Le pedí ser más específico. Respondió que era imposible ser específico con respecto al «ver».
Antes de que yo pudiera decir algo más, me indicó relajarme, pero sin dormir, y conservarme en estado de alerta el mayor tiempo que pudiera. Dijo que la «cama de cuerdas» se hacía exclusivamente para permitir que un guerrero llegase a cierto estado de paz y bienestar.
En tono dramático, don Juan aseveró que el bienestar era una condición que debía cultivarse, una condición con la que uno tenía que familiarizarse para buscarla.
—Tú no sabes lo que es el bienestar porque nunca lo has sentido —dijo.
Yo no estuve de acuerdo. Pero él siguió argumentando que el bienestar era un logro que debía buscarse deliberadamente. Dijo que lo único que yo sabía buscar era un sentimiento de desorientación, malestar y confusión.
Rió con burla y me aseguró que, para lograr la hazaña de sentirme desdichado, yo debía trabajar en forma muy intensa, y que era absurdo el que nunca me hubiera dado cuenta de que lo mismo podía trabajar para sentirme completo y fuerte.
—El chiste está en lo que uno recalca —dijo—. O nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes. La cantidad de trabajo es la misma.
Cerré los ojos y volví a relajarme y empecé a sentir que flotaba; durante un corto rato fue como si en verdad me moviera por el espacio, igual que una hoja. Aunque enteramente placentera, la sensación me recordó de algún modo veces en que me enfermaba y me mareaba y sentía dar vueltas. Pensé que acaso había comido algo malo.
Oí a don Juan hablarme, pero no hice un verdadero esfuerzo por escuchar. Trataba de llevar a cabo un inventario mental de todas las cosas que había comido ese día, pero no podía interesarme ni en eso. Nada parecía importar.
—Observa cómo cambia la luz del sol —dijo él.
Su voz era clara. Pensé que era como agua, fluida y tibia.
El cielo estaba totalmente despejado hacia el oeste y la luz del sol era espectacular. Acaso el hecho de que don Juan me llamaba la atención al respecto hacía verdaderamente espléndido el resplandor amarillento del sol vespertino.
—Deja que ese resplandor te encienda —dijo don Juan—. Antes de que el sol se oculte hoy, debes estar perfectamente tranquilo y recuperado, porque mañana o pasado vas a aprender a
no-hacer
.
—¿A no hacer qué? —pregunté.
—No te apures ahora —dijo—. Espera a que estemos en esas montañas de lava.
Señaló unos picos distantes hacia el norte, serrados, oscuros y de aspecto ominoso.
Jueves, abril 12, 1962
Al atardecer llegamos al desierto alto en torno a las montañas de lava. En la distancia, los montes café oscuro se veían casi siniestros. El sol estaba muy bajo en el horizonte y brillaba sobre la cara occidental de la lava solidificada, pintando en su pardez oscura un deslumbrante conjunto de reflejos amarillos.
Yo no podía apartar la vista. Aquellos picos eran en verdad hipnotizantes.
Al final del día, las cuestas inferiores de las montañas estaban a la vista. Había muy poca vegetación en el desierto alto; todo cuanto yo podía ver eran cactos y una especie de arbustos que crecían en mechones.
Don Juan se detuvo a descansar. Tomó asiento, apoyó cuidadosamente sus guajes de comida contra una roca, y dijo que íbamos a acampar en ese sitio durante la noche. Había elegido un lugar relativamente alto. Desde donde me encontraba podía ver a una buena distancia, en todo el derredor.
Era un día nublado y el crepúsculo envolvió rápidamente el área. Me puse a observar la velocidad con que las nubes escarlata del oeste se desteñían adquiriendo un gris oscuro espeso y uniforme.
Don Juan se levantó para ir a los matorrales. Cuando volvió, la silueta de los montes de lava era ya una masa oscura. Se sentó junto a mí y llamó mi atención hacia lo que parecía ser una formación natural en las montañas, hacia el noreste. Era un sitio que tenía un color mucho más claro que sus alrededores. Mientas toda la cordillera volcánica se veía de un café oscuro uniforme en el crepúsculo, el sitio que él señalaba era amarillento o beige oscuro. No pude imaginarme qué cosa sería. Lo miré con fijeza largo rato. Parecía moverse; creí que pulsaba. Cuando achicaba mis ojos, ondeaba como si el viento lo agitase.
—¡Míralo fijamente! —me ordenó don Juan.
En cierto momento, tras un buen rato de observar, sentí que toda la cordillera se movía hacia mí. Dicha sensación fue acompañada por una agitación insólita en la boca del estómago. La incomodidad se hizo tan aguda que me puse en pie.
—¡Siéntate! —gritó don Juan, pero yo ya estaba levantado.
Desde mi nuevo punto de vista, la configuración amarillenta se hallaba más baja en la ladera de los montes. Volví a sentarme, sin apartar los ojos, y la configuración se trasladó a un sitio más alto. La contemplé un instante y de pronto organicé todo en la perspectiva correcta. Me di cuenta de que lo que había estado mirando no estaba en las montañas, sino era en realidad un trozo de tela verde amarillento colgado de un cacto alto frente a mí.
Reí fuerte y expliqué a don Juan que el crepúsculo había ayudado a crear una ilusión de óptica.
Él se levantó y fue al sitio donde se hallaba el trozo de tela, lo descolgó, lo dobló y lo puso en su morral.
—¿Para qué hace usted eso? —pregunté.
—Porque este trozo de tela tiene poder —dijo en tono casual—. Durante un momento ibas muy bien con él, y no hay manera de saber qué habría pasado si te hubieras quedado sentado.
Viernes, abril 13, 1962
AL romper el alba nos encaminamos a las montañas. Estaban sorprendentemente lejos. Al mediodía nos adentramos en una de las cañadas. Había algo de agua en charcos de poca hondura. Nos sentamos a descansar en la sombra de un acantilado oblicuo.
Los montes eran aglutinaciones de un monumental fluir volcánico. La lava solidificada se había erosionado a lo largo de milenios, hasta ser piedra porosa, café oscuro. Sólo unas cuantas yerbas resistentes crecían entre las rocas y en las grietas.
Al alzar la vista a los muros casi perpendiculares de la cañada, experimenté una extraña sensación en la boca del estómago. Los farallones tenían cientos de metros de alto y me daban a sentir que se cerraban sobre mí. El sol estaba casi por encima de nuestras cabezas, ligeramente hacia el suroeste.
—Párate aquí —dijo don Juan, y maniobró mi cuerpo hasta que me encontré mirando al sol.
Me dijo que fijara la vista en los farallones sobre mí.
El espectáculo era estupendo. La colosal altura de las paredes de lava hacia tambalearse mi imaginación. Empecé a pensar qué erupción volcánica debía haber sido aquélla. Varias veces subí y bajé los ojos por los lados de la cañada. Me abstraje en la riqueza de colorido sobre el farallón. Había manchas de todos los matices concebibles. Había en cada roca trozos de musgo o liquen gris claro. Miré directamente hacia arriba y noté que la luz del sol producía reflejos exquisitos al tocar las manchas brillantes de la lava sólida.
Contemplé un área en las montañas donde se reflejaba la luz. Conforme el sol se movía, la intensidad disminuía; luego se apagó por entero.
Miré al otro lado de la cañada y vi otra área de las mismas exquisitas refracciones luminosas. Dije a don Juan lo que estaba ocurriendo, y entonces localicé otra zona de luz, y luego otra más en un sitio distinto, y otra, hasta que toda la cañada se hallaba cubierta de grandes manchas de luz.
Me sentía mareado; aun cuando cerraba los ojos seguía viendo las brillantes luces. Con la cabeza entre las manos, traté de meterme bajo el acantilado saliente, pero don Juan aferró mi brazo con firmeza e imperiosamente me indicó mirar los lados de las montañas y tratar de localizar manchas de oscuridad pesada enmedio de los campos de luz.
Yo no quería mirar, porque el resplandor molestaba mis ojos. Dije que me ocurría algo similar a cuando se miraba una calle soleada a través de una ventana y luego se veía el marco de la ventana como una silueta oscura en todas partes.
Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y empezó a reír chasqueando la lengua. Me soltó el brazo y tomamos asiento nuevamente bajo el acantilado.
Yo estaba anotando mis impresiones del entorno cuando don Juan, tras largo silencio, habló súbitamente en tono dramático.
—Te he traído aquí para enseñarte una cosa —dijo, e hizo una pausa—. Vas a aprender a
no-hacer
. Y tienes que hacerlo hablando de ello porque no hay otra forma de que sigas adelante. Pensé que a lo mejor te salía el
no-hacer
sin que yo tuviera que decir nada. Me equivocaba.
—No sé de qué habla usted, don Juan.
—No importa —dijo—. Voy a hablarte de algo que es muy sencillo pero muy difícil de ejecutar; voy a hablarte de
no-hacer
, pese al hecho de que no hay manera de hablar de eso, porque el cuerpo es el que lo ejecuta.
Me miró en vistazos y luego dijo que yo debía prestar la máxima atención a lo que iba a decirme.
Cerré mi libreta pero, para mi asombro absoluto, él insistió en que siguiera escribiendo.
—
No-hacer
es tan difícil y tan poderoso que no debes mencionarlo —prosiguió— hasta que hayas
parado el mundo
; sólo entonces puedes hablar de ello libremente, si eso es lo que quieres hacer.
Don Juan miró en torno y luego señaló una roca grande.
—Esa roca que está allí es una roca a causa del
hacer
—dijo.
Nos miramos y él sonrió. Esperé una explicación, pero permaneció silencioso. Finalmente tuve que decir que no había comprendido sus palabras.
—¡Eso es
hacer
! —exclamó.
—¿Cómo dijo?
—Eso también es hacer.
—¿De qué habla usted, don Juan?
—
Hacer
es lo que hace esa roca una roca y esa mata una mata.
Hacer
es lo que te hace ser tú y a mí ser yo.
Le dije que su explicación no explicaba nada. Rió y se rascó las sienes.
—Eso es lo malo de hablar —dijo—. Siempre lleva a confundir las cosas. Si uno se pone a hablar de
hacer
, siempre termina hablando de algo más. Lo mejor es no decir nada y no más actuar.
—Ahí tienes esa roca, por ejemplo. Mirarla es
hacer
, pero
verla
es
no-hacer
.
Tuve que confesar que sus palabras no tenían sentido para mí.
¡Oh sí, por supuesto que tienen sentido! —exclamó—. Pero tú estás convencido de que no lo tienen porque ése es tu
hacer
, esa es la forma en que actúas conmigo y con el mundo.
Volvió a señalar la roca.
—Esa roca es una roca por todas las cosas que tú sabes hacerle —dijo—. Yo llamo a eso
hacer
. Un hombre de conocimiento sabe, por ejemplo, que la roca sólo es un roca a causa de
hacer
, y si no quiere que la roca, sea una roca lo único, que tiene que hacer es
no-hacer
. ¿Ves a qué me refiero?
Yo no le entendía en lo absoluto. Riendo, hizo otro intento de explicar.
—El mundo es el mundo porque tú conoces el
hacer
implicado en hacerlo así —dijo—. Si no conocieras su
hacer
, el mundo sería distinto.
Me examinó con curiosidad. Dejé de escribir. No quería sino escucharlo. Siguió explicando que sin ese cierto «hacer» no habría nada familiar en el ámbito.
Se agachó a recoger una piedrecilla y la sostuvo ante mis ojos entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
—Ésta es una piedra porque tú conoces el hacer que la hace piedra —dijo.
—¿Qué dice usted? —pregunté con un sentimiento de genuina confusión.
Don Juan sonrió. Parecía estar tratando de ocultar un deleite malicioso.
—No sé por qué te confundes tanto —dijo—. Las palabras son tu predilección. Deberías estar en el cielo.
Me lanzó una mirada misteriosa y alzó las cejas dos o tres veces. Luego volvió a señalar la piedra que sostenía frente a mis ojos.
—Digo que tú haces de esto una piedra porque conoces el
hacer
necesario para eso —dijo—. Ahora, si quieres
parar el mundo
, debes parar de
hacer
.
Pareció darse cuenta de que yo seguía sin entender, y sonrió meneando la cabeza. Luego tomó una rama y señaló el borde desigual de la piedra.
—En el caso de esta piedrita —prosiguió—, lo primero que hace el
hacer
es encogerla y dejarla de este tamaño. Por eso lo que debe hacerse, lo que hace un guerrero cuando quiere
parar el mundo
, es agrandar una piedrita, o cualquier otra cosa, por medio del
no-hacer
.
Se puso de pie y colocó el guijarro en un peñasco y luego me pidió acercarme a examinarlo. Me dijo que mirara los hoyos y las concavidades del guijarro y tratase de percibir sus minucias. Si lograba captar el detalle, dijo, los hoyos y concavidades desaparecerían y yo entendería el significado de «no-hacer».
—Esta pinche piedra te va a volver loco hoy —dijo. Mi rostro debe de haber reflejado desconcierto. Don Juan me miró y soltó la carcajada. Luego fingió enojarse con la piedra y la golpeó dos o tres veces con su sombrero.
Lo insté a clarificar su propósito. Argumenté que, haciendo un esfuerzo, le sería posible explicar cualquier cosa que quisiera.
Me miró con aire ladino y meneó la cabeza como si la situación fuera desesperada.
—Claro que puedo explicar cualquier cosa —dijo, riendo—. ¿Pero podrás tú entenderla?
Su insinuación me sobresaltó.
—
Hacer
te obliga a separar la piedrita de la piedra grande —continuó—. Si quieres aprender a
no-hacer
, digamos que debes juntarlas.
Señaló la pequeña sombra que el guijarro arrojaba sobre el peñasco y dijo que no era una sombra sino una goma que adhería a ambos. Luego dio la media vuelta y se alejó, diciendo que más tarde volvería a echarme un vistazo.
Durante largo rato me quedé mirando la piedrecilla. No me era posible enfocar la atención en los diminutos detalles de los agujeros y las concavidades, pero la pequeñísima sombra proyectada sobre el peñasco adquirió un enorme interés. Don Juan tenía razón; era como un pegamento. Se movía y fluía. Tuve la impresión de que algo la exprimía desde el pie del guijarro.
Al volver don Juan, le dije lo que había observado en relación con la sombra.