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Authors: Brian Lumley

Vampiros (9 page)

BOOK: Vampiros
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Thibor no pensó que su aviso valiese gran cosa; aunque produjese efecto en el gitano, por cierto no lo produciría en su señor de las montañas. Pero tampoco era el valaco hombre capaz de amenazar en vano. Arvos el
szgany
era siervo del Ferenczy, sin duda alguna. Y siendo así, si había más dificultades (Thibor estaba seguro de que el alud había sido provocado), cuidaría de que alcanzasen primero a Arvos. Y las habría: los esperaban en el desfiladero donde el acantilado era dividido por una profunda sima y detrás del cual se alzaba el castillo de Ferenczy.

Eso fue lo que vieron Thibor y su simiesco amigo valaco, y el ahora siniestro gitano Arvos, cuando llegaron a aquella hendidura. En tiempos remotísimos, las montañas habían sufrido convulsiones y se habían partido. Se habían abierto puertos en las cadenas montañosas, y éste podía ser uno de ellos. Salvo que, en este caso, la hendidura no había sido completa. El acantilado por cuya cara habían caminado conducía al fin a una alta cresta que se alzaba ahora a unos ochocientos metros de distancia. La cresta estaba dividida en dos picos gemelos, como las orejas de un murciélago o de un lobo. Y allí, a horcajadas sobre el desfiladero donde éste se estrechaba más, aferrándose a las dos caras opuestas y apoyado en el centro en sólido arco de albañilería, se alzaba la mansión de los Ferenczy. Como antes, había dos ventanas iluminadas, como ojos debajo de las afiladas y negras orejas, y la hendidura inferior parecía formar una boca abierta.

—¡No es raro que ese hombre críe lobos! —dijo el achaparrado compañero de Thibor.

Sus palabras produjeron el efecto de un conjuro. Los lobos bajaron por el sendero del acantilado, viniendo del castillo, y no eran sólo cuatro de ellos. Eran muchos, un tropel de animales de piel gris y ojos amarillos como joyas. Y avanzaban a paso largo y resuelto.

—¡Una manada! —gritó el amigo de Thibor.

—Son demasiados para luchar contra ellos —le gritó a su vez el
voevod
.

Por el rabillo del ojo vio que Arvos daba un paso adelante, en
dirección
a los lobos que avanzaban. Alargó una pierna, haciendo una zancadilla el viejo gitano.

—¡Agárralo! —ordenó Thibor, desenvainando la espada.

El valaco achaparrado levantó a Arvos con la misma facilidad con que habría alzado la rama seca y muerta de un árbol, y lo sostuvo sobre el abismo. Arvos chilló, aterrorizado. Los lobos se detuvieron inquietos a pocos pasos de distancia. Los que iban delante levantaron los afilados hocicos y aullaron lúgrubremente. Estaba claro que esperaban alguna orden. Pero ¿de quién?

Arvos dejó de chillar, volvió la cabeza y miró con ojos desorbitados al lejano castillo. Su garganta se movía espasmódicamente al tragar saliva.

El hombre que lo sostenía miró a Thibor.

—¿Qué hago ahora? ¿Lo suelto?

El corpulento valaco sacudió la cabeza.

—Sólo si ellos nos atacan —respondió.

—Entonces, ¿crees que el Ferenczy los controla? Pero… ¿es posible?

—Parece que nuestra presa tiene poderes —dijo Thibor—. Mira la cara del gitano.

Arvos tenía la mirada fija. Thibor había visto antes esa expresión, cuando el viejo había utilizado la sartén-espejo en el pueblo: como si una película lechosa le cubriera cada globo de los ojos.

Entonces habló el gitano.

—¿Señor? —La boca de Arvos apenas se movía. Sus palabras fueron al principio como susurros que se confundían con la brisa de la montaña, pero enseguida elevaron su tono—. ¿Señor? Señor, siempre he sido tu fiel… —se interrumpió de súbito, como cortado en seco, y sus ojos empañados se desorbitaron—. No, señor,
¡no!

Su voz era ahora un chillido; arañó las manos y los musculosos brazos que lo sostenían contra la gravedad; levantó una vez más la clara mirada hacia la cornisa y los lobos agrupados en ella.

Thibor casi había sentido la fuerza que emanaba del lejano castillo, casi había percibido el rechazo que con toda seguridad condenaba a muerte al
szgany
. Si el Ferenczy había acabado con él, ¿por qué esperar?

Los dos lobos de pecho macizo que marchaban delante, avanzaron a la vez, con los músculos tensos.

—¡Suéltalo! —gruñó Thibor, implacable, y añadió—: Deja que muera… ¡y lucha por tu vida! La cornisa es estrecha; si no nos separamos, tendremos una oportunidad.

Su compañero trataba de soltar al viejo, pero no podía. El gitano se agarraba a sus brazos, luchaba con desesperación para poner de nuevo los pies sobre la cornisa. Pero era ya demasiado tarde para los dos hombres. Despreciando sus propias vidas, los dos grandes lobos grises saltaron como disparados por un muelle. No contra Thibor (ni siquiera lo miraron), sino directamente contra su achaparrado camarada que trataba de desprenderse de Arvos. Se produjo el choque, un peso muerto contra una doble silueta tambaleante, y el simiesco valaco, Arvos y los dos lobos saltaron sobre el borde del sendero y cayeron en la oscuridad.

Nada había podido hacer Thibor. Sólo pensó un instante en ello. Los jefes de la manada se habían sacrificado en respuesta a una orden que él no había oído… ¿o tal vez sí? Pero, en todo caso, habían muerto voluntariamente por una causa que él no podía comprender. Sin embargo, seguía viviendo, y vendería cara su vida.

—¡Venid todos! —aulló a la manada, casi en su misma lengua—. Vamos, ¿quién será el primero en probar mi acero?

Durante unos largos momentos, ninguno de los animales se movió.

Entonces…

Entonces se movieron,

, pero no hacia adelante. En lugar de ello, se volvieron, se apartaron, se detuvieron y miraron hacia atrás por encima de las flacas espaldas.

—¡Cobardes! —rugió Thibor.

Dio un paso en su dirección; ellos se apartaron más y lo miraron de nuevo, y el valaco se quedó boquiabierto. Comprendió,
supo
de pronto, que no habían venido para hacerle daño, sino solamente para asegurarse de que vendría solo.

Por primera vez empezó a comprender algo del verdadero poder del misterioso boyardo, supo por qué el Vlad lo quería muerto. Y de pronto también lamentó haberse burlado tanto de las advertencias de su informador en la corte. Desde luego, podía volver al pueblo y traer al resto de sus hombres. Pero…, ¿podía? Detrás de él, con las pálidas lenguas colgando, un montón de cuerpos peludos cerraban el camino de la cara del acantilado.

Thibor se acercó otro paso y no se movieron ni un milímetro, pero sus muecas perrunas se convirtieron de inmediato en gruñidos. Dio entonces un paso en dirección contraria, y lo siguieron. Tenía una escolta.

—Por mi libre voluntad, ¿eh? —murmuró, y miró la espada que tenía en la mano.

La espada de algún guerrero
varyagi
, una buena espada de vikingo, pero inútil si la manada decidía atacar en masa. O si alguien lo decidía por ella. Thibor lo sabía, y sospechaba que ellos lo sabían también.

Envainó el arma y encontró valor para ordenar:

—Adelante, amigos; pero no os acerquéis demasiado, ¡u os cortaré las patas como amuletos!

Y así fue cómo lo llevaron al castillo, en la roca hendida…

En su tumba poco profunda, la vieja Cosa enterrada se estremeció de nuevo, esta vez de miedo. Por muy monstruoso que haya podido ser un hombre en este mundo, cuando sueña con su juventud, lo que lo había espantado entonces lo espanta ahora. Era esto lo que le pasaba a la criatura-Thibor, y ahora su sueño lo llevaba hasta las puertas del terror.

El sol se estaba poniendo; su borde formaba una pequeña ampolla roja sobre el monte, pero sus rayos aún resplandecían sobre la tierra, donde las sombras se alargaban más y más, borrando deprisa las manchas doradas del sol. Sin embargo, ni siquiera cuando el sol se hubo puesto del todo para iluminar otras tierras, pudo Thibor «despertar» en el sentido que dan los hombres a esta palabra; pues él podía soñar durante muchos años entre períodos de aquella cosa odiosa llamada vigilia. No es agradable ser una Cosa enterrada despierta, sola, inmóvil, no-muerta.

Pero la rica sangre que empapaba la tierra lo despertaría, por cierto, en el instante en que lo tocase. Incluso ahora, la proximidad de aquel líquido cálido, precioso, despertaba pasiones en él. Sus fosas nasales se abrieron más al percibir su olor; su corazón disecado pidió a su propia y antigua sangre que circulase más aprisa por sus venas; su núcleo de vampiro gimió sin ruido en el sueño que compartía con él.

No obstante, el sueño de Thibor era más fuerte. Era un imán de la mente, que lo atraía a una conclusión que conocía y temía desde la antigüedad, pero que siempre debía experimentar de nuevo. Y en la fría tierra del claro entre árboles inmóviles, donde las piedras de su mausoleo yacían rotas y cubiertas de líquenes, la Cosa de pesadilla siguió soñando…

El camino se ensanchó, se convirtió en una avenida flanqueada de altos y oscuros pinos, sobre una nivelada y amplia franja de piedras acumuladas durante siglos. A la izquierda de Thibor, más allá de los rectos troncos de los pinos, unas rocas lisas y negras se alzaban verticalmente a más de cien metros, contra un cielo añil tachonado de estrellas; a su derecha, los árboles se apretujaban y descendían por un lado de la garganta ya no tan estrecha, para ascender por el otro. En el fondo, fluía y gorgoteaba el agua, invisible bajo el negro manto de la noche. El Vlad había tenido razón: con un puñado de hombres (o de lobos) el Ferenczy podía defender fácilmente su castillo contra un ejército. Sin embargo, las cosas podían ser diferentes dentro de aquél. Sobre todo si el boyardo estaba en verdad solo o casi solo.

Por fin se irguió ante él el antiguo edificio. Su sillería era maciza, pero corroída por el tiempo. A ambos lados del desfiladero se alzaban enormes torres de más de veinte metros; cuadradas y casi lisas en sus anchas bases, tenían a mayor altura ventanas en arco y fortificadas, cornisas y balcones con profundas troneras y canalones de piedra surgiendo de las bocas de gárgolas talladas con cabezas de monstruos marinos. En lo alto de cada torre, se abrían más troneras delante de las agujas piramidales cubiertas de tejas pero con grandes agujeros que mostraban la urgente necesidad de una reparación, y envolviéndolo todo, un fuerte miasma de decadencia, una pátina húmeda y malsana, como si la propia piedra exudara un frío y pegajoso sudor.

A media altura, los muros interiores tenían contrafuertes voladizos casi tan macizos como las propias torres y que se encontraban sobre la garganta en un tramo único, como un puente de piedra de unos dos metros y medio de torre a torre. Sostenido por los contrafuertes, se levantaba un largo salón de un solo piso construido de madera, con pequeñas ventanas cuadradas. Tenía un techo puntiagudo, cubierto de grandes pizarras; tanto el salón como el tejado estaban en tan mala condición como las torres. De no haber sido porque dos de las ventanas estaban iluminadas por luces centelleantes, todo el castillo habría parecido desierto, arruinado. No era como se imaginaba Thibor que debía ser la residencia de un gran boyardo. Por otra parte, si hubiese sido supersticioso, sin duda habría creído que allí vivían demonios.

El número de lobos empezó a menguar al acercarse a las paredes del castillo. El valaco avanzó, pero hasta que estuvo a la sombra de aquellas paredes no pudo ver las sencillas defensas de aquél: un foso de poco menos de cinco metros de anchura y similar profundidad, excavado en la sólida roca y con el fondo lleno de largas estacas afiladas y tan próximas entre sí que cualquier hombre que cayese allí quedaría ciertamente empalado. También vio entonces la puerta: una pesada puerta de roble reforzada con hierros y dispuesta de manera que pudiese formar un puente levadizo. Y justo mientras miraba, la puerta empezó a bajar, crujiendo y chirriando las pesadas cadenas al ser tendida sobre el foso.

Entonces apareció en la abertura un personaje envuelto en una capa y que sostenía una antorcha encendida. Debido al resplandor de ésta, poco podía verse de las facciones del hombre; lo único que Thibor pudo distinguir fue su palidez, y sintió la vaga impresión de unas proporciones grotescas. Sin embargo, tuvo sospechas, y más que sospechas, en el instante en que habló aquel pesonaje:

—Conque has venido… por tu propia y libre voluntad.

Thibor había sido acusado a menudo de ser un hombre frío, con una voz fría y sin emoción. Nunca lo había negado. Pero, si su voz era fría, ésta parecía haber salido de una tumba. Y si momentáneamente le había parecido apaciguadora, ahora le atacaba los nervios como el dolor de un diente cariado o el frío acero sobre un hueso vivo. Era vieja (vieja como las montañas y es posible que depositaria de tantos secretos como éstas), pero no era una voz enfermiza, por cierto; tenía la autoridad de todo conocimiento oscuro.

—¿Mi propia y libre voluntad?

Thibor se atrevió a apartar la mirada del personaje y vio que estaba solo por completo. Los lobos se habían desvanecido en la noche, en las montañas. Tal vez un par de ojos amarillos brillaron un momento bajo los árboles, pero eso fue todo. Se volvió para mirar de nuevo a su anfitrión.

—Sí, por mi propia y libre voluntad… —admitió.

—Entonces, sé bienvenido.

El boyardo dejó la antorcha en un soporte junto a la puerta, dobló un poco la cintura y se apartó a un lado. Y Thibor cruzó el puente levadizo y entró en la casa del Ferenczy. Pero, un instante antes de entrar, miró hacia arriba y vio la inscripción grabada al fuego en el roble ennegrecido por el tiempo del arqueado dintel. Él no sabía leer ni escribir, pero el hombre de la capa vio lo que miraba y se lo tradujo:

—Dice que ésta es la casa de Waldemar Ferrenzig. También está la fecha, que demuestra que el castillo tiene casi doscientos años de antigüedad. Waldemar era… era mi padre. Yo soy Faethor Ferrenzig, llamado «el Ferenczy» por mi gente.

Ahora había un fiero orgullo en aquella voz opaca y, por primera vez, Thibor se sintió inseguro. Nada sabía del castillo; fácilmente podía haber muchos hombres al acecho; la puerta abierta semejaba las fauces de algún animal desconocido.

—He hecho preparativos —dijo el anfitrión de Thibor—. Comida y bebida, y una fogata para que te calientes los huesos.

Volvió deliberadamente la espalda, tomó una segunda antorcha de una oscura hornacina de la pared y la encendió con la primera. Al prender la llama, se extinguieron las sombras. El Ferenczy miró una vez a su invitado, sin sonreír, y lo guió hacia el interior. El valaco lo siguió.

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