Luego preguntó si me encontraba dispuesto a hablar de mi arrogancia. Reí; mi sentimiento de ira parecía tan lejano que ni siquiera podía yo concebir cómo me había disgustado con don Juan.
—No entiendo qué me está pasando —dije—. Me enojé y ahora no sé por qué ya no estoy enojado.
—El mundo que nos rodea es muy misterioso —dijo él—. No entrega fácilmente sus secretos.
Me gustaban sus frases crípticas. Eran un reto y un misterio. No podía yo determinar si estaban llenas de significados ocultos o si eran sólo puros sinsentidos.
—Si alguna vez regresas aquí al desierto —dijo—, no te acerques a ese cerrito pedregoso donde nos detuvimos hoy. Húyele como a la plaga.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Éste no es el momento de explicarlo —dijo—. Ahora nos importa perder la arrogancia. Mientras te sientas lo más importante del mundo, no puedes apreciar en verdad el mundo que te rodea. Eres como un caballo con anteojeras: nada más te ves tú mismo, ajeno a todo lo demás.
Me examinó un momento.
—Voy a hablar aquí con mi amiguita —dijo, señalando una planta pequeña.
Se arrodilló frente a ella y empezó a acariciarla y a hablarle. Al principio no entendí lo que decía, pero luego cambió de idioma y le habló a la planta en español. Parloteó sandeces durante un rato. Luego se incorporó.
—No importa lo que le digas a una planta —dijo—. Lo mismo da que inventes las palabras; lo importante es sentir que te cae bien y tratarla como tu igual.
Explicó que alguien que corta plantas debe disculparse cada vez por hacerlo, y asegurarles que algún día su propio cuerpo les servirá de alimento.
—Conque, a fin de cuentas, las plantas y nosotros estamos parejos —dijo—. Ni ellas ni nosotros tenemos más ni menos importancia.
—Anda, háblale a la plantita —me instó—. Dile que ya no te sientes importante.
Llegué incluso a arrodillarme frente a la planta, pero no pude decidirme a hablarle. Me sentí ridículo y reí. Sin embargo, no estaba enojado.
Don Juan me dio palmadas en la espalda y dijo que estaba bien, que al menos había dominado mi temperamento.
—De ahora en adelante, habla con las plantitas —dijo—. Habla hasta que pierdas todo sentido de importancia. Háblales hasta que puedas hacerlo enfrente de los demás.
—Ve a esos cerros de ahí y practica solo.
Le pregunté si bastaba con hablar a las plantas en silencio, mentalmente.
Rió y me golpeó la cabeza con un dedo.
—¡No! —dijo—. Debes hablarles en voz clara y fuerte si quieres que te respondan.
Caminé hasta el área en cuestión, riendo para mí de sus excentricidades. Incluso traté de hablar a las plantas, pero mi sentimiento de hacer el ridículo era avasallador.
Tras lo que consideré una espera apropiada, volví a donde estaba don Juan. Tuve la certeza de que él sabía que yo no había hablado a las plantas.
No me miró. Me hizo seña de tomar asiento junto a él.
—Obsérvame con cuidado —dijo—. Voy a platicar con mi amiguita.
Se arrodilló frente a una planta pequeña y durante unos minutos movió y contorsionó el cuerpo, hablando y riendo.
Pensé que se había salido de sus cabales.
—Esta plantita me dijo que te dijera que es buena para comer —dijo al ponerse en pie—. Me dijo que un manojo de estas plantitas mantiene sano a un hombre. También dijo que hay un buen montón creciendo por allá.
Don Juan señaló un área sobre una ladera, a unos doscientos metros de distancia.
—Vamos a ver —dijo.
Reí de su actuación. Estaba seguro de que hallaríamos las plantas, pues él era un experto en el terreno y sabía dónde hallar las plantas comestibles y medicinales.
Mientras íbamos hacia la zona en cuestión, me dijo como al acaso que debía fijarme en la planta, por que era alimento y también medicina.
Le pregunté, medio en broma, si la planta acababa de decirle eso. Se detuvo y me examinó con aire incrédulo. Meneó la cabeza de lado a lado.
—¡Ah! —exclamó, riendo—. Te pasas de listo y resultas más tonto de lo que yo creía. ¿Cómo puede la plantita decirme ahora lo que he sabido toda mi vida?
Procedió a explicar que conocía desde antes las diversas propiedades de esa planta específica, y que la planta sólo le había dicho que un buen montón de ellas crecía en el área recién indicada por él, y que a ella no le molestaba que don Juan me lo dijera.
Al llegar a la ladera encontré todo un racimo de las mismas plantas. Quise reír, pero don Juan no me dio tiempo. Quería que yo diese las gracias al montón de plantas. Sentí una timidez torturante y no pude decidirme a hacerlo.
Él sonrió con benevolencia e hizo otra de sus aseveraciones crípticas. La repitió tres o cuatro veces, como para darme tiempo de descifrar su sentido.
—El mundo que nos rodea es un misterio —dijo—. Y los hombres no son mejores que ninguna otra cosa. Si una plantita es generosa con nosotros, debemos darle las gracias, o quizá no nos deje ir.
La forma en que me miró al decir eso me produjo un escalofrío. Apresuradamente me incliné sobre las plantas y dije: «Gracias» en voz alta.
Él empezó a reír en estallidos calmados, bajo control.
Caminamos otra hora y luego iniciamos el camino de vuelta a su casa. En cierto momento me quedé atrás y él tuvo que esperarme. Revisó mis dedos para ver si los había curvado. No era así. Me dijo, imperioso, que cuando yo anduviera con él tenía que observar y copiar todas sus maneras, o de lo contrario mejor haría no yendo.
—No puedo estarte esperando como si fueras un niño —dijo en tono de regaño.
Esa frase me hundió en las profundidades de la vergüenza y el desconcierto: ¿Cómo era posible que un hombre tan anciano caminase mucho mejor que yo? Me creía de constitución atlética y fuerte, y sin embargo él había tenido que esperar a que yo me le emparejara.
Curvé los dedos y, extrañamente, pude mantenerme a su paso sin ningún esfuerzo. De hecho, en ocasiones sentía que las manos me jalaban hacia adelante.
Me sentí exaltado. Era por completo feliz caminando tontamente con ese extraño viejo indio. Empecé a hablar y le pregunté repetidas veces si podría mostrarme algunas plantas de peyote. Él me miró, pero no dijo una sola palabra.
Miércoles, enero 25, 1961
—¿Me enseñará usted algún día lo que sabe del peyote? —pregunté.
Él no respondió y, como había hecho antes, se limitó a mirarme como si yo estuviera loco.
Le había mencionado el tema, en conversación casual, varias veces anteriores, y en cada ocasión arrugó el ceño y meneó la cabeza. No era un gesto afirmativo ni negativo; más bien expresaba desesperanza e incredulidad.
Se puso en pie abruptamente. Habíamos estado sentados en el piso frente a su casa. Una sacudida casi imperceptible de cabeza fue la invitación a seguirlo.
Entramos en el chaparral, caminando más o menos hacia el sur. Durante la marcha, don Juan mencionó repetidamente que yo debía darme cuenta de lo inútiles que eran mi arrogancia y mi historia personal.
—Tus amigos —dijo volviéndose de pronto hacia mí—. Esos que te han conocido durante mucho tiempo: debes ya dejar de verlos.
Pensé que estaba loco y que su insistencia era idiota, pero no dije nada. Él me escudriñó y echó a reír.
Tras una larga caminata nos detuvimos. Estaba a punto de sentarme a descansar, pero él me dijo que fuera a unos veinte metros de distancia y hablara, en voz alta y clara, a un grupo de plantas. Me sentí incómodo y aprensivo. Sus extrañas exigencias eran más de lo que yo podía soportar, y le dije nuevamente que no me era posible hablar a las plantas, porque me sentía ridículo. Su único comentario fue que me daba yo una importancia inmensa. Pareció hacer una decisión súbita, y dijo que yo no debía tratar de hablar a las plantas hasta que me sintiera cómodo y natural al respecto.
—Quieres aprender todo lo de las plantas, pero no quieres trabajar para nada —dijo, acusador—. ¿Qué te propones?
Mi explicación fue que yo deseaba información fidedigna sobre los usos de las plantas; por eso le había pedido ser mi informante. Incluso había ofrecido pagarle por su tiempo y por la molestia.
—Debería usted aceptar el dinero —dije—. En esta forma los dos nos sentiríamos mejor. Yo, entonces, podría preguntarle lo que quisiera, porque usted trabajaría para mí y yo le pagaría. ¿Qué le parece?
Me miró con desprecio y produjo con la boca un ruido majadero, exhalando con gran fuerza para hacer vibrar su labio inferior y su lengua.
—Eso es lo que me parece —dijo, y rió histéricamente de la expresión de sorpresa absoluta que debo haber tenido en el rostro.
Obviamente, no era un hombre con el que yo pudiera vérmelas fácilmente. Pese a su edad, estaba lleno de entusiasmo y de una fuerza increíble. Yo había tenido la idea de que, por ser tan viejo, resultaría un «informante» perfecto. La gente vieja, se me había hecho creer, era la mejor informante porque se hallaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuese hablar. Don Juan, en cambio, era un pésimo sujeto. Yo lo sentía incontrolable y peligroso. El amigo que nos presentó tenía razón. Era un indio viejo y excéntrico, y aunque no se halla perdido de borracho la mayor parte del tiempo, como mi amigo había dicho, la cosa era peor aún: estaba loco. Sentí renacer las tremendas dudas y temores que había experimentado antes. Creía haber superado eso. De hecho, no tuve ninguna dificultad para convencerme de que deseaba visitarlo nuevamente. Sin embargo, la idea de que acaso yo mismo estaba algo loco se coló en mi mente cuando advertí que me gustaba estar con él. Su idea de que mi sentimiento de importancia era un obstáculo, me había producido un verdadero impacto. Pero todo eso era al parecer un mero ejercicio intelectual por parte mía; apenas me hallaba cara a cara con su extraña conducta, empezaba a experimentar aprensión y deseaba irme.
Dije que éramos tan distintos que, pensaba, no había posibilidad de llevarnos bien.
—Uno de nosotros tiene que cambiar —dijo él, mirando el suelo—. Y tú sabes quién.
Empezó a tararear una canción ranchera y, de repente, alzó la cabeza para mirarme. Sus ojos eran fieros y ardientes. Quise apartar los míos o cerrarlos, pero para mi completo asombro no pude zafarme de su mirada.
Me pidió decirle lo que había visto en sus ojos. Dije que no vi nada, pero él insistió en que yo debía dar voz a aquello de lo que sus ojos me habían hecho darme cuenta. Pugné por hacerle entender que sus ojos no me daban conciencia más que de mi desazón, y que la forma en que me miraba era muy incómoda.
No me soltó. Mantuvo la mirada fija. No era declaradamente maligna ni amenazante; era más bien un mirar misterioso pero desagradable.
Me preguntó si no me recordaba un pájaro.
—¿Un pájaro? —exclamé.
Soltó una risita de niño y apartó sus ojos de mí.
—Sí —dijo con suavidad—. ¡Un pájaro, un pájaro muy raro!
Volvió a atrapar mis ojos con los suyos y me ordenó recordar. Dijo con extraordinaria convicción que él «sabía» que yo había visto antes esa mirada.
Mi sentir de aquellos momentos era que el anciano me encolerizaba, pese a mi buena voluntad, cada vez que abría la boca. Me le quedé viendo con obvio desafío. En vez de enojarse echó a reír. Se golpeó el muslo y gritó como si cabalgara un potro salvaje. Luego se puso serio y me indicó la importancia suprema de que yo dejara de pelear con él y recordarse aquel pájaro raro del cual hablaba.
—Mírame a los ojos —dijo.
Sus ojos eran extraordinariamente fieros. Tenían un aura que en verdad me recordaba algo, pero yo no estaba seguro de qué cosa era. Me esforcé un momento y entonces, de pronto, me di cuenta: no la forma de los ojos ni de la cabeza, sino cierta fría fiereza en la mirada, me recordaba los ojos de un halcón. En el mismo instante en que lo advertí, don Juan me miraba de lado, y por un segundo mi mente experimentó un caos total. Creí haber visto las facciones de un halcón en vez de los de don Juan. La imagen fue demasiado fugaz y yo me hallaba demasiado sobresaltado para haberle prestado más atención.
En tono de gran excitación, le dije que podría jurar haber visto las facciones de un halcón en su rostro. Él tuvo otro ataque de risa.
He visto cómo miran los halcones. Solía cazarlos cuando era niño, y en la opinión de mi abuelo me desempeñaba bien. El abuelo tenía una granja de gallinas Leghorn y los halcones eran una amenaza para su negocio. Dispararles no era sólo funcional, sino también «justo». Yo había olvidado, hasta ese momento, que la fiera mirada de las aves me obsesionó durante años; se hallaba en un pasado tan remoto que creía haber perdido memoria de ella.
—Yo cazaba halcones —dije.
—Lo sé —repuso don Juan como si tal cosa.
Su tono contenía tal certeza que empecé a reír. Pensé que era un tipo absurdo. Tenía el descaro de hablar como si en verdad supiese que yo cazaba halcones. Lo desprecié enormemente.
—¿Por qué te enojas tanto? —preguntó en un tono de genuina preocupación.
Yo ignoraba por qué. Él se puso a sondearme de un modo muy insólito. Me pidió mirarlo de nuevo y hablarle del «pájaro muy raro» que me recordaba. Luché contra él y, por despecho, dije que no había nada de qué hablar. Luego me sentí forzado a preguntarle por qué había dicho saber que yo solía cazar halcones. En lugar de responderme, volvió a comentar mi conducta. Dijo que yo era un tipo violento, capaz de «echar espuma por la boca» al menor pretexto. Protesté, negando que eso fuera cierto; siempre había tenido la idea de ser bastante simpático y calmado. Dije que era culpa suya por sacarme de mis casillas con sus palabras y acciones inesperadas.
—¿Por qué la ira? —preguntó.
Hice un avalúo de mis sentimientos y reacciones. Realmente no tenía necesidad de airarme con él.
Insistió nuevamente en que mirara sus ojos y le hablara del «extraño halcón». Había cambiado su fraseo; el «pájaro muy raro» de que hablaba antes se había vuelto el «extraño halcón». El cambio de palabras resumió un cambio en mi propio estado de ánimo. De repente me había puesto triste.
Achicó los ojos hasta convertirlos en ranuras, y dijo en tono sobreactuado que estaba «viendo» un halcón muy extraño. Repitió su afirmación tres veces, como si en verdad estuviera viéndolo allí frente a él.
—¿No lo recuerdas? —preguntó.
Yo no recordaba nada por el estilo.