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Authors: Brian Lumley

Vampiros (10 page)

BOOK: Vampiros
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Pasaron aprisa por oscuros corredores de piedra, antesalas, puertas estrechas, y entraron en la torre. Entonces subieron por una escalera de caracol hasta una pesada trampa en un suelo de baldosas, sostenido por grandes vigas negras. La trampa estaba abierta y Ferenczy se recogió la capa antes de subir a una bien iluminada habitación. Thibor lo siguió de cerca, para no darle tiempo a desenvolverse a su antojo. Al poner pie en la estancia, se estremeció. ¡Habría sido tan fácil clavarle una lanza o cortarle la cabeza al pasar por la trampa! Pero, aparte del señor del castillo, la habitación estaba vacía.

Thibor miró a su anfitrión y luego a su alrededor. La habitación era larga, ancha y alta. El techo de madera estaba muy estropeado; a la luz vacilante del fuego, se veía un tejado de pizarra sobre el techo y, a través de unos huecos, las estrellas que relucían entre el humo que surgía del fuego. El lugar estaba bastante a la intemperie. En invierno tenía que ser muy frío. Ni siquiera ahora habría estado caliente, de no haber sido por el fuego.

El fuego era de leña de pino, y ardía en un hogar abierto, con una chimenea en ángulo para cruzar una pared exterior. Los leños eran sostenidos por unos morillos de hierro forjado, retorcidos por el calor de muchas fogatas como ésta. Delante del fuego, seis becadas se estaban asando sobre las brasas. El olor de la carne salpicada con hierbas no podía ser más apetitoso.

Cerca de la chimenea había una pesada mesa y dos sillas de roble, y sobre aquélla, platos de madera, cuchillos de trinchar y una jarra de piedra, para vino o agua. En el centro de la mesa todavía humeaba carne asada de algún animal. También había un cuenco de frutos secos y otro con rebanadas de pan moreno. No era probable que Thibor muriese de hambre…

Éste miró de nuevo la pared donde estaba la chimenea; su base era de piedra, pero más arriba, de madera. También había una ventana cuadrada, abierta a la noche. Se acercó a ella y se asomó a un escenario de vértigo: el barranco, flanqueado de apiñados abetos y más lejos, hacia el este, los vastos y negros bosques. Y ahora supo el
voevod
que se hallaba en una habitación central del castillo, donde se extendía éste sobre la estrecha garganta entre las torres.

—¿Estás nervioso, valaco?

La voz suave (ahora suave, sí) de Faethor Ferenczy, lo sobresaltó.

—¿Nervioso? —Thibor sacudió lentamente la cabeza—. Perplejo, nada más. Sorprendido, ¿Estás solo aquí?

—¡Oh! ¿Y qué esperabas? ¿No te dijo Arvos, el gitano, que estaba solo?

Thibor entrecerró los ojos.

—Me dijo varias cosas… y ahora está muerto.

El otro no dio la menor señal de sorpresa, ni de remordimiento.

—Todos los hombres tienen que morir —dijo.

Thibor endureció el tono de su voz:

—Mis dos amigos también han muerto.

El Ferenczy se encogió de hombros.

—El camino de subida es duro. Ha costado muchas vidas a lo largo de los años. Pero ¿has dicho amigos? Entonces, eres un hombre afortunado. Yo no tengo amigos.

Thibor acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—Yo me había imaginado que toda la manada de tus «amigos» me había mostrado el camino hasta aquí…

Su anfitrión dio inmediatamente un paso hacia él, aunque más que un paso fue un movimiento fluido. Aquel hombre se movía como el líquido. Una mano larga, delgada pero firme, se apoyó en la empuñadura de la espada de Thibor,
debajo
de la mano de éste. Tocarla era como tocar la piel de una serpiente viva. Thibor se estremeció y apartó la mano. En el mismo instante, el boyardo desenvainó la espada, de nuevo con un movimiento fluido, líquido. El valaco quedó pasmado y desarmado.

—No puedes comer con esta cosa tan grande golpeándote las piernas —le dijo Ferenczy. Sopesó la espada como si fuese un juguete y sonrió—. ¡Oh! Un arma de guerrero. ¿Eres un guerrero, Thibor de Valaquia? Un
voevod
, ¿eh? He oído decir que Vladimir Svyatoslavich recluta muchos señores de la guerra, incluso entre los campesinos.

De nuevo pilló desprevenido a Thibor; éste no había dicho su nombre al Ferenczy, no había mencionado al Vlad de Kiev. Pero antes de que pudiese encontrar palabras para responder, su anfitrión le dijo:

—Vamos, no dejes que se enfríe tu comida. Siéntate, come, y hablaremos.

Arrojó la espada de Thibor sobre un banco cubierto de pieles suaves.

Thibor llevaba un arco cruzado sobre la ancha espalda. Desprendió la cuerda de su hombro y tendió el arma al Ferenczy. En todo caso, tardaría demasiado tiempo en cargarla. Sería inútil de cerca, contra un hombre que se movía como aquél.

—¿Quieres también mi cuchillo?

Faethor Ferenczy abrió mucho la boca y se echó a reír.

—Sólo deseo que te sientes cómodamente a mi mesa. Guarda tu cuchillo. Mira, para trinchar la carne hay varios al alcance de tu mano.

Arrojó el arco junto a la espada.

Thibor lo miró fijo y asintió con la cabeza. Se sacudió la pesada chaqueta y la dejó caer al suelo. Tomó asiento en uno de los extremos de la mesa y observó cómo colocaba Ferenczy toda la comida de manera que él pudiese alcanzarla. Luego, su anfitrión llenó de vino de la jarra dos grandes vasos de hierro, antes de sentarse en el extremo opuesto.

—¿No comerás conmigo?

De pronto Thibor sintió hambre, pero no quería dar el primer bocado. En el palacio de Kiev, siempre esperaban a que el Vlad empezara.

Faethor Ferenczy alargó un brazo encima de la mesa, un brazo extraordinariamente largo, y cortó con habilidad un trocito de carne.

—Comeré una becada cuando estén asadas —dijo—. Pero no me esperes; come cuanto quieras. —Jugueteó con su comida, mientras Thibor devoraba la suya. El Ferenczy lo observó durante un rato y después dijo—: Parece natural que un hombre tan corpulento tenga mucho apetito. Yo también tengo… apetitos que este lugar restringe. Por eso me interesas, Thibor. Podríamos ser hermanos, ¿comprendes? Incluso podría ser yo tu padre. Sí, los dos somos muy altos, y tú eres un guerrero que no conoce el miedo. Presumo que no hay muchos como tú en el mundo… —Y después de una breve pausa, y en completo contraste con lo que acababa de decir—: ¿Qué te contó de mí el Vlad, antes de enviarte para que me lleves a su corte?

Thibor había resuelto no ser pillado por sorpresa por tercera vez. Tragó lo que tenía en la boca y miró a su vez al otro por encima de la mesa. Ahora, a la luz del fuego y de las vacilantes antorchas, se permitió una inspección más minuciosa del dueño del castillo.

Sería inútil, pensó, tratar de calcular la edad de aquel hombre. Parecía
exudar
edad como un antiguo monolito, y sin embargo se movía con la increíble rapidez de una serpiente al atacar y con la ligereza de una joven. Su voz podía sonar tan dura como los elementos o tan suave como el beso de una madre, y no obstante parecía extraordinariamente viejo, también. En cuanto a los ojos de Ferenczy, estaban profundamente hundidos en cuencas triangulares, bajo pesados párpados, y su verdadero color era igualmente imposible de determinar. Vistos desde cierto ángulo, eran negros, brillantes como piedras mojadas, mientras que, desde otro, eran amarillos, con oro en las pupilas. Eran unos ojos cultos y llenos de sabiduría, pero también feroces y teñidos por el pecado.

Y luego estaba la nariz. La nariz de Faethor Ferenczy, junto con sus afiladas y carnosas orejas, eran las facciones menos aceptables de su rostro. Era más un hocico que una nariz propiamente dicha; sin embargo, era casi tan larga como la cara, y la punta se achataba sobre el labio superior y las grandes ventanas se torcían hacia arriba. Inmediatamente debajo de ella, en realidad demasiado cerca, la boca estriada del hombre era grande y roja, en contraste con la pálida y tosca carne. Cuando hablaba, los labios se separaban sólo un poco. Pero los dientes, por lo que el valaco había visto de ellos al reír el Ferenczy, eran grandes y cuadrados y amarillos. También le pareció que los incisivos eran extrañamente curvos y afilados, como diminutas guadañas; pero no podía estar seguro. Si era así, aquel hombre se parecería todavía más a un lobo.

Faethor Ferenczy era pues, un hombre feo. Pero… Thibor había conocido a muchos hombres feos. Y había matado también a muchos de ellos.

—¿El Vlad? —Thibor cortó más carne y bebió un trago de vino tinto. Estaba avinagrado, pero no era peor del que solía beber. Luego miró de nuevo al Ferenczy y se encogió de hombros—. Me dijo que estabas bajo su protección, pero no le habías jurado fidelidad. Que tenías tierras, pero no pagabas impuestos. Que podías reclutar muchos hombres, pero preferías estar sentado aquí para conservar el pellejo, mientras los otros boyardos luchaban contra los pechenegi.

Durante un momento, el Ferenczy abrió los ojos de par en par y parecían inyectados en sangre en los bordes; al mismo tiempo bufó de forma audible por la nariz. Su labio superior se torció un poco hacia atrás y las hirsutas y picudas cejas se juntaron sobre la frente, alta y pálida. Después… se echó atrás, pareció relajarse, sonrió y asintió con la cabeza.

Thibor había dejado de comer, pero al observar que el Ferenczy se había controlado, siguió comiendo. Entre bocado y bocado, dijo:

—¿Creías
que
te halagaría, Faethor Ferenczy? ¿Has pensado, también, que me asustarían tus artimañas, tal vez?

El dueño del castillo arrugó la nariz.

—¿Mis… artimañas?

Thibor asintió con la cabeza.

—Los consejeros del príncipe, monjes cristianos venidos de Grecia, creen que eres una especie de demonio, un «vampiro». Y me parece que él lo cree también. Pero yo, yo soy un hombre vulgar, un campesino, y digo que sólo eres un embaucador muy astuto. Hablas a tus siervos
szgany
con señales de espejos y has adiestrado a un par de lobos para que cumplan tus instrucciones como perros. ¡Oh! ¡Lobos sarnosos! Mira, en Kiev hay un hombre que lleva a grandes osos de una correa, ¡y baila con ellos! ¿Y qué más tienes? ¡Nada! Oh, haces adivinaciones astutas y finges que tus ojos tienen poderes extraordinarios; que pueden ver más allá de los bosques y de las montañas. Te envuelves en misterio en estos oscuros montes, pero esto sólo causa efecto a los supersticiosos. ¿Y quiénes son los
más
supersticiosos? Los hombres cultos, los monjes y los príncipes. Saben tanto, sus cerebros están tan rebosantes de conocimientos, que creen cualquier cosa. Pero el hombre corriente, el guerrero, sólo cree en la sangre y el hierro. La primera le da fuerza para blandir el segundo; el segundo se la da para verter la primera en torrentes purpúreos.

Un poco sorprendido de sí mismo, Thibor hizo una pausa y se enjugó los labios. El vino le había soltado la lengua.

El Ferenczy había estado sentado inmóvil; ahora se echó atrás en su silla, golpeó la mesa con una mano larga y plana y soltó una estruendosa carcajada. Y Thibor vio que, en efecto, sus ojos y sus dientes eran como los de un perro grande.

—¿Qué? ¿Va a darme lecciones un guerrero? —gritó el boyardo, apuntándole con un dedo muy delgado—. Pero tienes
razón
, Thibor. Tienes razón al irte de la lengua, y por eso me gustas. Y me alegro de que hayas venido, sea cual fuere tu misión. ¿No he acertado al decir que podías ser mi hijo? Sin duda,
tuve
razón. Un hombre según mi estilo, tal vez en más de un rasgo, ¿eh?

Sus ojos volvían a estar enrojecidos, quizás un efecto producido por el resplandor del fuego, pero Thibor se aseguró de tener un cuchillo al alcance de la mano. Tal vez el Ferenczy estaba loco. En verdad lo parecía, cuando reía de aquella manera.

El fuego chisporroteó al caer de lado un leño. Thibor sintió olor a quemado. ¡Las becadas! Tanto él como su anfitrión se habían olvidado de ellas. Decidió ser caritativo y dejar que el ermitaño comiese antes de matarlo.

—Tus pájaros —dijo, o trató de decir mientras se ponía en pie.

Sin embargo, las palabras se enredaron en su lengua, brotaron confusas, con un sonido extraño. Peor aún, no podía ponerse en pie; sus manos parecían pegadas a la mesa y tenía los pies pesados como el plomo.

Thibor miró sus manos estiradas y retorcidas, su cuerpo casi paralizado, e incluso su mirada horrorizada era lenta, presa de una languidez antinatural. Era como si estuviese borracho, pero más borracho de lo que nunca había estado. Estaba seguro de que bastaría un ligero empujón para arrojarlo al suelo.

Entonces se fijó en el vaso, en el vino tinto de la jarra. Avinagrado, sí. Algo peor. ¡Estaba envenenado!

El Ferenczy lo observaba con atención. De pronto, suspiró y se levantó. Parecía aún más alto, más joven, más fuerte. Se acercó con agilidad al fuego, volcó el asador y los pájaros humeantes sobre las llamas. Estos silbaron, echaron humo y se inflaron al instante. Entonces se volvió hacia Thibor, que lo estaba observando. Ni un músculo del cuerpo de éste quería responder a las órdenes desesperadas de su mente. Era como si se hubiese vuelto de piedra. De su frente brotaban gotas de sudor frío. El Ferenczy se acercó más, se irguió delante de él. Thibor lo miró, miró sus largas mandíbulas, el cráneo deforme, las orejas, la nariz aplastada como un hocico… Un hombre feo, sí, y tal vez más que un hombre.

—¡En… envenenado! —pudo farfullar al fin el valaco.

—¿Eh? —El Ferenczy inclinó la cabeza y lo miró—. ¿Envenenado? No, no —dijo—; sólo drogado. ¿No es evidente que si quisiera tu muerte
habrías
muerto ya con Arvos y tus amigos? ¡Pero eres valiente! Te mostré lo que podía hacer y, sin embargo, has seguido adelante. ¿O eres simplemente obstinado? ¿Tal vez estúpido? Te otorgaré el beneficio de la duda y diré que eres valiente, pues no puedo perder tiempo con los tontos.

Con un gran esfuerzo de voluntad, Thibor movió espasmódicamente la mano derecha hacia el cuchillo que estaba sobre la mesa. Su anfitrión sonrió, tomó un cuchillo y se lo tendió. Thibor empezó a temblar por el esfuerzo, pero, si no podía levantarse, tampoco podía coger el cuchillo. Toda la habitación empezó a oscilar, a fundirse, a girar en un negro e irresistible torbellino.

Lo último que vio fue la cara de Ferenczy, más terrible que nunca, al inclinarse sobre él. Aquella cara animal, bestial, de fauces abiertas al reír,
y la bífida lengua carmesí que vibraba como la de una serpiente atenazada en la caverna de su garganta

La vieja Cosa enterrada se despertó de pronto…

La pesadilla, y algo más, lo había despertado.

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