—¿Hay algo que nos guía? —pregunté.
—Seguro. Hay poderes que nos guían.
—¿Puede usted describirlos?
—En realidad no; sólo llamarlos fuerzas, espíritus, aires, vientos o cualquier cosa por el estilo.
Quise seguir interrogándolo, pero antes de que pudiera formular otra pregunta él se puso en pie. Me le quedé viendo, atónito. Se había levantado en un solo movimiento; su cuerpo, simplemente, se estiró hacia arriba y quedó de pie.
Me hallaba meditando todavía en la insólita pericia necesaria para moverse con tal rapidez, cuando él me dijo, en seca voz de mando, que rastreara un conejo, lo atrapara, lo matara, lo desollase, y asara la carne antes del crepúsculo.
Miró el cielo y dijo que tal vez me alcanzara el tiempo.
Puse automáticamente manos a la obra, siguiendo el procedimiento usado veintenas de veces. Don Juan caminaba a mi lado y seguía mis movimientos con una mirada escudriñadora. Yo estaba muy calmado y me movía cuidadosamente, y no tuve ninguna dificultad en atrapar un conejo macho.
—Ahora mátalo —dijo don Juan secamente.
Metí la mano en la trampa para agarrar al conejo. Lo tenía asido de las orejas y lo estaba sacando cuando me invadió una súbita sensación de terror. Por primera vez desde que don Juan había iniciado sus lecciones de caza, se me ocurrió que nunca me había enseñado a matar animales. En las numerosas ocasiones que habíamos recorrido el desierto, él mismo sólo había matado un conejo, dos perdices y una víbora de cascabel.
Solté el conejo y miré a don Juan.
—No puedo matarlo —dije.
—¿Por qué no?
—Nunca lo he hecho.
—Pero has matado cientos de aves y otros animales.
—Con un rifle, no a mano limpia.
—¿Qué importancia tiene? El tiempo de este conejo se acabó.
El tono de don Juan me produjo un sobresalto; era tan autoritario, tan seguro, que no dejó en mi mente la menor duda: él sabía que el tiempo del conejo había terminado.
—¡Mátalo! —ordenó con ferocidad en la mirada.
—No puedo.
Me gritó que el conejo tenía que morir. Dijo que sus correrías por aquel hermoso desierto habían llegado a su fin. No tenía caso perder tiempo, porque el poder o espíritu que guía a los conejos había llevado a ése a mi trampa, justo al filo del crepúsculo.
Una serie de ideas y sentimientos confusos se apoderó de mí, como si los sentimientos hubieran estado allí esperándome. Sentí con torturante claridad la tragedia del conejo: haber caído en mi trampa. En cuestión de segundos mi mente recorrió los momentos decisivos de mi propia vida, las muchas veces que yo mismo había sido el conejo.
Lo miré y el conejo me miró. Se había arrinconado contra un lado de la jaula; estaba casi enroscado, muy callado e inmóvil. Cambiamos una mirada sombría, y esta mirada, que supuse de silenciosa desesperanza, selló una identificación competa por parte mía.
—Al carajo —dije en voz alta—. No voy a matar nada. Ese conejo queda libre.
Una profunda emoción me estremecía. Mis brazos temblaban al tratar de asir al conejo por las orejas; se movió aprisa y fallé. Hice un nuevo intento y volví a errar. Me desesperé. Al borde de la náusea, patee rápidamente la trampa para romperla y liberar al conejo. La jaula resultó insospechadamente fuerte y no se quebró como yo esperaba. Mi desesperación creció convirtiéndose en una angustia insoportable. Usando toda mi fuerza, pisotee la esquina de la jaula con el pie derecho. Las varas crujieron con estruendo. Saqué el conejo. Tuve un alivio momentáneo, hecho trizas al instante siguiente. El conejo colgaba inerte de mi mano. Estaba muerto.
No supe qué hacer. Quise descubrir el motivo de su muerte. Me volví hacia don Juan. Él me miraba. Un sentimiento de terror atravesó mi cuerpo en escalofrío.
Me senté junto a unas rocas. Tenía una jaqueca terrible. Don Juan me puso la mano en la cabeza y me susurró al oído que debía desollar y asar al conejo antes de terminado el crepúsculo.
Sentía náuseas. Él me habló con mucha paciencia, como dirigiéndose a un niño. Dijo que los poderes que guían a los hombres y a los animales habían llevado hacia mí ese conejo, en la misma forma, en que me llevarán a mi propia muerte. Dijo que la muerte del conejo era un regalo para mí, exactamente como mi propia muerte será un regalo para algo o alguien más.
Me hallaba mareado. Los sencillos eventos de ese día me habían quebrantado. Intenté pensar que no era sino un conejo; sin embargo, no podía sacudirme la misteriosa identificación que había tenido con él.
Don Juan dijo que yo necesitaba comer de su carne, aunque fuera sólo un bocado, para validar mi hallazgo.
—No puedo hacerlo —protesté débilmente.
—Somos basuras en manos de esas fuerzas —me dijo, brusco—. Conque deja de darte importancia y usa este regalo como se debe.
Recogí el conejo; estaba caliente.
Don Juan se inclinó para susurrarme al oído:
—Tu trampa fue su última batalla sobre la tierra. Te lo dije: ya no tenía más tiempo para corretear por este maravilloso desierto.
Jueves, agosto 17, 1961
APENAS bajé del coche, me quejé con don Juan de no sentirme bien.
—Siéntate, siéntate —dijo suavemente, y casi me llevó de la mano a su pórtico. Sonrió y me palmeó la espalda.
Dos semanas antes, el 4 de agosto, don Juan, como había dicho, cambió de táctica conmigo y me permitió ingerir unos botones de peyote. Durante la parte álgida de mi experiencia alucinatoria, jugué con un perro que vivía en la casa donde la sesión tuvo lugar. Don Juan interpretó mi interacción con el perro como un evento muy especial. Aseveró que en momentos de poder como el que yo viví entonces, el mundo de los asuntos ordinarios no existía y nada podía darse por hecho; que el perro no era en realidad un perro sino la encarnación de Mescalito, el poder o deidad contenido en el peyote.
Los efectos posteriores de aquella experiencia fueron un sentido general de fatiga y melancolía, así como la incidencia de sueños y pesadillas excepcionalmente vívidos.
—¿Dónde está tu equipo de escribir? —preguntó don Juan cuando tomé asiento en el pórtico.
Yo había dejado mis cuadernos en el coche. Don Juan fue y sacó con cuidado mi portafolio y lo trajo a mi lado.
Preguntó si al caminar solía llevar mi portafolio. Dije que sí.
—Eso es una locura —repuso—. Te he dicho que cuando camines no lleves nada en las manos. Consigue una mochila.
Reí. La idea de llevar mis notas en una mochila era absurda. Le dije que por lo común usaba traje, y que una mochila sobre un traje de tres piezas ofrecería un espectáculo risible.
—Ponte el saco encima de la mochila —dijo él—. Mejor que la gente te crea jorobado, y no que te arruines el cuerpo cargando todo esto.
Me instó a sacar mi libreta y escribir. Parecía esforzarse deliberadamente por ponerme a mis anchas.
Volví a quejarme de la sensación de incomodidad física y el extraño sentimiento de desdicha que experimentaba. Don Juan río y dijo:
—Estás empezando a aprender.
Tuvimos entonces una larga conversación. Dijo que Mescalito, al permitirme jugar con él, me había señalado como un «escogido» y que don Juan, aunque el oráculo lo desconcertaba porque yo no era indio, iba a pasarme ciertos conocimientos secretos. Dijo que él mismo había tenido un «benefactor» que le enseñó a convertirse en «hombre de conocimiento».
Sentí que algo terrible estaba a punto de ocurrir. La revelación de que yo era su escogido, junto con la indudable rareza de sus modos y el efecto devastador que el peyote había tenido sobre mí, creaban un estado de aprensión e indecisión insoportables. Pero don Juan desechó mis sentimientos, recomendándome pensar únicamente en la maravilla de Mescalito jugando conmigo.
—No pienses en nada más —dijo—. El resto te llegará solo.
Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza y dijo con voz muy suave:
—Te voy a enseñar a hacerte guerrero del mismo modo que te he enseñado a cazar. Pero te hago la advertencia de que aprender a cazar no te ha hecho cazador, ni el aprender a ser guerrero te hará guerrero.
Experimenté un sentimiento de frustración, una desazón física que bordeaba en la angustia. Me quejé de los vívidos sueños y pesadillas que tenía. Don Juan pareció deliberar un momento y volvió asentarse.
—Son sueños raros —dije.
—Siempre has tenido sueños raros —replicó.
—Le digo, esta vez son de veras más raros que cualesquiera que haya tenido.
—No te preocupes. Sólo son sueños. Como los sueños de cualquier soñador común y corriente, no tienen poder. Conque ¿de qué sirve preocuparse por ellos o hablar de ellos?
—Me molestan, don Juan. ¿No hay algo que pueda yo hacer para detenerlos?
—Nada. Déjalos pasar —dijo—. Ya es tiempo de que te hagas accesible al poder, y vas a comenzar abordando el
soñar
.
El tono con que dijo «soñar» me hizo pensar que usaba la palabra en un sentido muy particular. Meditaba una pregunta pertinente cuando él habló de nuevo.
—Nunca te he dicho del
soñar
, porque hasta ahora sólo me proponía enseñarte a ser cazador —dijo—. Un cazador no se ocupa de manipular poder; por eso sus sueños son sólo sueños. Pueden calarle hondo, pero no son
soñar
.
—Un guerrero, en cambio, busca poder, y una de las avenidas al poder es el
soñar
. Puedes decir que la diferencia entre un cazador y un guerrero es que el guerrero va camino al poder, mientras el cazador no sabe nada de él, o muy poco.
—La decisión de quién puede ser guerrero y quién puede ser sólo cazador, no depende de nosotros. Esa decisión está en el reino de los poderes que guían a los hombres. Por eso tu juego con Mescalito fue una señal tan importante. Esas fuerzas te guiaron a mí; te llevaron a aquella terminal de autobuses, ¿recuerdas? Un payaso te llevó a donde yo estaba. Un augurio perfecto: un payaso dándome la señal. Así, te enseñé a ser cazador, y luego la otra señal perfecta: Mescalito en persona jugando contigo. ¿Ves a qué me refiero?
Su extraña lógica me avasallaba. Sus palabras creaban visiones en las que yo sucumbía a algo tremendo y desconocido, algo que yo no buscaba y cuya existencia no había concebido ni en mis fantasías más desbordantes.
—¿Qué propone usted que haga? —pregunté.
—Hacerte accesible al poder; abordar tus sueños —repuso—. Los llamas sueños porque no tienes poder. Un guerrero, siendo un hombre que busca poder, no los llama sueños, los llama realidades.
—¿Quiere usted decir que el guerrero toma sus sueños como si fueran realidad?
—No toma nada como si fuera ninguna otra cosa. Lo que tú llamas sueños son realidades para un guerrero. Debes entender que un guerrero no es ningún tonto. Un guerrero es un cazador inmaculado que anda a caza de poder; no está borracho, ni loco, y no tiene tiempo ni humor para fanfarronear, ni para mentirse a sí mismo, ni para equivocarse en la jugada. La apuesta es demasiado alta. Lo que pone en la mesa es su vida dura y ordenada, que tanto tiempo le llevó perfeccionar. No va a desperdiciar todo eso por un estúpido error de cálculo, o por tomar una cosa por lo que no es.
—El
soñar
es real para un guerrero porque allí puede actuar con deliberación, puede escoger y rechazar; puede elegir, entre una variedad de cosas, aquellas que llevan al poder, y luego puede manejarlas y usarlas, mientras que en un sueño común y corriente no puede actuar con deliberación.
—¿Quiere usted decir entonces, don Juan, que el
soñar
es real?
—Claro que es real.
—¿Tan real como lo que estamos haciendo ahora?
—Si se trata de hacer comparaciones, yo diría que a lo mejor es más real. En el
soñar
tienes poder; puedes cambiar las cosas; puedes descubrir incontables hechos ocultos; puedes controlar lo que quieras.
Las premisas de don Juan siempre me resultaban atractivas a cierto nivel. Yo comprendía fácilmente su gusto por la idea de que uno podía hacer cualquier cosa en los sueños, pero no me era posible tomarlo en serio. El salto era demasiado grande.
Nos miramos un momento. Sus aseveraciones eran locas, y sin embargo, hasta donde yo sabía, él era uno de los hombres más cuerdos que yo había conocido.
Le dije que no podía creerlo capaz de tomar sus sueños por realidades. Él río chasqueando la lengua, como si conociese la magnitud de mi posición insostenible; luego se levantó sin decir palabra y entró en la casa.
Quedé sentado largo rato, en un estado de estupor, hasta que don Juan me llamó a la parte trasera de su casa. Había preparado atole de maíz, y me dio un cuenco.
Le pregunté por las horas de vigilia. Quería saber si daba a ese tiempo un nombre en particular. Pero él no comprendió o no quiso responder.
—¿Cómo llama usted a lo que estamos haciendo ahora? —pregunté, queriendo decir que lo que estábamos haciendo era realidad, en contraposición con los sueños.
—Yo lo llamo comer —dijo, conteniendo la risa.
—Yo lo llamo realidad —dije—. Porque nuestro comer está verdaderamente teniendo lugar.
—El
soñar
también tiene lugar —repuso con una risita—. Y lo mismo el cazar, el caminar, el reír.
No insistí en la discusión, a pesar de que ni estirándome más allá de mis limites me era posible aceptar su planteamiento. Él parecía deleitarse con mi desesperación.
Apenas terminamos de comer, dijo como al acaso que íbamos a salir de excursión, pero no recorreríamos el desierto como habíamos hecho antes.
—Esta vez será distinto —dijo—. De ahora en adelante vamos a ir a sitios de poder; vas a aprender a ponerte al alcance del poder.
Expresé nuevamente mi conflicto. Dije no estar calificado para tal empresa.
—Vamos, te estás entregando a miedos tontos —dijo él en voz baja, dándome palmadas en la espalda y sonriendo con benevolencia—. He estado alimentando tu espíritu de cazador. Te gusta dar vueltas conmigo por este hermoso desierto. Es demasiado tarde para volverte atrás.
Echó a andar para adentrarse en el chaparral. Con la cabeza me hizo gesto de seguirlo. Yo habría podido ir a mi coche y marcharme, pero me gustaba andar con él por ese hermoso desierto. Me gustaba la sensación, experimentada sólo en su compañía, de que éste era en verdad un mundo tremendo y misterioso, pero bello. Como él decía, me hallaba enganchado.