Viaje a Ixtlán (22 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—Del objeto específico que recuerdes, debes volver a tus manos, y luego a otro objeto y así sucesivamente.

—Pero ahora debes enfocar la atención en todo lo que existe encima de este cerro, porque éste es el sitio más importante de tu vida.

Me miró como sondeando el efecto de sus palabras.

—Éste es el sitio en que morirás —dijo con voz suave.

Me moví con nerviosismo, cambiando de postura, y él sonrió.

—Tendré que venir contigo una y otra vez a este cerro —dijo—. Y luego tú tendrás que venir solo hasta que estés saturado de él, hasta que el cerro te rezume. Sabrás la hora en que estés lleno de él. Este cerro, como es ahora, será entonces el sitio de tu úl­tima danza.

—¿Qué quiere usted decir con mi última danza, don Juan?

—Ésta es tu última parada —dijo—. Morirás aquí, estés donde estés. Cada guerrero tiene un sitio para morir. Un sitio de su predilección, donde eventos poderosos dejaron su huella; un sitio donde ha pre­senciado maravillas, donde se le han revelado secre­tos; un sitio donde ha juntado su poder personal.

—Un guerrero tiene la obligación de regresar a ese sitio de su predilección cada vez que absorbe poder, para guardarlo allí. Va allí caminando o bien
soñando
.

—Y por fin, un día que su tiempo en la tierra ha terminado y siente el toque de la muerte en el hom­bro izquierdo, su espíritu, que siempre está listo, vuela al sitio de su predilección y allí el guerrero baila ante su muerte.

—Cada guerrero tiene una forma específica, una de­terminada postura de poder, que desarrolla a lo largo de su vida. Es una especie de danza. Un movimiento que él hace bajo la influencia de su poder personal.

—Si el guerrero moribundo tiene poder limitado, su danza es corta; si su poder es grandioso, su danza es magnífica. Pero ya sea su poder pequeño o magnifi­co, la muerte debe pararse a presenciar su última pa­rada sobre la tierra. La muerte no puede llevarse al guerrero que cuenta por última vez la labor de su vida, hasta que haya acabado su danza.

Las palabras de don Juan me dieron un escalofrío. El silencio, el crepúsculo, el espléndido paisaje: todo parecía haber sido colocado allí como tramoya para la imagen de la última danza de poder de un guerrero.

—¿Puede usted enseñarme esa danza aunque no sea yo guerrero? —pregunté.

—Todo hombre que caza poder tiene que aprender esa danza —repuso—. Pero no te la puedo enseñar ahora. Tal vez tengas pronto un adversario que valga la pena y entonces te enseñaré el primer movimiento de poder. Tú mismo debes añadir los otros conforme sigas viviendo. Cada movimiento debe adquirirse du­rante una lucha de poder. Así que, hablando con propiedad, la postura, la forma de un guerrero, es la historia de su vida, una danza que crece conforme él crece en poder personal.

—¿De veras se para la muerte a ver bailar al gue­rrero?

—Un guerrero no es más que un hombre. Un hom­bre humilde. No puede cambiar los designios de su muerte. Pero su espíritu impecable, que ha juntado poder tras penalidades enormes, puede ciertamente detener a su muerte un momento, un momento lo bastante largo para permitirle regocijarse por última vez en el recuerdo de su poder. Podemos decir que ése es un gesto que la muerte tiene con quienes po­seen un espíritu impecable.

Experimenté una angustia avasalladora y hablé sólo por aliviarla. Le pregunté si había conocido guerre­ros que murieron, y en qué forma su última danza había afectado su morir.

—Ya párale —dijo con sequedad—. Morir es algo monumental. Es algo mucho más que estirar la pata y ponerte tieso.

—¿Bailaré yo también ante mi muerte, don Juan?

—Sin duda. Estás cazando poder personal aunque todavía no vivas como guerrero. Hoy el sol te dio una señal. Lo mejor que produzcas en el trabajo de tu vida se hará al final del día. Por lo visto no te gusta el joven resplandor de la luz temprana. Viajar en la mañana no te llama la atención. Pero tu gusto es el sol poniente, amarillo viejo, y maduro. No te gusta el calor, te gusta el resplandor.

—Y así bailarás ante tu muerte, aquí, en la cima de este cerro, al acabar el día. Y en tu última danza dirás de tu lucha, de las batallas que has ganado y de las que has perdido; dirás de tus alegrías y des­conciertos al encontrarte con el poder personal. Tu danza hablará de los secretos y las maravillas que has atesorado. Y tu muerte se sentará aquí a observarte.

—El sol poniente brillará sobre ti sin quemar, como lo hizo hoy. El viento será suave y dulce y tu cerro temblará. Al llegar al final de tu danza mirarás el sol, porque nunca volverás a verlo ni despierto ni
soñando
, y entonces tu muerte apuntará hacia el sur. Hacia la inmensidad.

XIV. LA MARCHA DE PODER

Sábado, abril 8, 1962

—¿Es la muerte un personaje, don Juan? —pregunté al tomar asiento en el pórtico.

Hubo un aire de desconcierto en la mirada de don Juan. Estaba sosteniendo una bolsa de provisio­nes que yo le había traído. La dejó cuidadosamente en el suelo y se sentó frente a mí. Me sentí animado y expliqué que deseaba saber si la muerte era una persona, o semejante a una persona, cuando obser­vaba la última danza de un guerrero.

—¿Es importante saber esto? —preguntó don Juan.

Le dije que la imagen me resultaba fascinante y deseaba saber cómo llegó a ella. Cómo sabía que así era.

—Es muy sencillo —dijo—. Un hombre de conoci­miento sabe que la muerte es el último testigo por­que la
ve
.

—¿Quiere decir que usted mismo ha presenciado la última danza de un guerrero?

—No. No se puede ser testigo de eso. Sólo la muer­te puede. Pero he
visto
a mi propia muerte observar­me, y he bailado ante ella como si me estuviera mu­riendo. Al final de mi danza, la muerte no apuntó en ninguna dirección, ni el sitio de mi predilección se estremeció diciéndome adiós. De modo que mi tiempo sobre la tierra no se había acabado todavía, y no morí. Cuando todo eso tuvo lugar, yo tenía poder limitado y no entendía los designios de mi propia muerte; por eso creía estarme muriendo.

—¿Era su muerte como una persona?

—Ya te estás haciendo el loco otra vez. Piensas que todo lo vas a entender haciendo preguntas. Yo no creo que lo logres, pero ¿quién soy para decir?

—La muerte no es como una persona. Es más bien una presencia. Pero también podría uno decir que no es nada y sin embargo es todo. Uno tendría razón en todos aspectos. La muerte es cualquier cosa que uno desee.

—Yo me siento a gusto con la gente, de modo que la muerte es para mí una persona. También soy dado a los misterios, de modo que la muerte tiene para mí ojos huecos. Puedo mirar a través de ellos. Son como dos ventanas, pero se mueven como ojos. Así puedo decir que la muerte, con sus ojos huecos, mira a un guerrero mientras él baila por última vez en la tierra.

—¿Pero es, así sólo para usted, don Juan, o es lo mismo para otros guerreros?

—Es lo mismo para cada guerrero que tiene una danza de poder, y sin embargo no lo es. La muerte presencia la última danza del guerrero, pero la ma­nera en que el guerrero ve a su muerte es asunto personal. Puede ser cualquier cosa: un pájaro, una luz, una persona, una mata, una piedrita, un trozo de niebla, o una presencia desconocida.

Esas imágenes de la muerte me inquietaron. No pude hallar palabras adecuadas para dar voz a mis preguntas, y tartamudeé. Don Juan me miró con fi­jeza, sonriendo, y me animó a hablar.

Le pregunté si la forma en que un guerrero veía a su muerte dependía de cómo lo hubieran educado. Usé como ejemplos a los indios yumas y yaquis. Mi propia idea era que la cultura determinaba el modo en que uno se representaba a la muerte.

—No importa cómo lo hayan criado a uno —dijo él—. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.

—¿Qué es el poder personal?

—El poder personal es un sentimiento —dijo—. Algo como tener suerte. O podríamos llamarlo un estado de ánimo. El poder personal es algo que uno adquiere sin importar su propio origen. Ya te he di­cho que un guerrero es un cazador de poder, y que te estoy enseñando a cazarlo y guardarlo. Lo difícil contigo, que es lo difícil con todos nosotros, es que te convenzas. Necesitas creer que el poder personal puede usarse y que es posible guardarlo, pero hasta ahora no te has convencido.

Le dije que se había dado a entender y que yo estaba tan convencido como jamás lo estaría. Rió.

—No hablo de ese tipo de convicción —dijo.

Dio dos o tres puñetazos suaves en mi hombro y añadió con un cacareo:

—No necesito que me sigas la corriente, ya lo sabes.

Me sentí obligado a asegurarle que hablaba en serio.

—No lo dudo —dijo—. Pero estar convencido sig­nifica que puedes actuar por ti mismo. Todavía te costará una gran cantidad de esfuerzo el hacerlo.

Queda mucho por hacer. Apenas empiezas.

Quedó en silencio un momento. Su rostro adqui­rió una expresión de placidez.

—Es muy extraño, pero a veces me haces acordar a mí mismo —prosiguió—. Tampoco yo quería seguir el camino del guerrero. Creía que tanto trabajo era para nada, y puesto que todos vamos a morir, ¿qué importaba el ser guerrero? Me equivocaba. Pero tuve que descubrirlo por mi propia cuenta. Cuando llegues a descubrir que te equivocas, y que cierta­mente hay un mundo de diferencia, podrás decir que estás convencido. Y entonces puedes seguir adelante por tu cuenta. Y a lo mejor, por tu cuenta, hasta te haces hombre de conocimiento.

Le pedí explicar qué quería decir con hombre de conocimiento.

—Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias del aprendizaje —di­jo—. Un hombre que, sin apurarse ni desfallecer, ha llegado lo más lejos que puede en desentrañar los secretos del poder personal.

Discutió el concepto en términos breves y luego lo desechó como tema de conversación, diciendo que yo sólo debía preocuparme por la idea de almacenar poder personal.

—Eso es incomprensible —protesté—. De veras, no puedo figurarme qué es lo que está usted diciendo.

—Cazar poder es un evento peculiar —dijo—. Pri­mero tiene que ser una idea, luego hay que arreglarlo, paso a paso, y luego ¡pum! Sucede.

—¿Cómo sucede?

Don Juan se puso en pie. Empezó a estirar los bra­zos, arqueando la espalda como gato. Sus huesos, como de costumbre, produjeron una serie de sonidos chasqueantes.

—Vámonos —dijo—. Tenemos que hacer un largo viaje.

—Pero tengo tantas cosas que preguntarle —dije.

—Vamos a un sitio de poder —respondió al entrar en su casa—. ¿Por qué no guardas tus preguntas para cuando estemos allí? A lo mejor tenemos oportunidad de hablar.

Pensé que iríamos en coche, de modo que me le­vanté y fui a mi auto, pero don Juan me llamó desde la casa y me indicó tomar mi red con guajes. Me estaba esperando a la orilla del chaparral desértico detrás de su casa.

—Hay que apurarse —dijo.

A eso de las tres de la tarde llegamos a las primeras faldas de la Sierra Madre occidental. Había sido un día cálido, pero hacia el atardecer el viento se enfrió. Don Juan tomó asiento en una roca y me hizo seña de imitarlo.

—¿Qué vamos a hacer aquí esta vez, don Juan?

—Sabes muy bien que venimos a cazar poder.

—Lo sé. ¿Pero qué vamos a hacer aquí en par­ticular?

—Sabes que no tengo la menor idea.

—¿Quiere usted decir que nunca sigue un plan?

—Cazar poder es un asunto muy extraño —dijo—. No hay manera de planearlo por anticipado. Eso es lo emocionante. Pero de todos modos un guerrero procede como si tuviera un plan, porque confía en su poder personal. Sabe de cierto que lo hará actuar en la forma más apropiada.

Señalé que sus aseveraciones eran de alguna ma­nera contradictorias. Si un guerrero ya tenía poder personal, ¿por qué iba a cazarlo?

Don Juan alzó las cejas e hizo un falso gesto de fastidio.

—Tú eres el que está cazando poder personal —di­jo—. Y yo soy el guerrero que ya tiene. Me pregun­taste si tenía un plan y yo dije que confío en que mi poder personal me guíe y que no necesito tener un plan.

Nos quedamos allí un momento y luego echamos a andar nuevamente. Las cuestas eran muy empina­das, y treparlas me resultaba muy difícil y extrema­damente fatigoso. Por otra parte, el vigor de don Juan parecía no tener fin. No corría ni se apresuraba. Su andar era continuo e incansable. Noté que ni si­quiera sudaba, incluso después de trepar una ladera enorme y casi vertical. Cuando yo llegué a su parte superior, don Juan ya estaba allí, esperándome. Al sentarme junto a él sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. Me acosté bocarriba y el sudor manó, literalmente, de mis cejas.

Don Juan rió con fuerza y me rodó de un lado a otro durante un rato. El movimiento me ayudó a re­cobrar el aliento.

Le dije que su aptitud física me tenía en verdad atónito.

—Todo el tiempo he estado tratando de dártela a notar —dijo.

—¡Usted no es viejo para nada, don Juan!

—Claro que no. He estado tratando de que lo notes.

—¿Cómo le hace usted?

—No hago nada. Mi cuerpo se siente perfectamente, eso es todo. Me trato muy bien; por eso no tengo motivo para sentirme cansado o incómodo. El secre­to no está en lo que tú mismo te haces, sino más bien en lo que no haces.

Esperé una explicación. Él parecía consciente de mi incapacidad de comprender. Sonrió y se puso de pie.

—Éste es un sitio de poder —dijo—. Encuentra un lugar para que acampemos aquí en esta cima.

Empecé a protestar. Quería que me explicara qué era lo que no debía yo hacerle a mi cuerpo. Hizo un gesto imperioso.

—Déjate de tonterías —dijo con suavidad—. Esta vez nada más actúa, para variar. No importa cuánto te tardes en hallar un sitio apropiado para descansar. Tal vez te lleve toda la noche. Tampoco es impor­tante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo.

Guardé mi bloque de notas y me puse en pie. Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces —siempre que me había pedido hallar un lu­gar de reposo—, que mirara sin enfocar ningún si­tio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión.

Eché a andar, escudriñando el suelo con mis ojos entrecerrados. Don Juan caminaba un metro a mi derecha y un par de pasos atrás de mí.

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