—Todavía no lo paras —dijo, sonriendo—. Parece que nada da resultado, porque eres muy terco. Pero si fueras menos terco, probablemente ya habrías
parado el mundo
con cualquiera de las técnicas que te he enseñado.
—¿Qué técnicas, don Juan?
—Todo lo que te he dicho era una técnica para parar el mundo.
Pocos meses después de aquella conversación, don Juan logró lo que se había propuesto: enseñarme a «parar el mundo».
Ese monumental hecho de mi vida me obligó a reexaminar en detalle mi trabajo de diez años. Se me hizo evidente que mi suposición original con respecto al papel de las plantas psicotrópicas era erróneo. Tales plantas no eran la faceta esencial en la descripción del mundo usada por el brujo, sino únicamente una ayuda para aglutinar, por así decirlo, partes de la descripción que yo había sido incapaz de percibir de otra manera. Mi insistencia en adherirme a mi versión normal de la realidad me hacía casi sordo y ciego a los objetivos de don Juan. Por tanto, fue sólo mi carencia de sensibilidad lo que propició el uso de los alucinógenos.
Al revisar la totalidad de mis notas de campo, advertí que don Juan me había dado la parte principal de la nueva descripción al principio mismo de nuestras relaciones, en lo que llamaba «técnicas de parar el mundo». En mis obras anteriores, descarté esas partes de mis notas porque no se referían al uso de plantas psicotrópicas. Ahora las he reinstaurado en el panorama total de las enseñanzas de don Juan, y abarcan los primeros diecisiete capítulos de esta obra. Los últimos tres capítulos son las notas de campo relativas a los eventos que culminaron cuando logré «parar el mundo».
Resumiendo, puedo decir que, cuando inicié el aprendizaje, había otra realidad, es decir, había una descripción del mundo, correspondiente a la brujería, que yo no conocía.
Don Juan, como brujo y maestro, me enseñó esa descripción. El aprendizaje que atravesé a lo largo de diez años consistía, por tanto, en instaurar esa realidad desconocida por medio del desarrollo de su descripción, añadiendo partes cada vez más complejas conforme yo progresaba.
La conclusión del aprendizaje significó que yo había aprendido, en forma convincente y auténtica, una nueva descripción del mundo, y así había obtenido la capacidad de deducir una nueva percepción de las cosas que encajaba con su nueva descripción. En otras palabras, había obtenido
membrecía
.
Don Juan declaraba que para llegar a «ver» primero era necesario «parar el mundo». La frase «parar el mundo» era en realidad una buena expresión de ciertos estados de conciencia en los cuales la realidad de la vida cotidiana se altera porque el fluir de la interpretación, que por lo común corre ininterrumpido, ha sido detenido por un conjunto de circunstancias ajenas a dicho fluir. En mi caso, el conjunto de circunstancias ajeno a mi fluir normal de interpretaciones fue la descripción que la brujería hace del mundo. El requisito previo que don Juan ponía para «parar el mundo» era que uno debía estar convencido; en otras palabras, había que aprender la nueva descripción en un sentido total, con el propósito de enfrentarla con la vieja y en tal forma romper la certeza dogmática, compartida por todos nosotros, de que la validez de nuestras percepciones, o nuestra realidad del mundo, se encuentra más allá de toda duda.
Después de «parar el mundo», el siguiente paso fue «ver». Con eso, don Juan se refería a lo que me gustaría categorizar como «responder a los estímulos perceptuales de un mundo fuera de la descripción que hemos aprendido a llamar realidad».
Mi argumento es que todos estos pasos sólo pueden comprenderse en términos de la descripción a la cual pertenecen; y como es una descripción que don Juan luchó por darme desde el principio, debo dejar que sus enseñanzas sean la única fuente de acceso a ella. Así pues, he dejado que las palabras de don Juan hablen por sí mismas.
«PARAR EL MUNDO»
—ENTIENDO que usted conoce mucho de plantas, señor —dije al anciano indígena frente a mí.
Un amigo mío acababa de ponernos en contacto para luego salir de la habitación, y nos habíamos presentado el uno al otro. El viejo me había dicho que se llamaba Juan Matus.
—¿Te dijo eso tu amigo? —preguntó casualmente.
—Sí, en efecto.
—Corto plantas, o mejor dicho ellas me dejan que las corte —dijo con suavidad.
Estábamos en la sala de espera de una terminal de autobuses en Arizona. Le pregunté con mucha formalidad:
—¿Me permitiría el caballero hacerle algunas preguntas?
Me miró inquisitivamente.
—Soy un caballero sin caballo —dijo con una gran sonrisa, y luego añadió—: Ya te dije que mi nombre es Juan Matus.
Me gustó su sonrisa. Pensé que, obviamente, era un hombre capaz de apreciar la franqueza, y decidí lanzarle con audacia una petición.
Le dije que me interesaba reunir y estudiar plantas medicinales. Dije que mi interés especial eran los usos del cacto alucinógeno llamado peyote, que yo había estudiado con detalle en la Universidad en Los Ángeles.
Mi presentación me pareció muy seria. La hice con gran sobriedad y me sonó perfectamente verosímil.
El anciano meneó despacio la cabeza y yo, animado por su silencio, añadí que sin duda ambos sacaríamos provecho de juntarnos a hablar del peyote.
En ese momento alzó la cabeza y me miró de lleno a los ojos. Fue una mirada formidable. Pero no era amenazante ni aterradora en modo alguno. Fue una mirada que me atravesó. Inmediatamente se me trabó la lengua y no pude proseguir mis peroratas. Ése fue el final de nuestro encuentro. Pero al irse dejó un rastro de esperanza. Dijo que tal vez pudiera yo visitarlo algún día en su casa.
Resulta difícil valorar el efecto de la mirada de don Juan si mi inventario de experiencias personales no se relaciona de alguna manera con la peculiaridad de aquel evento. Cuando empecé a estudiar antropología era ya un experto en «hallar el modo». Años antes había dejado mi hogar y eso significaba, según mi evaluación, que era capaz de cuidarme solo. Cada vez que sufría un desaire podía, por lo general, ganarme a la gente con halagos, hacer concesiones, argumentar, enojarme, o si nada resultaba me ponía chillón y quejumbroso; en otras palabras, siempre había algo que yo me sabía capaz de hacer bajo las circunstancias dadas, y jamás en mi vida había hallado un ser humano que detuviera mi impulso tan veloz y definitivamente como don Juan aquella tarde. Pero no era sólo cuestión de quedarme sin palabras; en otras ocasiones me había sido imposible decir nada a mi oponente a causa de algún respeto inherente que yo le tenía, pero mi ira o frustración se manifestaban en mis pensamientos. La mirada de don Juan, en cambio, me atontó hasta el punto de impedirme pensar con coherencia.
Aquella mirada estupenda me llenó de curiosidad, y decidí buscarlo.
Me preparé durante seis meses, tras ese primer encuentro, leyendo sobre los usos del peyote entre los indios americanos, y especialmente sobre el culto del peyote entre los indios de la planicie. Me familiaricé con todas las obras a mi disposición y cuando me sentí preparado regresé a Arizona.
Sábado, diciembre 17, 1960
Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.
Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el peyote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.
Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.
Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.
Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.
Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y matado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pronunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.
Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó «seis meses» en aprenderse la pronunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la palabra.
En ese punto, don Juan interrumpió muy dramáticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronunciación de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.
Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.
—¿Qué le pasó? —pregunté, tratando de sonar ingenuo e interesado en la historia.
—El joven, que era todo un zorro —dijo él—, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.
Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.
—Bueno, ¿qué pasó entonces? —pregunté con verdadero interés.
—Lo mataron en el acto, por supuesto —dijo él y estalló en una risotada.
Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía haberlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.
Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.
—A mí me gusta caminar mucho —dijo.
Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.
Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.
—Esto no es un paseo de campo —dijo en tono de advertencia.
Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.
—Estaría usted trabajando para mí —dije—. Y le pagaré un sueldo.
—¿Qué tanto me pagarías? —preguntó.
Detecté en su voz un matiz de codicia.
—Lo que a usted le parezca apropiado —dije.
—Págame mi tiempo… con tu tiempo —dijo él.
Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.
Me miró penetrantemente.
—¿Qué haces en tu bolsillo? —preguntó, frunciendo el entrecejo—. ¿Estás jugando con tu pito?
Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.
Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.
Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.
—Si quieres escribir, escribe —dijo—. No me molestas.
Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.
—Las plantas son cosas muy peculiares —dijo sin mirarme—. Están vivas y sienten.
En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral desértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.
—¿Oyes? —me preguntó, poniéndose la mano izquierda junto a la oreja como para escuchar mejor—. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.
Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el «acuerdo con las hojas» era una de sus excentricidades.
Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente caminaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor.
Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convirtiera en informante mío a cambio de alguna recompensa monetaria.
—No tienes que pagarme —dijo—. Puedes preguntarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso.
Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica:
—A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas.
No comprendí lo que había dicho ni a qué se refería.
—¿Cómo dice usted? —pregunté.
Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo.