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Authors: Brian Lumley

Vampiros (5 page)

BOOK: Vampiros
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En realidad, fue una carnicería
, dijo Keogh.
Escucha, Alec, esto no puede ser igual que la última vez que hablamos. Puede faltarme tiempo. En el plano metafísico tengo una relativa libertad. En el continuo de Möbius, soy un agente libre. Pero, en el plano físico, soy virtualmente un prisionero del pequeño Harry. Precisamente ahora está durmiendo y puedo usar su mente subconsciente como mía. Pero cuando está despierto, su mente es suya y vuelve a atraerme como un imán. Y cuanto más se fortalece él, más aprende su mente y menos libertad tengo yo. En definitiva, me veré obligado a abandonarlo por completo a una existencia por el camino de Möbius. Si tengo ocasión, te explicaré todo esto más adelante, pero, por ahora, no sabemos cuánto tiempo dormirá, y por eso debemos emplear nuestro tiempo con prudencia. Y lo que tengo que decir no puede esperar
.

—¿Y tiene esto algo que ver con Dragosani? —Kyle frunció el entrecejo—. Pero Dragosani está muerto. Tú mismo lo has dicho.

El semblante de Keogh —el semblante de la aparición— era ahora grave.

¿Recuerdas lo que era Dragosani?

—Era un nigromante —dijo al momento Kyle, sin sombra de duda en su mente—. Muy parecido a ti.

Comprendió de inmediato su error y lamentó no haberse mordido la lengua.

¡
Muy diferente de mi
!, lo corrigió Keogh.
Yo era, soy, un necroscopio, no un nigromante. Dragosani hurtaba los secretos de los muertos como… como un dentista loco arranca un diente sano…, sin anestesia. Yo, yo hablo con los muertos y los respeto. Y ellos me respetan. Pero está bien, sé lo que es un
lapsus linguae.
Sé que no querías decir eso. Pues sí, él era un nigromante. Pero debido a lo que le hizo la vieja Cosa en la tierra, era más que eso. Era peor que eso
.

Claro, ahora Kyle lo recordó.

—Quieres decir que era también un vampiro.

La imagen reluciente de Keogh asintió con la cabeza.

Eso es justo lo que quiero decir. Y por eso estoy ahora aquí. Mira, tú eres el único del mundo que puede hacer algo acerca de esto. Tú y tu organización y tal vez tus colegas rusos. Y cuando sepas de lo que estoy hablando, tendrás que hacer algo acerca de ello
.

Era tal la intensidad de Keogh, y tal la advertencia contenida en su voz mental, que Kyle sintió un escalofrío en la espina dorsal.

—Hacer algo, ¿acerca de qué, Harry?

Acerca del resto de ellos
, respondió la aparición.
Mira, Alec, Dragosani y Thibor Ferenczy no eran los únicos. ¡Y sólo Dios sabe cuántos más hay de ellos!

—¿Vampiros? —Kyle se estremeció de horror. Recordaba demasiado bien lo que le había contado Keogh hacía unos ocho meses—. ¿Estás seguro?

Oh, sí. En el continuo de Möbius, mirando a través de las puertas del pasado y del futuro, he visto sus hilos escarlata. Yo no los habría reconocido, tal vez nunca los habría visto, pero cruzan el hilo azul de la vida de Harry. Sí, ¡y también el tuyo!

Al oír esto, fue como si la hoja fría de un cuchillo psíquico se clavase en el corazón de Kyle.

—Harry —farfulló—, será… mejor que me digas todo lo que sabes y lo que debo hacer.

Te diré todo lo que pueda y trataremos de decidir lo que hay que hacer. En cuanto a cómo sé lo que voy a decirte

La aparición se encogió de hombros.

Soy un necroscopia, ¿te acuerdas? He hablado con el propio Thibor Ferenczy, como le prometí una vez que haría, y también con otro. Una víctima reciente. Más tarde sabrás más de él. Pero el relato se refiere principalmente a Thibor

Capítulo 2

La vieja Cosa debajo del suelo, tras un breve temblor, se estremeció ligeramente y se esforzó en volver a su sueño inmemorial. Algo se estaba entrometiendo y amenazaba con despertarla de su oscura somnolencia; pero el sueño se había convertido en un hábito que satisfacía todas sus necesidades… o casi todas.

Se aferraba a sus horribles sueños —de locura y de matanza, del infierno de la vida y el horror de la muerte, y de los placeres de la sangre, la sangre, la sangre— y sentía el frío abrazo de la grumosa tierra que la envolvía, empujándola hacia abajo y sosteniéndola aquí, en su oscura tumba. Y sin embargo, la tierra le era familiar y ya no le causaba miedo; la oscuridad era como la de una habitación cerrada o una cámara profunda, una penumbra impenetrable y en lugar seguro; la naturaleza imponente y la situación de su mausoleo no sólo la tenían apartada, sino que la protegían. Aquí estaba segura. Condenada para siempre, por cierto —condenada por toda la eternidad, sí, salvo alguna gran intervención milagrosa—, pero también segura, y la seguridad era importante.

A salvo de los hombres —simples hombres, la mayoría de ellos— que la habían puesto aquí. Pues en su sueño, la Cosa marchita había olvidado que aquellos hombres estaban muertos desde hacía mucho tiempo. Y también sus hijos. Y los hijos de sus hijos, y los hijos de éstos…

La vieja Cosa enterrada había vivido quinientos años y un tiempo igual había yacido no-muerta en su nefanda tumba. Encima de ella, en la penumbra de un claro, bajo unos árboles inmóviles y cargados de nieve, las piedras caídas y las losas de su sepulcro contaban algo de su historia, pero sólo la Cosa misma la sabía toda. Su nombre había sido… Pero no, los wamphyri no tenían nombre como tales. El nombre del ser que la había albergado había sido Thibor Ferenczy y, al principio, Thibor había sido un hombre. Pero de esto hacía casi mil años.

La parte Thibor de la Cosa enterrada existía todavía, pero cambiada, mutada, mezclada y metamorfoseada con su «huésped» vampiro. Los dos eran ahora uno, inseparablemente fundidos; pero, en los sueños de un milenio, Thibor podía todavía volver a sus raíces, volver a un pasado enormemente cruel…

Al principio no había sido un Ferenczy, sino un Ungar, aunque esto no importaba ahora. Sus antepasados habían sido unos agricultores venidos de un principado húngaro a través de los Cárpatos, para instalarse en las riberas del Dniester, donde fluía hacia el Mar Negro. Pero «instalarse» no era una palabra muy adecuada. Habían tenido que luchar contra los vikingos (los temibles
varya-gi
) en el río, que exploraban viniendo del Mar Negro; contra los khazars y los vasallos magiares de las estepas y, por último, contra las feroces tribus pechenegi, en su constante expansión hacia el oeste y hacia el norte. Thibor era joven cuando los pechenegi asolaron el sencillo campamento al que llamaba su hogar, y sólo él sobrevivió. Después había huido hacia el norte, hacia Kiev.

Sin duda mal dotado para la agricultura, mucho más apto para la guerra por su corpulencia —que en aquellos tiempos, en que los hombres eran bajos, hacía de Thibor el Valaco una especie de gigante—, se puso en Kiev al servicio de Vladimir I. El Vlad hizo de él un pequeño
voevod
, o jefe de guerreros, y le dio un centenar de hombres.

—Únete a mis boyardos del sur —le ordenó—. Luchad y matad a los pechenegi, impedid que crucen el Ros, y por nuestro nuevo Dios cristiano que te daré título y escudo, ¡Thibor de Valaquia!

Thibor había ido a él cuando estaba desesperado, esto era evidente.

En su sueño, la Cosa enterrada recordaba lo que había respondido:

—Guárdate el título y el escudo, mi señor; pero dame cien hombres más y habré matado a mil pechenegi antes de volver a Kiev. Sí, ¡y te traeré sus dedos pulgares como prueba!

Obtuvo sus cien hombres, y también, le gustara o no, su blasón: un dragón rampante de oro.

—El dragón del verdadero Cristo, que nos fue traído por los griegos —le dijo Vlad—. Ahora el dragón vela por la Kiev cristiana, por la propia Rusia, ¡y ruge en tu escudo de armas con la voz del Señor! ¿Qué marca propia quieres poner en él?

Aquella misma mañana había hecho esta pregunta a media docena de nuevos defensores, cinco boyardos con sus seguidores y una compañía de mercenarios. Todos ellos habían elegido un símbolo para que ondease con el dragón en sus banderas. Pero no Thibor.

—Yo no soy boyardo, señor —había dicho el valaco, encogiéndose de hombros—. Esto no quiere decir que la casa de mi padre no fuese honorable, pues lo era, y edificada por un hombre honrado…, pero en modo alguno de la nobleza. Por mis venas no fluye sangre de ningún príncipe o señor feudal. Cuando me haya ganado un distintivo, lo añadiremos a tu dragón.

—No creo que me seas especialmente simpático, valaco. —El Vlad había fruncido el rostro, inquieto con el severo hombrón que tenía delante—. Tal vez suena tu voz demasiado fuerte, cuando aún no has probado tu valor. Pero —y también él encogió los hombros—, muy bien, elige un distintivo cuando regreses triunfante. Y, Thibor, ¡tráeme esos pulgares o te colgaré de los tuyos!

Y aquel día, al mediodía, siete compañías políglotas habían emprendido la marcha desde Kiev, como refuerzos para las asediadas posiciones defensivas sobre el Ros.

Un año y un mes más tarde, Thibor regresó con casi todos sus hombres, más otros ochenta reclutados entre los campesinos que se ocultaban en las colinas y los valles del sur de Khorvaty. No pidió audiencia, sino que entró a largas zancadas en la iglesia del Vlad, donde el Vlad en ese momento rezaba. Dejó fuera a sus fatigados hombres y sólo llevó consigo un pequeño saco en el que repicaba algo, se acercó al príncipe Vladimir Svyatoslavich y esperó a que acabase de rezar. Detrás de él, los nobles civiles de Kiev guardaban un silencio absoluto, a la espera de que su príncipe lo viese.

Por fin, el Vlad y sus monjes griegos se volvieron a Thibor. Su aspecto era espantoso. Estaba cubierto de fango de los campos y los bosques; tenía tierra incrustada en la piel; mostraba una reciente cicatriz en la mejilla derecha hasta la mitad de la mandíbula inferior, una pálida tira de tejido cicatricial que le llegaba hasta casi el hueso. Se había marchado como campesino y volvía completamente distinto. Altivo como un halcón, la nariz ligeramente aguileña bajo unas cejas pobladas que casi se juntaban, y miraba con unos ojos amarillos, sin pestañear. Llevaba bigote y una barba negra, áspera y rizada; y también la armadura de un jefe pechenegi, adornada de oro y plata, y un pendiente con una gema en el lóbulo de la oreja izquierda. Se había afeitado la cabeza, a excepción de dos mechones negros que pendían uno a cada lado, a la manera de ciertos nobles; y, con su actitud, no daba la menor señal de saber que estaba en un lugar sagrado o de prestar siquiera atención a cuanto lo rodeaba.

—Ahora te conozco —silbó el Vlad—, Thibor el Valaco. ¿No temes al verdadero Dios? ¿No tiemblas ante la cruz de Cristo? Estaba rezando por nuestra liberación, y tú…

—Y yo te la he traído.

La voz de Thibor era grave y lúgubre. Vertió el contenido del saco sobre las losas. El séquito del príncipe y los nobles de Kiev que se mantenían detrás de su señor ahogaron una exclamación y se quedaron boquiabiertos. Un montón de huesos blancos repicaron a los pies del Vlad.

—¿Qué? —jadeó éste—. ¿Qué?

—Pulgares —dijo Thibor—. Los herví para quitarles la carne y que no ofendiese su hedor. Los pechenegi han sido rechazados, atrapados entre el Dniester, el Bug y el mar. Tu ejército de boyardos los está cercando. Por fortuna, pueden dominarlos sin que yo y los míos tengamos que ayudarles. Pues he oído que los polovtsy se están levantando como el viento en el este. También en tierra turca hay tropas que se aprestan para la guerra.

—¿Lo has oído? ¿Lo
has
oído? Entonces, ¿eres un poderoso
voevod
? ¿Te has erigido en los oídos de Vladimir? ¿Y qué has querido decir con eso de «yo y los míos»? Los doscientos hombres que llevaste al combate ¡son míos!

Thibor respiró profundamente. Dio un paso adelante, pero se detuvo. Entonces hizo una profunda aunque no muy elegante reverencia y dijo:

—Desde luego, son tuyos, príncipe. Como también las cuatro veintenas de refugiados que recluté y convertí en guerreros. Todos son tuyos. En cuanto a ser tus oídos, si no he oído mal, que me quede sordo. Pero terminé mi trabajo en el sur y pensé que me necesitabas más aquí. Actualmente hay pocos soldados en Kiev y tus fronteras son anchas…

Los ojos del Vlad permanecieron velados.

—Dices que los pechenegi han sido puestos a raya. ¿Te atribuyes el mérito de eso?

—Con toda modestia. De eso y de otras cosas.

—¿Y has traído contigo a mis hombres, sin ninguna baja?

—Cayeron un puñado de ellos. —Thibor se encogió de hombros—. Pero encontré ochenta para sustituirlos.

—Muéstramelos.

Salieron por la puerta grande a la ancha escalinata de la iglesia. En la plaza, los hombres de Thibor esperaban en silencio, algunos a caballo, la mayoría a pie, y todos armados hasta los dientes y con aspecto feroz. Eran el mismo triste puñado de hombres que el valaco se había llevado, pero ya no era triste. Su bandera ondeaba en tres altas astas: el dragón de oro y, sobre su espalda, un murciélago negro con ojos de cornalina.

El Vlad asintió con la cabeza.

—Tu distintivo —comentó, tal vez con acritud—. Un murciélago.

—El murciélago negro de los valacos, sí —dijo Thibor.

Uno de los monjes levantó la voz.

—Pero ¿encima del dragón?

Thibor le hizo una mueca lobuna.

—¿Habrías querido que el dragón se mease en mi murciélago?

Los monjes se llevaron aparte al príncipe, mientras Thibor esperaba. No podía oír lo que decían, pero se lo imaginó más tarde muchas veces:

¡Esos hombres le son absolutamente fieles! ¿Ves con qué orgullo están plantados debajo de su bandera?
, habría murmurado el superior de los monjes, a la taimada manera de los griegos.
Podría ser un peligro
.

Y Vlad:

¿Te inquieta eso? Tengo cinco veces su número en la ciudad
.

El griego:

Pero estos hombres han sido probados en combate. ¡Todos son guerreros!

Vlad:

¿Qué estás diciendo? ¿Qué debería temerle? ¡Llevo sangre varyagi
en
mis venas y no temo a nadie!

El griego:

Claro que no. Pero… él se coloca por encima de su posición.

¿No podemos encontrar una tarea para él, para él y un puñado de sus hombres, y retener aquí a los demás para fortalecer las defensas de la ciudad? De esta manera, en su ausencia, podrías estar más seguro de su lealtad
.

Y los ojos de Vladimir Svyatoslavich se entrecerraron más aún. Después, un movimiento de aprobación con la cabeza.

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