—Ése es un buen comienzo —repuso—. Un guerrero se entera de muchas cosas fijándose en las sombras.
Luego sugirió que tomase yo el guijarro y lo enterrara en algún sitio.
—¿Por qué? —pregunté.
—Lo has estado observando mucho rato —dijo—. Ya tiene algo de ti. Un guerrero trata siempre de afectar la fuerza de
hacer
cambiándola en
no-hacer
.
Hacer
sería dejar la piedra por ahí porque no es más que una piedrita.
No-hacer
sería tratarla como si fuera mucho más que una simple piedra. En este caso, la piedrita se ha empapado de ti durante largo rato y ahora es tú, y por eso no puedes dejarla ahí nada más, sino debes enterrarla. Pero si tuvieras poder personal,
no-hacer
sería convertir esa piedra en un objeto de poder.
—¿Puedo hacer eso ahora?
—Tu vida no es lo bastante compacta. Si
vieras
, sabrías que el peso de tu preocupación ha convertido esa piedra en algo sin ningún chiste, por eso lo mejor es cavar un agujero y enterrarla y dejar que la tierra absorba la pesadez.
—¿Es verdad todo esto, don Juan?
—Responder sí o no a tu pregunta es
hacer
. Pero como estás aprendiendo a
no-hacer
, debo decirte que en realidad no importa que todo esto sea verdad o no. Aquí es donde el guerrero tiene un punto de ventaja sobre el hombre común. Al hombre común le importa que las cosas sean verdad o mentira; al guerrero no. El hombre común procede de un modo especifico con las cosas que sabe ciertas, y de modo distinto con las cosas que sabe no son ciertas. Si se dice que las cosas son ciertas, él actúa y cree en lo que hace. Pero si se dice que las cosas no son ciertas, no le importa actuar o no cree en lo que hace. En cambio, un guerrero actúa en ambos casos. Si le dicen que las cosas son ciertas, actúa por
hacer
. Si le dicen que no son ciertas, actúa de todos modos, por
no-hacer
. ¿Ves lo que quiero decir?
—No, no veo para nada a qué se refiere usted —dije.
Las aseveraciones de don Juan despertaban mi ánimo belicoso. Yo no podía hallar sentido a lo que me decía. Dije que eran incoherencias, y él se burló de mí y repuso que yo ni siquiera tenía un espíritu impecable en lo que más me gustaba hacer: hablar. Llegó a burlarse de mi dominio verbal y a tacharlo de defectuoso e impropio.
—Si vas a ser pura boca, sé un guerrero bocón —dijo y rió a carcajadas.
Me sentí abatido. Los oídos me zumbaban. Experimenté un calor incómodo en la cabeza. De hecho, me hallaba apenado, y probablemente ruboroso.
Me puse de pie y fui al chaparral y sepulté la piedrecilla.
—Te estaba fregando un poco —dijo don Juan cuando regresé y volví a sentarme—. Y sin embargo sé que si no hablas no entiendes. Hablar es
hacer
para ti, pero hablar no viene al caso y, si quieres saber a qué me refiero con lo de
no-hacer
, debes hacer un ejercicio sencillo. Como nos ocupa el
no-hacer
, no importa si haces el ejercicio ahora o dentro de diez años.
Me hizo acostarme y, tomando mi brazo derecho, lo dobló por el codo. Luego dio vuelta a mi mano hasta que la palma miraba al frente; curvó los dedos como si asieran una perilla de puerta, y empezó a mover mi brazo hacia adelante y hacia atrás en una trayectoria circular; la acción semejaba la de empujar y jalar una palanca unida a una rueda.
Don Juan dijo que un guerrero ejecutaba ese movimiento cada vez que deseaba sacar algo de su cuerpo: por ejemplo, una enfermedad o un sentimiento indeseable. La idea era empujar y jalar una imaginaria fuerza oponente hasta sentir que un objeto pesado, un cuerpo sólido, frenaba el libre movimiento de la mano. En el caso del ejercicio, el «no-hacer» consistía en repetirlo hasta sentir con la mano el cuerpo pesado, aunque de hecho uno jamás pudiera creer que fuese posible sentirlo.
Empecé a mover el brazo y tras corto rato mi mano se puso fría como el hielo. Yo había empezado a sentir, en torno de ella, una especie de materia pulposa. Era como si me hallara agitando un liquido de viscosidad pesada.
Don Juan hizo un movimiento súbito y asió mi brazo para detener el movimiento. Todo mi cuerpo se estremeció, como agitado por alguna fuerza invisible. Él me escudriñó mientras yo tomaba asiento; luego caminó en torno mío antes de volver a sentarse en el sitio donde había estado.
—Ya hiciste bastante —dijo—. Puedes hacer este ejercicio en otra ocasión, cuando tengas más poder personal.
—¿Hice algo mal?
—No.
No-hacer
es sólo para guerreros muy fuertes y tú no tienes aún el poder para agarrarte con eso. Ahora nada más atraparías cosas horrendas con la mano. Conque hazlo poquito a poco, hasta que ya no se te enfríe la mano. Cuando conserva su calor, puedes sentir con ella las líneas del mundo.
Hizo una pausa como para darme tiempo de preguntar con respecto a las líneas. Pero antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo, empezó a explicarme que había números infinitos de líneas que nos juntaban a las cosas. Dijo que el ejercicio de «no-hacer» que acababa de describir, ayudaría a cualquiera a sentir una línea brotada de la mano en movimiento, una línea que uno podía colocar o arrojar donde quisiera. Don Juan dijo que éste era sólo un ejercicio, porque las líneas formadas por la mano no eran lo bastante duraderas para tener valor real en una situación práctica.
—Un hombre de conocimiento usa otras partes de su cuerpo para producir líneas duraderas —dijo.
—¿Qué partes del cuerpo, don Juan?
—Las líneas más duraderas que un hombre de conocimiento produce, vienen de la parte media del cuerpo —dijo—. Pero también puede hacerlas con los ojos.
—¿Son líneas reales?
—Seguro.
—¿Pueden verse y tocarse?
—Digamos que pueden sentirse. La parte más difícil del camino del guerrero es darse cuenta de que el mundo es un sentir. Cuando uno
no-hace
, está sintiendo el mundo, y se siente a través de sus líneas.
Calló y me examinó con curiosidad. Alzó las cejas y abrió los ojos y luego parpadeó. El efecto fue como si un pájaro parpadease. Casi de inmediato experimenté una sensación de incomodidad y náusea. Era, de hecho, como si algo presionara mi estómago.
—¿Ves lo que quiero decir? —preguntó don Juan, y apartó los ojos.
Mencioné que sentía náuseas y él repuso, como si tal cosa, que ya lo sabía, y que estaba tratando de hacerme sentir las líneas del mundo, con sus ojos. Yo no podía aceptar la afirmación de que él mismo me estaba haciendo sentirme así. Di voz a mis dudas. Apenas podía concebir la idea de que él estuviese causando mi náusea, pues no había tenido el menor contacto físico conmigo.
—
No-hacer
es muy sencillo pero muy difícil —dijo—. No es cosa de entenderlo, sino de dominarlo.
Ver
, por supuesto, es la hazaña final de un hombre de conocimiento, y sólo se logra
ver
cuando uno ha
parado el mundo
a través de la técnica de
no-hacer
.
Sonreí involuntariamente. No había comprendido sus palabras.
—Guando uno hace algo con la gente —dijo—, sólo debía preocuparse por presentar el caso a sus cuerpos. Eso es lo que he estado haciendo contigo hasta ahora: hacerle saber a tu cuerpo. ¿A quién le importa que tú entiendas o no?
—Pero, eso no es justo, don Juan. Yo quiero entenderlo todo; de otra forma, el venir aquí sería perder mi tiempo.
—¡Perder tu tiempo! —exclamó, parodiando mi tono—. De veras eres presumido.
Se levantó y me dijo que íbamos a trepar a la cima del pico de lava a nuestra derecha.
El ascenso a la cima fue penosísimo. Era alpinismo en forma, sólo que no había cuerdas que nos ayudaran y protegieran. Repetidas veces, don Juan me indicó no mirar hacia abajo, y en un par de ocasiones tuvo que alzarme en vilo, pues empecé a resbalar por la roca. Me apenaba terriblemente el que don Juan, a sus años, tuviera que auxiliarme. Le dije que me hallaba en pésimas condiciones físicas porque era demasiado perezoso para hacer cualquier ejercicio. Repuso que, una vez alcanzado cierto nivel de poder personal, se hacía innecesario el ejercicio o cualquier entrenamiento de ese tipo, ya que, para hallarse en forma impecable, la única práctica necesaria era la de «no-hacer».
Cuando llegamos a la cima, me tiré al suelo. Estaba a punto de vomitar. Don Juan me hizo rodar de un lado a otro, con el pie, como había hecho una vez anterior. Poco a poco el movimiento restauró mi equilibrio. Pero me sentía nervioso. Era como si de algún modo aguardase la súbita aparición de algo. Involuntariamente, miré dos o tres veces a cada lado. Don Juan no dijo palabra, pero también miró en la dirección que yo observaba.
—Las sombras son asuntos peculiares —dijo de repente—. Has de haber notado que una nos viene siguiendo.
—No he notado nada semejante —protesté en voz alta.
Don Juan dijo que mi cuerpo había notado la persecución, pese a mi oposición obstinada, y me aseguró en tono confidencial que no había nada fuera de lo común en ser seguido por una sombra.
—No es más que un poder —dijo—. Estas montañas están llenas de eso. Es igual que una de esas entidades que te asustaron la otra noche.
Quise saber si me sería posible percibirla personalmente. Afirmó que durante el día sólo podría sentir su presencia.
Quise que me explicara por qué la llamaba sombra, cuando obviamente no era como la sombra de un peñasco. Replicó que ambas tenían las mismas líneas, por lo tanto ambas eran sombras.
Señaló un peñasco alargado que se hallaba directamente frente a nosotros.
—Mira la sombra de esa peña —dijo—. La sombra es la peña, y sin embargo no lo es. Observar la peña para saber lo que es la peña, es
hacer
, pero observar su sombra es
no-hacer
.
—Las sombras son como puertas, las puertas de
no-hacer
. Un hombre de conocimiento, por ejemplo, puede penetrar los sentimientos íntimos de la gente mirando sus sombras.
—¿Hay movimiento en ellas? —pregunté.
—Puedes decir que hay movimiento en ellas, o puedes decir que en ellas se muestran las líneas del mundo, o puedes decir que los sentimientos vienen de ellas.
—¿Pero cómo pueden los sentimientos salir de las sombras, don Juan?
—Creer que las sombras son sólo sombras es
hacer
—explicó—. Esa creencia no deja de ser estúpida. Piénsalo en esta forma: habiendo tanto más detrás de todas las cosas del mundo, sin duda debe haber algo más detrás de las sombras. Después de todo, lo que las hace sombras es sólo nuestro
hacer
.
Hubo un largo silencio. Yo no sabía qué agregar.
—Se acerca el final del día —dijo don Juan, mirando el cielo—. Tienes que usar este sol brillante para ejecutar un último ejercicio.
Me llevó a un sitio donde dos picos del tamaño de un hombre se erguían paralelos entre sí, a cosa de metro y medio de distancia. Don Juan se detuvo a diez metros de ellos, mirando al oeste. Marcó un lugar para que yo lo ocupara y me indicó mirar las sombras de los picos. Me dijo que las observara bizqueando como suelo hacer al escudriñar el terreno en busca de un lugar de descanso. Clarificó sus instrucciones diciendo que, al buscar un sitio de reposo, había que mirar sin enfocar, pero al observar sombra: había que bizquear y, al mismo tiempo, conservar enfocada una imagen clara. La idea era cruzar los ojos para que una sombra se sobrelapase a la otra. Explicó que por medio de ese proceso era posible corroborar un cierto sentimiento emanado de la, sombras. Comenté la vaguedad de sus palabras, pero él afirmó que de hecho no había forma de describir aquello a lo cual se refería.
Mi intento de ejecutar el ejercicio fue fútil. Pugné hasta que me dolió la cabeza. Don Juan no se preocupó en absoluto por mi fracaso. Trepó a un pico en forma de cúpula y me gritó desde arriba, indicándome buscar dos trozos de roca pequeños, largos y estrechos. Mostró con las manos el tamaño que quería.
Hallé dos trozos y se los entregué. Don Juan puso cada piedra en una grieta, más o menos a treinta centímetros de distancia, me hizo acercarme a mirarlas desde arriba, con el rostro hacia el poniente, y me indicó repetir con sus sombras el mismo ejercicio.
Esta vez el asunto fue muy distinto. Casi de inmediato fui capaz de cruzar los ojos y de percibir las sombras individuales como si se hubieran fundido en una sola. Advertí que el acto de mirar sin converger las imágenes, daba a la sombra única formada por mí, una profundidad increíble y una especie de transparencia. La observé, desconcertado. Cada hoyo de la roca, en el área donde mis ojos se enfocaban, era nítidamente discernible, y la sombra compuesta, sobrelapada a ellos, era como un velo de indescriptible transparencia.
No quería yo parpadear, por miedo a perder la imagen que tan precariamente retenía. Finalmente el escozor en mis ojos forzó el parpadeo, pero no perdí en absoluto la visión de los detalles. De hecho, al rehumedecerse mi córnea la imagen se hizo aun más clara. Advertí en ese punto que parecía hallarme mirando, desde una altura inconmensurable, un mundo nunca antes visto. También noté que podía escudriñar el entorno de la sombra sin perder el foco de mi percepción visual. Luego, por un instante, perdí la noción de estar mirando una roca. Sentí que aterrizaba en un mundo cuya vastedad superaba cualquier cosa que hubiese yo concebido. Esta extraordinaria percepción duró un segundo y después todo se apagó. Alcé automáticamente la mirada y vi a don Juan parado directamente por encima de las rocas, enfrentándome. Su cuerpo tapaba el sol.
Describí la insólita sensación que había tenido, y él explicó que se vio forzado a interrumpirla porque me «vio» a punto de extraviarme en ella. Añadió que para todos nosotros era natural la tendencia de entregarnos cuando ocurrían sentimientos de tal índole, y que al entregarme yo casi había convertido el «no-hacer» en mi viejo «hacer» cotidiano. Lo que yo debería haber hecho, dijo, era retener la visión sin sucumbir a ella, porque en cierto sentido «hacer» era un modo de sucumbir.
Me quejé del hecho que podría haberme dicho de antemano qué podía esperar y hacer, pero él señaló que no tenía modo de saber si yo lograría o no fundir las sombras.
Hube de confesar que «no-hacer» me desconcertaba más que nunca. Los comentarios de don Juan fueron que yo debía contentarme con lo que había hecho porque por una vez había procedido en forma correcta; que al reducir el mundo lo había agrandado, que, aunque estuve lejos de sentir las líneas del mundo, usé adecuadamente la sombra de las rocas como una puerta a «no-hacer».