Su aparición repentina me hizo gritar. Por un momento mi susto fue enteramente desproporcionado, pero un segundo después me hallaba inmerso en una calma impresionante, mirando la forma oscura.
Mis reacciones fueron, en lo que a mí concernía, otra novedad absoluta. Cierta parte de mí mismo parecía jalarme con extraña insistencia hacia el área oscura, mientras otra parte resistía. Era como si por un lado quisiera cerciorarme, y por otro tuviera ganas de salir corriendo histéricamente.
Apenas oía los silbidos de don Juan. Parecían muy cercanos y frenéticos; eran más largos y más rasposos, como si estuviera lanzándolos al correr hacia mí.
De pronto parecí recobrar el dominio de mí mismo y pude dar media vuelta, y durante un momento corrí exactamente como don Juan había querido que lo hiciera.
—¡Don Juan! —grité al encontrarlo.
Me puso la mano en la boca y me hizo seña de seguirlo, y ambos trotamos a un paso muy cómodo hasta llegar a la saliente de piedra arenisca donde estuvimos antes.
Nos sentamos en la saliente y permanecimos en completo silencio durante cosa de una hora, hasta el amanecer. Luego tomamos comida de los guajes. Don Juan dijo que debíamos permanecer en la saliente hasta mediodía, y que no íbamos a quedarnos dormidos sino que hablaríamos como si no hubiese nada fuera de lo común.
Me pidió relatar con detalle todo lo ocurrido desde el momento en que me dejó. Cuando terminé mi relato, permaneció en silencio un buen rato. Parecía inmerso en pensamientos profundos.
—La cosa no está tan buena que digamos —dijo por fin—. Lo que te sucedió anoche fue muy grave, tan grave que ya no puedes aventurarte solo en la noche. De ahora en adelante, las entidades de la noche no te dejarán en paz.
—¿Qué me sucedió anoche, don Juan?
—Tropezaste con unas entidades que están en el mundo, y que actúan sobre la gente. No sabes nada de ellas porque nunca las has encontrado. Quizá sería más propio llamarlas entidades de las montañas; no pertenecen realmente a la noche. Las llamo entidades de la noche porque en la oscuridad se las puede percibir con mayor facilidad. Están aquí, a nuestro alrededor, a toda hora. Sólo que de día es más difícil percibirlas, simplemente porque el mundo nos es familiar, y lo que es familiar se sale adelante. En cambio, en la oscuridad todo es igualmente extraño y muy pocas cosas se salen adelante, así que de noche somos más susceptibles a esas entidades.
—¿Pero son reales, don Juan?
—¡Seguro! Son tan reales que por lo común matan a la gente, sobre todo a los que se pierden en el monte y no tienen poder personal.
—Si usted sabía que son tan peligrosas, ¿por qué me dejó solo allí?
—Sólo hay un modo de aprender: poniendo manos a la obra. No tiene caso estar nomás hablando del poder. Si quieres conocer lo que es el poder, y si quieres guardarlo, debes emprender todo por tu cuenta.
—El camino del conocimiento y el poder es muy difícil y muy largo. Habrás notado que, hasta anoche, nunca te he dejado aventurarte solo en la oscuridad. No tenías suficiente poder para hacerlo. Ahora tienes suficiente para dar una buena batalla, pero no para quedarte solo en lo oscuro.
—¿Qué pasaría si lo hiciera?
—Morirías. Las entidades de la noche te aplastarían como a un bicho.
—¿Quiere eso decir que no puedo pasar la noche solo?
—Puedes pasar la noche solo en tu cama, pero no en el monte.
—¿Y en el llano?
—Te hablo del despoblado, donde no hay gente, y especialmente del despoblado de las montañas altas. Como las moradas naturales de las entidades de la noche son las rocas y las grietas, no puedes ir a las montañas de ahora en adelante, a menos que hayas guardado suficiente poder personal.
—¿Pero cómo puedo guardar poder personal?
—Lo estás haciendo al vivir como te he recomendado. Poco a poco estás tapando todos tus puntos de desagüe. No tienes que hacerlo en forma deliberada, porque el poder siempre encuentra un modo. Aquí me tienes a mí, por ejemplo. Yo no sabía que estaba guardando poder cuando empecé por vez primera a aprender las cosas del guerrero. Igual que tú, creí que no estaba haciendo nada en particular, pero no era así. El poder tiene la peculiaridad de que no se nota cuando se lo está guardando.
Le pedí explicar cómo había llegado a la conclusión de que era peligroso para mí quedarme solo en la oscuridad.
—Las entidades de la noche iban moviéndose a tu izquierda —dijo—. Trataban de aunarse con tu muerte. Sobre todo la puerta que viste. Era una entrada, sabes, y te habría jalado hasta obligarte a cruzarla. Y ése habría sido tu fin.
Mencioné, lo mejor que pude, que me parecía muy extraño que siempre me pasaran cosas cuando él estaba cerca, y que era como si él mismo hubiera estado urdiendo todos los sucesos. Las veces que yo había estado solo en el monte, de noche, todo había sido perfectamente normal y tranquilo. Jamás experimenté sombras ni ruidos extraños. De hecho, jamás me asustó nada.
Don Juan chasqueó la lengua suavemente y dijo que todo era prueba de que él tenía suficiente poder personal para llamar en su ayuda una miríada de cosas.
Tuve el sentimiento de que acaso insinuaba haber llamado realmente a algunas personas como confederados. Don Juan pareció leer mis pensamientos y rió fuerte.
—No te fatigues con explicaciones —dijo—. Lo que dije no tiene sentido para ti, simplemente porque todavía no tienes bastante poder personal. Pero tienes más que al principio, así que han comenzado a pasarte cosas. Ya tuviste un poderoso encuentro con la niebla y el rayo. No es importante que comprendas lo que te pasó aquella noche. Lo importante es que hayas adquirido esa memoria. El puente y todo lo demás que viste aquella noche se repetirán algún día, cuando tengas bastante poder personal.
—¿Con qué objeto se repetiría todo eso, don Juan?
—No sé. Yo no soy tú. Sólo tú puedes responder. Todos somos distintos. Por eso tuve que dejarte solo anoche, aunque sabía que era mortalmente peligroso; tenías que tener un duelo con esas entidades. El motivo por el que elegí el canto del tecolote fue porque los tecolotes son mensajeros de las entidades. Imitar el canto del tecolote las hace salir. Se volvieron peligrosas para ti no porque sean malas de naturaleza, sino porque no fuiste impecable. Hay en ti algo muy torcido y yo sé lo que es. Nada más me estás llevando la corriente. Toda tu vida le has llevado la corriente a todo el mundo y eso, claro, te coloca automáticamente por encima de todos y de todo. Pero tú mismo sabes que eso no puede ser. Eres sólo un hombre, y tu vida es demasiado breve para abarcar todas las maravillas y todos los horrores de este mundo prodigioso. Por eso, tu manera de darle cuerda a la gente es una cosa asquerosa que te hace quedar muy mal.
Quise protestar. Don Juan había dado en el clavo, como docenas de veces anteriormente. Por un instante me enojé. Pero, como había sucedido antes, el escribir me dio el suficiente despego para permanecer impasible.
—Creo que tengo la cura —prosiguió don Juan tras un largo intervalo—. Hasta tú estarías de acuerdo conmigo si recordaras lo que hiciste anoche. Corriste tan rápido como cualquier brujo sólo cuando tu adversario se puso insoportable. Los dos sabemos eso y creo que ya te encontré un digno adversario.
—¿Qué va usted a hacer, don Juan?
No respondió. Se puso en pie y estiró el cuerpo. Pareció contraer cada músculo. Me ordenó hacer lo mismo.
—Debes estirar tu cuerpo muchas veces durante el día —dijo—. Mientras más veces mejor, pero nada más después de un largo periodo de trabajo o un largo periodo de descanso.
—¿Qué clase de adversario me va usted a poner? —pregunté.
—Por desgracia, sólo nuestros semejantes son nuestros dignos adversarios —dijo—. Otras entidades no tienen voluntad propia y hay que salirles al encuentro y sonsacarlas. Nuestros semejantes, en cambio, son implacables.
—Ya hemos hablado bastante —dijo don Juan en tono abrupto, y se volvió hacia mí—. Antes de irte debes hacer una última cosa, la más importante de todas. Ahora mismo voy a decirte algo para que sepas por qué estás aquí y te tranquilices. La razón de que sigas viniendo a verme es muy sencilla; todas las veces que me has visto, tu cuerpo ha aprendido ciertas cosas, aun sin tú quererlo. Y finalmente ahora tu cuerpo necesita regresar conmigo para aprender más. Digamos que tu cuerpo sabe que va a morir, aunque tú jamás piensas en eso. Así pues, he estado diciéndole a tu cuerpo que yo también voy a morir y que antes de eso me gustaría enseñarle ciertas cosas, cosas que tú mismo no puedes darle. Por ejemplo, tu cuerpo necesita sustos. Le gustan. Tu cuerpo necesita la oscuridad y el viento. Tu cuerpo conoce ya la marcha de poder y arde en deseos de probarlo. Tu cuerpo necesita poder personal y arde en deseos de tenerlo.
—Digamos, pues, que tu cuerpo regresa a verme porque soy amigo suyo.
Don Juan quedó en silencio largo rato. Parecía forcejear con sus pensamientos.
—Ya te he dicho que el secreto de un cuerpo fuerte no consiste en lo que haces sino en lo que no haces —dijo por fin—. Ahora es tiempo de que no hagas lo que siempre haces. Siéntate aquí hasta que nos vayamos y
no hagas
.
—No le entiendo, don Juan.
Puso las manos sobre mis notas y me las quitó. Cerró cuidadosamente las páginas de mi libreta, la aseguró con su liga y luego la arrojó como un disco a lo lejos, al chaparral.
Sobresaltado, empecé a protestar, pero él me tapó la boca con la mano. Señaló un arbusto grande y me dijo que fijara mi atención, no en las hojas, sino en las sombras de las hojas. Dijo que el correr en la oscuridad, en vez de nacer del miedo, podía ser la reacción muy natural de un cuerpo jubiloso que sabía cómo «no hacer». Repitió una y otra vez, susurrando en mi oído derecho, que «no hacer lo que yo sabía hacer» era la clave del poder. En el caso de mirar un árbol, lo que yo sabía hacer era enfocar inmediatamente el follaje. Nunca me preocupaban las sombras de las hojas ni los espacios entre las hojas. Sus recomendaciones finales fueron que empezara a enfocar las sombras de las hojas de una sola rama para luego, sin prisas, recorrer todo el árbol, y que no dejara a mis ojos volver a las hojas, porque el primer paso deliberado para juntar poder personal era permitir al cuerpo «no-hacer».
Acaso fue por mi fatiga o por mi excitación nerviosa, pero me abstraje a tal grado en las sombras de las hojas que para cuando don Juan se puso en pie yo ya casi podía agrupar las masas oscuras de sombra tan efectivamente como por lo común agrupaba el follaje. El efecto total era sorprendente. Dije a don Juan que me gustaría quedarme otro rato. Él rió y me dio palmadas en la cabeza.
—Te lo dije —repuso—. Al cuerpo le gustan estas cosas.
Luego me dijo que dejara a mi poder almacenado guiarme a través de los arbustos hasta mi libreta. Me empujó suavemente al chaparral. Caminé al azar un momento y entonces la encontré. Pensé que debía haber memorizado inconscientemente la dirección en que don Juan la arrojó. Él explicó el evento diciendo que fui directamente a la libreta porque mi cuerpo se había empapado durante horas en «no-hacer».
Miércoles, abril 11, 1962
AL volver a su casa, don Juan me recomendó trabajar en mis notas como si nada me hubiera pasado, y no mencionar ninguno de los eventos que experimenté, ni preocuparme por ellos.
Tras un día de descanso anunció que debíamos dejar la región durante unos días, porque era aconsejable poner tierra de por medio entre nosotros y aquellas «entidades». Dijo que me habían afectado profundamente, aunque todavía yo no notara su efecto porque mi cuerpo no era lo bastante sensible. Sin embargo, en muy poco tiempo me enfermaría de gravedad a menos que regresara al «sitio de mi predilección» a limpiarme y a restaurarme.
Salimos antes del amanecer, rumbo al norte, y tras un agotador recorrido en coche y una rápida caminata, llegamos al atardecer a la cima del cerro.
Como ya lo había hecho antes, don Juan cubrió con ramas y hojas el sitio donde yo había una vez dormido. Luego me dio un puñado de hojas para que las pusiera contra la piel de mi abdomen y me dijo que me acostara a descansar. Dispuso otro sitio para sí mismo, ligeramente a mi derecha, como a metro y medio de mi cabeza, y se acostó también.
En cuestión de minutos empecé a sentir un calor exquisito y un supremo bienestar. Era una sensación de comodidad física, de hallarme suspendido en el aire. Estuve totalmente de acuerdo con la aseveración de don Juan de que la «cama de cuerdas» me tendría a flote. Comenté la increíble cualidad de mi experiencia sensorial. Don Juan dijo en tono objetivo que la «cama» estaba hecha para ese propósito.
—¡No puedo creer que esto sea posible! —exclamé.
Don Juan tomó literalmente mi frase y me regañó. Dijo estar cansado de que yo actuara como un ser de importancia suprema, a quien una y otra vez había que dar pruebas de que el mundo es desconocido y prodigioso.
Traté de explicar que una exclamación retórica no tenía ningún significado. Él repuso que, de ser así, yo podría haber escogido otra frase. Al parecer estaba seriamente molestó conmigo. Me senté a medias y empecé a disculparme, pero él río e, imitando mi manera de hablar, sugirió una serie de hilarantes exclamaciones retóricas que yo podría haber empleado. Terminé riendo del absurdo calculado de algunas de las alternativas propuestas.
Él soltó una risita y en tono suave me recordó que me abandonara a la sensación de flotar.
El confortante sentimiento de paz y plenitud que yo experimentaba en ese misterioso sitio despertó en mí emociones hondamente sepultadas. Me puse a hablar de mi vida. Confesé que nunca había tenido respetó ni simpatía por nadie, ni siquiera por mí mismo, y que siempre había sentido ser inherentemente malo, de allí que mi actitud hacia los demás siempre se hallara velada por cierta bravata y audacia.
—Cierto —dijo don Juan—. No te quieres nadita. Con una risa cascada, me dijo que había estado «viendo» mientras yo hablaba. Su recomendación era que no tuviese yo remordimiento por nada de lo que había hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos era darse una importancia injustificada.
Me moví con nerviosismo y el lecho de hojas produjo un ruido crujiente. Don Juan dijo que, si deseaba reposar, no debía agitar a mis hojas, y que debía imitarlo y quedarme tirado sin hacer un solo movimiento. Añadió que en su «ver» había tropezado con uno de mis estados de ánimo. Pugnó un momento, al parecer por hallar una palabra adecuada, y dijo que el ánimo en cuestión era una actitud mental en la que yo caía continuamente. La describió como una especie de escotilla que en momentos inesperados se abría y me tragaba.