—Un cazador sabe que atraerá caza a sus trampas una y otra vez, así que no se preocupa. Preocuparse es ponerse al alcance, sin quererlo. Y una vez que te preocupas, te agarras a cualquier cosa por desesperación; y una vez que te aferras, forzosamente te agotas o agotas a la cosa o la persona de la que estás agarrado.
Le dije que en mi vida cotidiana la inaccesibilidad era inconcebible. Me refería a que, para funcionar, yo tenía que estar al alcance de todo el que tuviera algo que ver conmigo.
—Ya te dije que ser inaccesible no significa esconderse ni andar con secretos —dijo él calmadamente—. Tampoco significa que no puedas tratar con la gente.
Un cazador usa su mundo lo menos posible y con ternura, sin importar que el mundo sean cosas o plantas, o animales, o personas o poder. Un cazador tiene trato íntimo con su mundo, y sin embargo es inaccesible para ese mismo mundo.
—Eso es una contradicción —dije—. No puede ser inaccesible si está allí en su mundo, hora tras hora, día tras día.
—No entendiste —dijo don Juan con paciencia—. Es inaccesible porque no exprime ni deforma su mundo. Lo toca levemente, se queda cuanto necesita quedarse, y luego se aleja raudo, casi sin dejar señal alguna.
Domingo, julio 16, 1961
PASAMOS toda la mañana observando unos roedores que parecían ardillas gordas; don Juan las llamaba ratas de agua. Señaló que eran muy veloces para huir del peligro, pero después de haber dejado atrás a cualquier atacante tenían el pésimo hábito de detenerse, o incluso trepar a una roca, para, erguidas sobre sus patas traseras, mirar en torno y acicalarse.
—Tienen muy buenos ojos —dijo don Juan—. Sólo debes moverte cuando vayan corriendo; por eso, debes aprender a predecir cuándo y dónde van a pararse, para que tú también te pares al mismo tiempo.
Me concentré en vigilarlas, y tuve lo que habría sido un día provechoso para cazadores, pues localicé muchas. Y finalmente, podía predecir sus movimientos casi sin fallar.
Luego, don Juan me mostró cómo hacer trampas para capturarlas. Explicó que un cazador debía tomarse tiempo para observar los sitios donde comían o anidaban, con el fin de determinar la colocación de las trampas; luego las instalaba durante la noche, y al día siguiente todo lo que tenía que hacer era asustar a los roedores para que éstos se dispersaran y cayesen en los artefactos.
Reunimos algunas varas y nos pusimos a construir las trampas. Yo tenía la mía casi terminada y me preguntaba con excitación si funcionaría o no, cuando de pronto don Juan se detuvo y miró su muñeca izquierda, como consultando un reloj qué nunca había tenido, y dijo que era la hora del almuerzo. Yo tenía en las manos una vara larga y trataba de doblarla en círculo para convertirla en aro. Automáticamente la puse a un lado con el resto de mis arreos de caza.
Don Juan me miró con expresión de curiosidad. Luego hizo el sonido ululante de una sirena de fábrica a la hora del almuerzo. Reí. Su sonido de sirena era perfecto. Caminé hacia él y noté que me miraba con fijeza. Meneó la cabeza de lado a lado.
—Con una chingada —dijo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Volvió a hacer el ulular de un silbato de fábrica.
—Se acabó el almuerzo —dijo—. Regresa a trabajar.
Por un instante me sentí confundido, pero luego pensé que don Juan estaba bromeando, acaso porque en realidad no había nada con que preparar el almuerzo. Me había concentrado en los roedores al grado de olvidar que no teníamos provisiones. Recogí nuevamente la vara y traté de doblarla. Tras un momento, don Juan hizo sonar otra vez su «sirena».
—Hora de irse a la casa —dijo.
Examinó su reloj imaginario y luego me miró y guiñó el ojo.
—Son las cinco en punto —dijo con el aire de quien revela un secreto.
Pensé que de repente se había hartado de cazar y estaba desistiendo del asunto. Simplemente dejé todo y empecé a prepararme para irnos. No lo miré. Supuse que también preparaba sus cosas. Al acabar, alcé la cara y lo vi sentado a unos metros, con las piernas cruzadas.
—Ya acabé —dije—. Podemos irnos cuando sea.
Se levantó para trepar a una roca. Parado allí, a más de metro y medio sobre el suelo, me miró. Puso las manos a ambos lados de la boca y emitió un sonido muy prolongado y penetrante. Era como una sirena de fábrica, amplificada. Girando, describió un círculo completo mientras producía el ulular.
—¿Qué hace usted, don Juan? —pregunté.
Dijo que estaba dando la señal para que todo el mundo se fuera a su casa. Yo me hallaba completamente desconcertado. No podía saber si don Juan bromeaba o si sencillamente había perdido la razón. Lo observé con atención y traté de relacionar lo que hacía con algo que hubiera dicho antes. Apenas si habíamos hablado en toda la mañana, y no pude recordar nada de importancia.
Don Juan seguía parado encima de la roca. Me miró, sonrió y guiñó de nuevo él ojo. De pronto me alarmé. Don Juan puso las manos a los lados de la boca y dejó oír otro largo sonido de silbato.
Dijo que eran las ocho de la mañana y que volviera a disponer mis arreos, porque teníamos un día entero por delante.
Para entonces, me encontraba hundido en la confusión. En cuestión de minutos, mi temor se convirtió en un deseo irresistible de salir corriendo. Pensé que don Juan estaba loco. Me disponía a huir cuando él se deslizó al suelo y vino a mí, sonriente.
—Crees que estoy loco, ¿no? —preguntó.
Le dije que su inesperado comportamiento me estaba sacando de mis casillas.
Respondió que estábamos a mano. No comprendí a qué se refería. Me preocupaba hondamente la idea de que sus acciones parecían totalmente insanas. Explicó que con la pesadez de su conducta inesperada había tratado a propósito de sacarme de mis casillas, porque yo mismo lo estaba desquiciando con la pesadez de mi conducta esperada. Añadió que mis rutinas eran igual de locas como su ulular de silbato.
Sobresaltado, afirmé que en realidad no tenía ninguna rutina. De hecho, dije, creía que mi vida era un lío a causa de mi carencia de rutinas saludables.
Don Juan rió y me hizo seña de sentarme junto a él. Toda la situación había vuelto a cambiar misteriosamente. Mi miedo se desvaneció al empezar don Juan a hablar.
—¿Cuáles son mis rutinas? —pregunté.
—Todo cuanto haces es una rutina.
—¿No somos todos así?
—No todos. Yo no hago cosas por rutina.
—¿A qué viene todo esto, don Juan? ¿Qué cosa hice o dije para que usted actuara como actuó?
—Te estabas preocupando por el almuerzo.
—Yo no le dije nada; ¿cómo supo usted que me preocupaba por el almuerzo?
—Te preocupas por comer todos los días a eso de las doce, y a eso de las seis de la tarde, y a eso de las ocho de la mañana —dijo con una sonrisa maliciosa—. A esas horas te preocupas por comer, aunque no tengas hambre.
—Para mostrar tu espíritu de rutina, me bastó con tocar mi silbato. Tu espíritu está entrenado para trabajar con una señal.
Se me quedó viendo con una pregunta en los ojos. No pude defenderme.
—Ahora te dispones a convertir la caza en una rutina —prosiguió—. Ya has marcado tu paso en la cacería; hablas a cierta hora, comes a cierta hora, y te quedas dormido a cierta hora.
Yo no tenía nada que decir. La forma en que don Juan había descrito mis hábitos alimenticios era la norma que yo usaba para todo lo de mi vida. Sin embargo, sentía vigorosamente que mi vida era menos rutinaria que las de casi todos mis amigos y conocidos.
—Ya conoces mucho de caza —continuó don Juan—. Te será fácil darte cuenta de que un buen cazador conoce sobretodo una cosa: conoce las rutinas de su presa. Eso es lo que lo hace buen cazador.
—Si recuerdas el modo como te he ido enseñando a cazar, tal vez entiendas lo que digo. Primero te enseñé a hacer y a instalar tus trampas, luego te enseñé las rutinas de los animales que perseguías, y luego probamos las trampas contra sus rutinas. Esas partes son las formas externas de la caza.
—Ahora tengo que enseñarte la parte final, y definitivamente la más difícil. Tal vez pasarán años antes de que puedas decir que la entiendes y que eres un cazador.
Don Juan hizo una pausa como para darme tiempo. Se quitó el sombrero e imitó los movimientos de aseo de los roedores que habíamos estado observando. Me resultó muy gracioso. Su cabeza redonda lo hacía parecer uno de tales roedores.
—Ser cazador es mucho más que sólo atrapar animales —prosiguió—. Un cazador digno de serlo no captura animales porque pone trampas, ni porque conoce las rutinas de su presa, sino porque él mismo no tiene rutinas. Esa es su ventaja. No es de ningún modo cómo los animales que persigue, fijos en rutinas pesadas y en caprichos previsibles; es libre, fluido, imprevisible.
Lo que don Juan decía me sonaba a idealización arbitraria e irracional. No podía yo concebir una vida sin rutinas. Quería ser muy honesto con él, y no sólo estar de acuerdo o en desacuerdo con sus pareceres. Sentía que la idea que él tenía en mente no era realizable ni por mí ni por nadie más.
—No me importa lo que sientas —dijo—. Para ser cazador debes romper las rutinas de tu vida. Has progresado en la caza. Has aprendido rápido y ahora puedes ver que eres como tu presa, fácil de predecir.
Le pedí especificar y darme ejemplos concretos.
—Estoy hablando de la caza —dijo calmadamente—. Por tanto, me interesan las cosas que los animales hacen; los sitios donde comen; el sitio, el modo, la hora en que duermen; dónde anidan; cómo andan. Éstas son las rutinas que te estoy señalando para que tú puedas darte cuenta de ellas en tu propio ser.
—Has observado las costumbres de los animales en el desierto. Comen o beben en ciertos lugares, anidan en determinados sitios, dejan sus huellas en determinada forma; de hecho, un buen cazador puede prever o reconstruir todo cuanto hacen.
—Como ya te dije, tú en mi parecer te portas como tu presa. Una vez en mi vida alguien me señaló a mí lo mismo, de modo que no eres el único. Todos nosotros nos portamos como la presa que perseguimos. Eso, por supuesto, nos hace ser la presa de algún otro. Ahora bien, el propósito de un cazador, que conoce todo esto, es dejar de ser él mismo una presa. ¿Ves lo que quiero decir?
Expresé de nuevo el parecer de que su meta era inalcanzable.
—Toma tiempo —dijo don Juan—. Podrías empezar no almorzando todos los días a las doce en punto.
Me miró con una sonrisa benévola. Su expresión era muy chistosa y me hizo reír.
—Pero hay ciertos animales que son imposibles de rastrear —prosiguió—. Hay ciertas clases de venado, por ejemplo, que un cazador con mucha suerte puede encontrarse, a lo mejor, una vez en su vida.
Don Juan hizo una pausa dramática y me miró con ojos penetrantes. Parecía esperar una pregunta, pero yo no tenía ninguna.
—¿Qué crees que los hace tan difíciles de hallar, y tan únicos? —preguntó.
Alcé los hombros porque no sabía qué decir.
—No tienen rutinas —dijo él en tono de revelación—. Eso es lo que los hace mágicos.
—Un venado tiene que dormir de noche —dije—. ¿No es eso una rutina?
—Seguro; si el venado duerme todas las noches a tal hora y en tal sitio. Pero esos seres mágicos no se portan así. Tal vez algún día puedas verificarlo por ti mismo. Acaso sea tu destino perseguir a uno de ellos el resto de tu vida.
—¿Qué quiere usted decir?
—A ti te gusta cazar; tal vez algún día, en algún, lugar del mundo, tu camino se cruce con el camino de un ser mágico y vayas en pos de él.
—Un ser mágico es cosa de verse. Yo tuve la fortuna de cruzarme con uno. Nuestro encuentro tuvo lugar cuando yo ya había aprendido y practicado mucha cacería. Una vez estaba en un bosque de árboles densos, en las montañas de Oaxaca, cuando de repente oí un silbido muy dulce. Era desconocido para mí; nunca, en todos mis años de andar por las soledades, había escuchado un sonido así. No podía situarlo en el terreno; parecía venir de distintos sitios. Pensé que a los mejor estaba rodeado por un hatajo de animales desconocidos.
—Volví a oír el encantador silbido; parecía venir de todas partes. Entonces me di cuenta de mi buena suerte. Supe que era un ser mágico, un venado. Sabía también que un venado mágico conoce las rutinas de los hombres comunes y las rutinas de los cazadores.
—Es muy sencillo figurarse qué haría un hombre cualquiera en una situación así. Primero que nada, su miedo lo convertiría inmediatamente en una presa. Una vez que se convierte en presa, le quedan dos cursos de acción. O corre o se planta. Si no está armado, por lo común huye a campo abierto y corre para salvar la vida. Si está armado, prepara su arma y se planta, congelándose en su sitio o tirándose al suelo.
—Un cazador, en cambio, cuando se adentra en el monte, nunca se mete a ninguna parte sin fijar sus puntos de protección; por tanto, se pone de inmediato a cubierto. Deja caer su poncho al suelo, o lo cuelga de una rama, como señuelo, y luego se esconde y espera a ver qué hace la pieza.
—Así pues, en presencia del venado mágico no me porté como ninguno de los dos. Rápidamente me paré de cabeza y me puse a llorar bajito; derramé lágrimas de verdad, y sollocé tanto tiempo que estaba a punto de desmayarme. De pronto sentí un airecito suave; algo me estaba husmeando el cabello atrás de la oreja derecha. Traté de voltear la cabeza para ver qué era, y me caí al suelo y me senté a tiempo de ver una criatura radiante que me miraba. El venado me veía y yo le dije que no le haría daño. Y el venado me habló.
Don Juan se detuvo y me miró. Sonreí involuntariamente. La idea de un venado parlante era enteramente increíble, por decir lo menos.
—Me habló —dijo don Juan sonriendo.
—¿El venado habló?
—Eso mismo.
Don Juan se puso en pie y recogió el bulto de sus arreos de caza.
—¿De veras habló? —pregunté en tono de perplejidad.
Don Juan echó a reír.
—¿Qué dijo? —pregunté, medio en guasa.
Pensé que me estaba embromando. Don Juan quedó callado un momento, como si intentara recordar; luego, con ojos brillantes, me dijo las palabras del venado.
—El venado mágico dijo: «¿Qué tal, amigo?» —prosiguió don Juan—. Y yo respondí: «Qué tal». Entonces me preguntó: «¿Por qué lloras?» y yo le dije: «Porque estoy triste». Entonces, la criatura mágica se acercó a mi oído y dijo, tan clarito como estoy hablando ahora: «No estés triste».