—No hay nada que entender —repuso, impasible.
Le repasé la secuencia de hechos insólitos que habían tenido lugar desde que lo conocí, empezando con la mirada misteriosa que me había dirigido, hasta el recuerdo del halcón albino y el percibir en el peñasco la sombra que según él era mi muerte.
—¿Por qué me hace usted todo esto? —pregunté.
No había beligerancia en mi interrogación. Sólo tenía curiosidad de saber por qué me lo hacía a mí en particular.
—Tú me pediste que te enseñara lo que sé de las plantas —dijo.
Noté en su voz un matiz de sarcasmo. Sonaba como si estuviera siguiéndome la corriente.
—Pero lo que me ha dicho hasta ahora no tiene nada que ver con plantas —protesté.
Su respuesta fue que aprender sobre ellas tomaba tiempo.
Sentí que era inútil discutir con él. Tomé conciencia entonces de la idiotez total de los propósitos fáciles y absurdos que me había hecho. En mi casa, me prometí nunca más perder los estribos ni irritarme con don Juan. Pero ya en la situación real, apenas me sentí desairado tuve otro ataque de malhumor. Sentía que no había manera de interactuar con él y eso me llenaba de risa.
—Piensa ahora en tu muerte —dijo don Juan de pronto—. Está al alcance de tu brazo. Puede tocarte en cualquier momento, así que de veras no tienes tiempo para pensamientos y humores de cagada. Ninguno de nosotros tiene tiempo para eso.
—¿Quieres saber qué te hice el día que nos conocimos? Te vi, y vi que tú creías que estabas mintiendo. Pero no lo estabas, en realidad.
Le dije que esta explicación me confundía más aún. Repuso que ése era el motivo de que no quisiera explicar sus actos, y que las explicaciones no eran necesarias. Dijo que lo único que contaba era la acción, actuar en vez de hablar.
Sacó un petate y se acostó, apoyando la cabeza en un bulto. Se puso cómodo y luego me dijo que había otra cosa que yo debía realizar si verdaderamente quería aprender de plantas.
—Lo que andaba mal contigo cuando te vi, y lo que anda mal contigo ahora, es que no te gusta aceptar la responsabilidad de lo que haces —dijo despacio, como para darme tiempo de entender sus palabras—. Cuando me estabas diciendo todas esas cosas en la terminal, sabías muy bien que eran mentiras. ¿Por qué mentías?
Expliqué que mi objetivo había sido hallar un «informante clave» para mi trabajo.
Don Juan sonrió y empezó a tararear una tonada.
—Cuando un hombre decide hacer algo, debe ir hasta él fin —dijo—, pero debe aceptar responsabilidad por lo que hace. Haga lo que haga, primero debe saber por qué lo hace, y luego seguir adelante con sus acciones sin tener dudas ni remordimientos acerca de ellas.
Me examinó. No supe qué decir. Finalmente aventuré una opinión, casi una protesta.
—¡Eso es una imposibilidad! —dije.
Me preguntó por qué y dije que acaso, idealmente, eso era lo que todos pensaban que debían hacer. En la práctica, sin embargo, no había manera de evitar la duda y el remordimiento.
—Claro que hay manera —repuso con convicción.
—Mírame a mí —dijo—. Yo no tengo duda ni remordimiento. Todo cuanto hago es mi decisión y mi responsabilidad. La cosa, más simple que haga, llevarte a caminar en el desierto, por ejemplo, puede muy bien significar mi muerte. La muerte me acecha. Por eso, no tengo lugar para dudas ni remordimientos. Si tengo que morir como resultado de sacarte a caminar, entonces debo morir.
—Tú, en cambio, te sientes inmortal, y las decisiones de un inmortal pueden cancelarse o lamentarse o dudarse. En un mundo donde la muerte es el cazador, no hay tiempo para lamentos ni dudas, amigo mío. Sólo hay tiempo para decisiones.
—Argumenté, de buena fe, que en mi opinión ése era un mundo irreal, pues se construía arbitrariamente, tomando una forma idealizada de conducta y diciendo que ésa era la manera de proceder.
Le narré la historia de mi padre, que solía lanzarme interminables sermones sobre las maravillas de mente sana en cuerpo sano, y cómo los jóvenes debían templar sus cuerpos con penalidades y con hazañas de competencia atlética. Era un hombre joven: cuando yo tenía ocho años él andaba apenas en los veintisiete. Por regla general, durante el verano, llegaba de la ciudad, donde daba clases en una escuela, a pasar por lo menos un mes conmigo en la granja de mis abuelos, donde yo vivía. Era para mí un mes infernal. Conté a don Juan un ejemplo de la conducta de mi padre, el cual me pareció aplicable a la situación inmediata.
Casi inmediatamente después de llegar a la granja, mi padre insistía en dar un largo paseo conmigo, para que pudiéramos hablar, y mientras hablábamos hacía planes para que fuésemos a nadar todos los días a las seis de la mañana. En la noche, ponía el despertador a las cinco y medía para tener tiempo suficiente, pues a las seis en punto debíamos estar en el agua. Y cuando el reloj sonaba en la mañana, él saltaba del lecho, se ponía los anteojos, iba a la ventana y se asomaba.
Yo incluso había memorizado el monólogo subsiguiente.
—Hum… Un poco nublado hoy. Mira, voy a acostarme otros cinco minutos, ¿eh? ¡No más de cinco! Sólo voy a estirar los músculos y a despertar del todo.
Invariablemente se quedaba dormido hasta las diez, a veces hasta mediodía.
Dije a don Juan que lo que me molestaba era su negación a abandonar sus resoluciones obviamente falsas. Repetía este ritual cada mañana, hasta que yo finalmente hería sus sentimientos rehusándome a poner el despertador.
—No eran resoluciones falsas —dijo don Juan, evidentemente tomando partido por mi padre—. Nada más no sabía cómo levantarse de la cama, eso era todo.
—En cualquier caso —dije—, siempre recelo de las resoluciones irreales.
—¿Cuál sería entonces una resolución real? —preguntó don Juan con leve sonrisa.
—Si mi padre se hubiera dicho que no podía ir a nadar a las seis de la mañana, sino tal vez a las tres de la tarde.
—Tus resoluciones dañan el espíritu —dijo don Juan con aire de gran seriedad.
Me pareció incluso percibir, en su tono, una nota de tristeza. Estuvimos callados largo tiempo. Mi inquina se había desvanecido. Pensé en mi padre.
—No quería nadar a las tres de la tarde. ¿No ves? —dijo don Juan.
Sus palabras me hicieron saltar.
Le dije que mi padre era débil, y lo mismo su mundo de actos ideales jamás ejecutados. Hablé casi a gritos.
Don Juan no dijo una sola palabra. Sacudió la cabeza lentamente, en forma rítmica. Me sentí terriblemente triste. El pensar en mi padre siempre me afligía.
—Piensas que tú eras más fuerte, ¿verdad? —preguntó él en tono casual.
Le dije que sí, y empecé a narrarle toda la turbulencia emotiva que mi padre me hizo atravesar, pero él me interrumpió.
—¿Era malo contigo? —preguntó.
—No.
—¿Era mezquino —contigo?
—No.
—¿Hacía por ti todo lo que podía?
—Sí.
—¿Entonces qué tenía de malo?
De nuevo empecé a gritar que era débil, pero me contuve y bajé la voz. Me sentía un poco ridículo ante el interrogatorio de don Juan.
—¿Para qué hace usted todo esto? —dije—. Se supone que deberíamos estar hablando de plantas.
Me sentía más molesto y deprimido que nunca. Le dije que él no tenía motivo alguno, ni la más mínima capacidad, para juzgar mi conducta, y estalló en una carcajada.
—Cuando te enojas siempre te crees en lo justo, ¿verdad? —dijo, y parpadeó como ave.
Estaba en lo cierto. Yo tenía la tendencia a sentirme justificado por mi enojo.
—No hablemos de mi padre —dije—, fingiendo buen humor. Hablemos de plantas.
—No, hablemos de tu padre —insistió él—. Ése es el sitio donde hay que comenzar hoy. Si piensas que eras mucho más fuerte que él, ¿por qué no ibas a nadar a las seis de la mañana en lugar suyo?
Le dije que no podía creer que me estuviera preguntando eso en serio. Siempre había pensado que nadar a las seis de la mañana era asunto de mi padre, no mío.
—También era asunto tuyo desde el momento en que aceptaste su idea —dijo don Juan con brusquedad.
Repuse que nunca la había aceptado, que siempre había sabido que mi padre no era veraz consigo mismo. Don Juan me preguntó, como si tal cosa, por qué no había yo expresado entonces mis opiniones.
—Uno no le dice esas cosas a su padre —dije, en débil explicación.
—¿Por qué no?
—Eso no se hacía en mi casa, es todo.
—Tú has hecho cosas peores en tu casa —declaró como un juez desde el tribunal—. Lo único que nunca hiciste fue lustrar tu espíritu.
Sus palabras, llenas de fuerza devastadora, resonaron en mi mente. Derribó todas mis defensas. No podía yo discutir con él. Tomé refugio en la escritura de mis notas.
Intenté una última explicación desvaída y dije que toda mi vida había encontrado gente como mi padre, que al igual que él me habían metido de algún modo en sus maquinaciones, y por lo general me dejaron colgado.
—Lamentos —dijo él con suavidad—. Te has lamentado toda tu vida porque nunca te haces responsable de tus decisiones, si te hubieras hecho responsable de la idea que tu padre tenía que nadar a las seis de la mañana, habrías nadado tú solo en caso necesario, o lo hubieras mandado a callar la primera vez que abrió la boca cuando ya conocías sus mañas. Pero no dijiste nada. Por tanto, eras tan débil como tu padre.
—Hacernos responsables de nuestras decisiones significa estar dispuestos a morir por ellas.
—¡Espere, espere! —dije—. Está usted enredando todo.
No me dejó terminar. Yo iba a decirle que sólo había usado a mi padre como ejemplo de una forma irreal de actuar, y que nadie en su sano juicio estaría dispuesto a morir por una cosa tan idiota.
—No importa cuál sea la decisión —dijo él—. Nada podría ser más ni menos serio que ninguna otra cosa. ¿No ves? En un mundo donde la muerte es el cazador no hay decisiones grandes ni pequeñas. Sólo hay decisiones que hacemos a la vista de nuestra muerte inevitable.
No pude decir nada. Transcurrió quizás una hora. Don Juan se hallaba perfectamente inmóvil sobre su petate, aunque no dormía.
—¿Por qué me dice usted todo esto, don Juan? —pregunté—. ¿Por qué me hace esto?
—Tú viniste conmigo —dijo él—. No, no fue ése el caso: te trajeron conmigo. Y yo tengo un gesto contigo.
—¿Cómo dice usted?
—Tú habrías podido tener un gesto con tu padre nadando en su lugar, pero no lo hiciste, a lo mejor porque eras demasiado joven. Yo he vivido más que tú. No tengo nada pendiente. No hay ninguna prisa en mi vida, por eso puedo tener contigo un gesto como es debido.
En la tarde salimos de excursión. Mantuve con facilidad su paso y me maravillé nuevamente de su estupenda condición física. Caminaba con tanta agilidad, y con pisada tan firme, que junto a él yo era como un niño. Fuimos más o menos hacia el este. Noté que no le gustaba hablar mientras caminábamos. Si yo le decía algo, se detenía para responderme.
Tras un par de horas llegamos a un monte; tomó asiento y me hizo seña de sentarme a su lado. En tono de dramatismo paródico, anunció que iba a contarme un cuento.
Dijo que había una vez un joven, un indio desheredado que vivía entre los blancos, en una ciudad. No tenía casa, ni parientes, ni amigos. Había llegado a la ciudad en busca de fortuna y sólo encontró miseria y dolor. De vez en cuando ganaba algunos centavos trabajando como mula: apenas lo bastante para un bocado; de lo contrario tenía que mendigar o robar comida.
Don Juan dijo que cierto día el joven fue al mercado. Caminó ofuscado de un lado a otro de la calle, con los ojos locos de ver todas las cosas buenas allí reunidas. Sufría tal frenesí que no veía por dónde caminaba, y terminó tropezando con unas canastas y cayendo encima de un anciano.
El viejo llevaba cuatro enormes guajes y acababa de sentarse a comer y descansar. Don Juan sonrió con aire sapiente y dijo que al anciano le pareció muy raro que el joven hubiese tropezado con él. No se enojó por la molestia; lo asombraba el porqué este joven en particular le había caído encima. El joven, en cambio, estaba enojado y le dijo que se quitara del paso. Para nada le preocupaba la razón recóndita del encuentro. No había advertido que los caminos de arribos se habían cruzado.
Don Juan imitó los movimientos de quien persigue un objeto que rueda. Dijo que los guajes del anciano cayeron y rodaban calle abajo. Al verlos, el joven pensó haber hallado su comida para ese día.
Ayudó al viejo a levantarse e insistió en ayudarlo a cargar los pesados guajes. El viejo le dijo que iba camino a su casa en las montañas, y el joven insistió en acompañarlo, por lo menos parte del camino.
El viejo tomó el camino a las montañas, y mientras caminaban dio al joven parte de la comida que había comprado en el mercado. El joven comió hasta llenarse y, ya satisfecho, empezó a notar cuánto pesaban los guajes y los aferró con fuerza.
Don Juan abrió los ojos y sonrió diabólicamente al decir que el joven preguntó: «¿Qué lleva usted en estos guajes?». El anciano, en vez de responder, le dijo que iba a mostrarle un compañero que podía aliviar sus penas y darle consejo y sabiduría en los caminos del mundo.
Don Juan hizo un gesto majestuoso con ambas manos y dijo que el anciano hizo venir al venado más hermoso que el joven había visto en su vida. El venado era tan manso que se acercó a él y caminó en torno suyo. Resplandecía y brillaba. El joven, cautivado, supo en el acto que se trataba de un «espíritu venado». El viejo le dijo que, si deseaba tener ese amigo y su sabiduría, lo único que debía hacer era soltar los guajes.
La sonrisa de don Juan expresó ambición; dijo que los deseos mezquinos del joven se avivaron al oír tal petición. Los ojos de don Juan se hicieron pequeños y diabólicos cuando prestó voz a la pregunta del joven: «¿Qué lleva usted en estos cuatro guajes enormes?».
El anciano, dijo don Juan, repuso serenamente que llevaba comida: pinole y agua. Don Juan dejó de narrar la historia y caminó en circulo un par de veces. Yo no supe qué estaba haciendo. Pero aparentemente era parte de la historia. El círculo parecía representar las deliberaciones del joven.
Don Juan dijo que, por supuesto, el joven no creyó una sola palabra. Calculó que si el viejo, quien obviamente era un brujo, se hallaba dispuesto a dar un «espíritu venado» a cambio de sus guajes, éstos debían estar llenos de un poder más allá de lo imaginable.