en Kiev.

—¿Su estandarte? ¿Tiene un blasón ese Ferenczy? ¿Puedo preguntar cómo es?

—Desde luego —dijo el príncipe, de súbito reflexivos sus ojos grises. Bajó la voz y miró a su alrededor en la oscuridad, como para asegurarse de que nadie podía oírlo—. Su distintivo es la cabeza cornuda de un diablo, con una lengua bífida de la que caen gotas de sangre…

¡
Sangre
!

Gotas de sangre empapando la tierra negra
.

El sol había tocado el horizonte y estaba ardiendo allí, rojo, como… como una gran gota de sangre. Pronto la tierra lo engulliría. La vieja Cosa enterrada tembló de nuevo; su cascara de cuero y hueso se abrió despacio, como una esponja disecada, para recibir el tributo de la tierra, la sangre que empapaba las hojas muertas y las raíces y un suelo negro de siglos, para llegar donde yacía desde hacía mil años la criatura-Thibor, en su poco profunda tumba.

Thibor sintió subconscientemente aquella sangre que se filtraba y supo, como saben todos los que sueñan, que era sólo parte del sueño. Sería diferente cuando el sol se hubiese puesto y la filtración lo tocase en realidad; pero ahora prescindió de esto y volvió a aquel tiempo, a principios del siglo diez, en que había sido simplemente humano y subido al Khorvaty en una misión de asesinato…

Thibor y sus siete hombres habían viajado como tramperos, como valacos que seguían la curva de los Cárpatos en una dirección encaminada a adentrarlos en los bosques septentrionales al empezar el invierno. En realidad, habían venido simplemente de Kiev, a través de Kolomyya y hacia las montañas, y traían consigo todos los avíos de los tramperos para confirmar su historia. Habían tenido que cabalgar de forma regular durante tres semanas para llegar al lugar al abrigo de las montañas (un «pueblo» compuesto de un puñado de casas de piedra construidas en la falda del monte, media docena de cabanas semipermanentes y unas pocas tiendas de gitanos, de piel curtida y con el pelo en la parte de dentro) al que entonces llamaban Moupho Alde Ferenc Yabórov, largo nombre que abreviaban en Ferenc y que hacían que sonase como «Ferengi». Significaba «Lugar del Viejo» o «del Viejo Ferengi», y los gitanos lo pronunciaban en voz baja y con mucho respeto.

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