—¿Qué de extraño tiene el halcón? —pregunté.
—Eso me lo debes decir tú —repuso.
Insistí en que no tenía forma de saber a qué se refería; por tanto, no podía decirle nada.
—¡No luches conmigo! —dijo—. Lucha contra tu pereza y recuerda.
Durante un momento me esforcé seriamente por desentrañar su intención. No se me ocurrió que igual podría haber tratado de acordarme.
—En un tiempo viste muchos pájaros —dijo como apuntándome.
Le dije que de niño viví en una granja y cacé cientos de aves.
Respondió que, en tal caso, no me costaría trabajo recordar a todas las aves raras que había cazado.
Me miró con una pregunta en los ojos, como si acabara de darme la última pista.
—He cazado tantos pájaros —dije— que no recuerdo nada de ellos.
Este pájaro es especial —repuso casi en un susurro—. Este pájaro es un halcón.
Nuevamente me puse a pensar a dónde querría llevarme. ¿Se burlaba? ¿Hablaba en serio? Tras un largo intervalo, me instó otra vez a recordar. Sentí que era inútil tratar de acabar con su juego; sólo me quedaba jugar con él.
—¿Habla usted de un halcón que yo he cazado? —pregunté.
—Sí —murmuró con los ojos cerrados.
—De modo que, ¿esto pasó cuando yo era niño?
—Sí.
—Pero usted dijo que está viendo ahora un halcón frente a usted.
—Lo veo.
—¿Qué trata usted de hacerme?
—Trato de hacerte recordar.
—¿Qué cosa? ¡Por amor de Dios!
—Un halcón rápido como la luz —dijo mirándome a los ojos.
Sentí que mi corazón se detenía.
—Ahora mírame —dijo.
Pero no lo hice. Percibía su voz como un sonido leve. Cierto recuerdo colosal se había posesionado de mí. ¡El halcón blanco!
Todo empezó con el estallido de ira que tuvo mi abuelo al contar sus pollos Leghorn. Habían estado desapareciendo en forma continua y desconcertante. Él organizó y ejecutó personalmente una meticulosa vigilia, y tras días de observación constante vimos finalmente una gran ave blanca que se alejaba volando con un pollo en las garras. El ave era rauda y al parecer conocía su ruta. Descendió desde el cobijo de unos árboles, aferró el pollo y voló por una abertura entre dos ramas. Ocurrió tan rápido que mi abuelo casi ni vio al ave, pero yo sí, y supe que era en verdad un halcón. Mi abuelo dijo que, en ese caso, debía ser un albino.
Iniciamos una campaña contra el halcón albino y dos veces creí tenerlo cazado. Incluso dejó caer la presa, pero escapó. Era demasiado veloz para mí. También era muy inteligente; nunca regresó a asolar la granja de mi abuelo.
Yo habría olvidado el asunto si el abuelo no me hubiese aguijoneado a cazar el ave. Durante dos meses perseguí al halcón albino por todo el valle donde vivíamos. Aprendí sus hábitos y casi me era posible intuir su ruta de vuelo, pero su velocidad y lo brusco de sus apariciones siempre me desconcertaban. Podía yo alardear de haberle impedido cobrar su presa, quizá todas las veces que nos encontramos, pero nunca logré echarlo en mi morral.
En los dos meses en que libré la extraña guerra contra el halcón albino, sólo una vez estuve cerca de él. Había estado cazándolo todo el día y me hallaba cansado. Me senté a reposar y me quedé dormido bajo un eucalipto. El grito súbito de un halcón me despertó. Abrí los ojos sin hacer ningún otro movimiento, y vi un ave blancuzca encaramada en las ramas más altas del eucalipto. Era el halcón albino. La caza había terminado. Iba a ser un tiro difícil; yo estaba acostado y el ave me daba la espalda. Hubo una repentina racha de viento y la aproveché para ahogar el sonido de alzar mi rifle 22 largo para apuntar. Quería esperar que el halcón se volviera o empezara a volar, para no fallarle. Pero el ave permaneció inmóvil. Para mejor dispararle, habría tenido que moverme, y era demasiado rápida para ello. Pensé que mi mejor alternativa era aguardar. Y eso hice durante un tiempo largo, interminable. Acaso me afectó la prolongada espera, o quizá fue la soledad del sitio donde el halcón y yo nos hallábamos; de pronto sentí un escalofrío ascender por mi espina y, en una acción sin precedente, me puse en pie y me fui. Ni siquiera vi si el halcón había volado.
Jamás atribuí ningún significado a mi acto final con el halcón albino. Pero fue muy raro que no le disparara. Yo había matado antes docenas de halcones. En la granja donde crecí, matar aves o cazar cualquier tipo de animal era cosa común y corriente.
Don Juan escuchó atentamente mientras yo narraba la historia del halcón albino.
—¿Cómo supo usted del halcón blanco? —pregunté al terminar.
—Lo vi —repuso.
—¿Dónde?
Aquí mismo, frente a ti.
Ya no me quedaban ánimos para discutir.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté.
Él dijo que un ave blanca como ésa era un augurio, y que no dispararle era lo único correcto que podía hacerse.
—Tu muerte te dio una pequeña advertencia —dijo con tono misterioso—. Siempre llega como escalofrío.
—¿De qué habla usted? —dije con nerviosismo.
En verdad me había puesto nervioso con sus palabras fantasmagóricas.
—Conoces mucho de aves —dijo—. Has matado demasiadas. Sabes esperar. Has esperado pacientemente horas enteras. Lo sé. Lo estoy viendo.
Sus palabras me produjeron gran turbación. Pensé que lo más molesto en él era su certeza. No soportaba yo su seguridad dogmática con respecto a elementos de mi vida de los que ni yo mismo estaba seguro. Inmerso en mis sentimientos de depresión, no lo vi inclinarse sobre mí hasta que me susurró algo al oído. No entendí al principio, y él lo repitió. Me dijo que volviera la cabeza como al descuido y mirara un peñasco a mi izquierda. Dijo que mi muerte estaba allí, mirándome, y que si me volvía cuando él me hiciera una seña, tal vez fuese capaz de verla.
Me hizo una seña con los ojos. Volví la cara y me pareció ver un movimiento parpadeante sobre el peñasco. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, los músculos de mi abdomen se contrajeron involuntariamente y experimenté una sacudida, un espasmo. Tras un momento recobré la compostura y expliqué la sombra fugaz que había visto como una ilusión óptica causada por volver la cabeza tan repentinamente.
—La muerte es nuestra eterna compañera —dijo don Juan con un aire sumamente serio—. Siempre está a nuestra izquierda, a la distancia de un brazo. Te vigilaba cuando tú vigilabas al halcón blanco; te susurró en la oreja y sentiste su frío, como lo sentiste hoy. Siempre te ha estado vigilando. Siempre lo estará hasta el día en que te toque.
Extendió el brazo y me tocó levemente en el hombro, y al mismo tiempo produjo con la lengua un sonido profundo, chasqueante. El efecto fue devastador; casi volví el estómago.
—Tú eres el muchacho que acechaba su caza y esperaba pacientemente, como la muerte espera; sabes muy bien que la muerte está a nuestra izquierda, igual que tú estabas a la izquierda del halcón blanco.
Sus palabras tuvieron la extraña facultad de provocarme un terror injustificado; la única defensa era mi compulsión de poner por escrito todo cuanto él decía.
—¿Cómo puede uno darse tanta importancia sabiendo que la muerte nos está acechando? —preguntó.
Sentí que mi respuesta no era en realidad necesaria. De cualquier modo, no habría podido decir nada. Un nuevo estado de ánimo se había posesionado de mí.
—Cuando estés impaciente —prosiguió—, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vigilándote.
Volvió a inclinarse y me susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco.
Sus ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar.
Le dije que le creía y que no era necesario llevar más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. Él soltó una de sus rugientes carcajadas.
Respondió que el asunto de nuestra muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mí no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya que eso sólo produciría desazón y miedo.
—¡Eso es pura idiotez! —exclamó—. La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo te está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado, vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada importa en realidad más que su toque. Tu muerte te dirá: «Todavía no te he tocado».
—Meneó la cabeza y pareció aguardar mi respuesta. Yo no tenía ninguna. Mis pensamientos corrían desenfrenados. Don Juan había asestado un tremendo golpe a mi egoísmo. La mezquindad de molestarme con él era monstruosa a la luz de mi muerte.
Tuve el sentimiento de que se hallaba plenamente consciente de mi cambio de humor. Había vuelto las tablas a su favor. Sonrió y empezó a tararear una canción ranchera.
—Sí —dijo con suavidad, tras una larga pausa—. Uno de los dos aquí tiene que cambiar, y aprisa. Uno de nosotros tiene que aprender de nuevo que la muerte es el cazador, y que siempre está a la izquierda. Uno de nosotros tiene que pedir consejo a la muerte y dejar la pinche mezquindad de los hombres que viven sus vidas como si la muerte nunca los fuera a tocar.
Permanecimos en silencio más de una hora; luego echamos a andar nuevamente. Caminamos sin rumbo, durante horas, por el chaparral. No le pregunté si eso tenía algún propósito; no importaba. De alguna manera, me había hecho recobrar un viejo sentimiento, olvidado por completo: el puro gozo de moverse, simplemente, sin añadir a eso ningún propósito intelectual.
Quise que me permitiera echar otro vistazo a lo que yo había percibido sobre la roca.
—Déjeme ver esa sombra otra vez —dije.
—Te refieres a tu muerte, ¿no? —replicó con un toque de ironía en la voz.
Durante un momento sentí renuencia de decirlo.
—Sí —dije por fin—. Déjeme ver otra vez a mi muerte.
—Ahora no —respondió—. Eres demasiado sólido.
—¿Perdón?
Echó a reír, y por alguna razón desconocida su risa ya no era ofensiva e insidiosa, como anteriormente. No pensé que fuera distinta, desde el punto de vista de su timbre, su volumen, o el espíritu que la animaba; el nuevo elemento era mi propio humor. En vista de mi muerte inminente, los miedos y la irritación eran tonterías.
—Entonces déjame hablar con las plantas —dije.
Rió a más no poder.
—Ahora eres demasiado bueno —dijo, aún entre risas—. Te vas de un extremo al otro. Apacíguate. No hay necesidad de hablar con las plantas a menos que quieras conocer sus secretos, y para eso necesitas el más recio de los empeños. Conque guárdate tus buenos deseos. Tampoco hay necesidad de ver a tu muerte. Basta con que sientas su presencia cerca de ti.
Martes, abril 11, 1961
Llegué a casa de don Juan temprano en la mañana del domingo 9 de abril.
—Buenos días, don Juan —dije—. ¡Qué gusto me da verlo!
ÉL me miró y echó a reír suavemente. Se había acercado a mi coche cuando yo lo estacionaba, y mantuvo la puerta abierta mientras yo reunía unos paquetes de comida que le llevaba.
Caminamos hasta la casa y nos sentamos junto a la puerta.
Ésta era la primera vez que yo tenía verdadera conciencia de lo que hacía allí. Durante tres meses había aguardado con impaciencia el retorno al «campo». Fue como si una bomba de tiempo puesta dentro de mí hubiera estallado, y de pronto recordé algo que me era trascendente. Recordé que una vez en mi vida había sido muy paciente y eficaz.
Antes de que don Juan pudiese decir algo, le hice la pregunta que pesaba sobre mi mente. Llevaba tres meses obsesionado por la imagen del halcón albino. ¿Cómo supo él de eso, cuando yo mismo lo había olvidado?
Rió sin responder, imploré que me contestara.
—No fue nada —dijo con su convicción de costumbre—. Cualquiera puede darse cuenta de que eres extraño. Estás adormilado, eso es todo.
Sentí que nuevamente estaba minando mis defensas y empujándome a un rincón donde yo no tenía deseos de hallarme.
—¿Es posible ver nuestra muerte? —pregunté, en un intento por seguir dentro del tema.
—Claro —dijo riendo—. Está aquí con nosotros.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Soy viejo; con la edad uno aprende toda clase de cosas.
—Yo conozco mucha gente vieja, pero jamás ha aprendido esto. ¿Por qué usted sí?
—Bueno, digamos que conozco toda clase de cosas porque no tengo historia personal, y porque no me siento más importante que ninguna otra cosa, y porque mi muerte está sentada aquí conmigo.
Extendió el brazo izquierdo y movió los dedos como si en verdad acariciara algo.
Reí. Supe a dónde me llevaba. El viejo endemoniado iba a apalearme de nuevo, probablemente con lo de mi importancia, pero esta vez no me molestaba. El recuerdo de haber tenido otrora una paciencia magnifica me llenaba de una extraña euforia tranquila que disipaba casi por entero mi nerviosismo y mi intolerancia hacia don Juan; lo que sentía en vez de eso era una cierta maravilla por sus actos.
—¿Quién es usted en realidad? —pregunté.
Pareció sorprenderse. Abrió desmesuradamente los ojos y parpadeó como un ave, bajando los párpados como un obturador. Bajaron y subieron de nuevo y los ojos conservaron su enfoque. La maniobra me sobresaltó; me eché hacia atrás, y él rió con abandono infantil.
—Para ti soy Juan Matus, y estoy a tus órdenes —dijo con exagerada cortesía.
Formulé entonces mi otra pregunta candente:
—¿Qué me hizo usted el primer día que nos vimos?
Me refería a la forma en que me miró.
—¿Yo? Nada —repuso en tono de inocencia.
Le describí cómo me había sentido cuando él me miró, y lo incongruente que para mí resultó el que eso me dejara mudo.
Rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Volví a sentir un brote de animosidad hacia él. Pensé que, mientras yo era tan serio y considerado, él se porta muy «indio» con sus modales bastos.
Pareció darse cuenta de mi estado de ánimo y dejó de reír de un momento a otro.
Tras un largo titubeo le dije que su risa me había molestado porque yo trataba seriamente de entender qué cosa me ocurrió.