Viaje a Ixtlán (19 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Cuando terminé mi recuento, me miró y dijo:

—Te ves de la chingada. A lo mejor necesitas ir al matorral.

Soltó una breve risa, como un cacareo, y añadió que me quitara las ropas y las exprimiera para que se secaran.

La luz del sol era radiante. Había muy pocas nu­bes. Era un fresco día de viento.

Don Juan se alejó, diciéndome que iba a buscar unas plantas y que yo debía ponerme en orden y comer algo y no llamarlo hasta hallarme calmado y fuerte.

Mi ropa estaba en verdad mojada. Me senté en el sol a secarme. Sentí que la única manera de relajarme era sacar mi libreta y escribir. Comí mientras traba­jaba en mis notas.

Después de un par de horas me hallaba más tran­quilo, y llamé a don Juan. Respondió desde un sitio cercano a la cumbre de la colina. Me dijo que reco­giera los guajes y subiese a donde se encontraba. Cuando llegué al sitio, lo encontré sentado en una roca lisa. Abrió los guajes y se sirvió comida. Me dio dos grandes trozos de carne.

Yo no sabía por dónde empezar. Había muchas cosas que deseaba preguntarle. Él parecía consciente de mi estado de ánimo y río con gran deleite.

—¿Cómo te sientes? —preguntó parodiando ama­bilidad.

No quise decir nada. Seguía trastornado.

Don Juan me instó a tomar asiento en la laja. Dijo que esa piedra era un objeto de poder y que yo me renovaría después de estar allí un rato.

—Siéntate —me ordenó con sequedad.

No sonreía. Su mirada era penetrante. Obedecí automáticamente.

Dijo que, al actuar de mala gana, estaba yo tra­tando con descuido el poder, y que, si no ponía un alto, el poder se volvería contra nosotros y jamás saldríamos con vida de aquellos montes desolados.

Tras una pausa momentánea, preguntó en tono casual:

—¿Cómo va tu
soñar
?

Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del con­cepto. No tenía yo el menor problema para recor­darme que debía mirarme las manos. Pero la exci­tación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.

—Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir —dijo él—. Conseguir una banda tiene sus dificultades. No puedo dártela, porque tú mismo debes hacerla desde el principio. Pero no pue­des hacerla hasta que no tengas una visión de ella al
soñar
. ¿Ves lo que te decía? La banda tiene que ha­cerse de acuerdo a la visión particular. Y debe tener una tira a lo largo que ajuste bien en la cabeza. O muy bien puede ser una gorra apretada.
Soñar
es más fácil cuando se tiene un objeto de poder en­cima de la cabeza. Podrías usar tu sombrero o ponerte capucha, como un fraile, y luego dormirte, pero esas cosas sólo causarían sueños intensos, no
soñar
.

Quedó en silencio un momento y luego procedió a decirme, en rápida andanada verbal, que la visión de la banda no tenía que ocurrir exclusivamente al «soñar», sino que podía presentarse en estados de vigilia y como resultado de cualquier evento ajeno y sin relación alguna, como el observar el vuelo de las aves, el movimiento del agua, las nubes, y así por el estilo.

—Un cazador de poder vigila todo —prosiguió—. Y cada cosa le dice algún secreto.

—¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? —pregunté.

Pensé que tal vez tenía una fórmula específica que le permitía hacer interpretaciones «correctas».

—La única forma de estar seguro es seguir todas las instrucciones que te he estado dando desde el primer día que viniste a verme —dijo—. Para tener poder, hay que vivir con poder.

Sonrió, benévolo. Parecía haber perdido su fiereza; incluso me dio un leve codazo en el brazo.

—Come tu comida de poder —me instó.

Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones. Por un momento casi sentí alivio. Si don Juan había puesto algo en la carne, mis espe­jismos eran perfectamente comprensibles. Le pedí de­cirme si había cualquier cosa en la «carne de poder».

Rió, pero sin dar una respuesta directa. Insistí, ase­gurándole que no estaba enojado, ni siquiera molesto, pero tenía que saber para poder explicar a mi propia satisfacción los eventos de la noche pasada. Lo insté a decirme la verdad, traté de sacársela con halagos, y finalmente le supliqué.

—Estás más loco que una cabra —dijo él, menean­do la cabeza en un gesto de incredulidad—. Tienes una tendencia insidiosa. Insistes en tratar de expli­carlo todo a tu satisfacción. No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, por­que ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia estupidez.

—Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La nie­bla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una ba­talla así.

Mi argumento fue que el evento no podía ser una batalla de poder porque no había sido real.

—¿Y qué cosa es real? —me preguntó don Juan con mucha calma.

—Esto, lo que estamos viendo es real —dije, seña­lando en derredor.

—Pero también lo era el puente que viste anoche, y también el bosque y todo lo demás.

—Pero si eran reales, ¿dónde están ahora?

—Están aquí. Si tuvieras suficiente poder, podrías hacer que volvieran. En este momento no puedes porque te parece muy útil seguir dudando y discu­tiendo. No lo es, amigo mío. No lo es. Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros. Y no son cosa de risa. Anoche si no te hubiera agarrado el brazo, habrías caminado por ése puente, quisieras o no. Y un poco más temprano tuve que protegerte del viento que te andaba buscando.

—¿Qué habría sucedido si usted no me hubiera protegido?

Como no tienes poder suficiente, el viento te ha­bría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Pero la niebla fue, anoche, lo último. Dos cosas pudieron pasarte en la niebla. Pudiste cruzar el puente hasta el otro lado, o pudiste caerte y matarte. Cualquiera de las dos habría dependido del poder. Pero una cosa es cierta. Si no te hubiera protegido, habrías tenido que caminar por ese puente fuera como fuera. Ésa es la naturaleza del poder. Como ya te dije, te manda y sin embargo está a tus órdenes. Anoche, por ejemplo, el poder te habría forzado a cruzar el puente y habría estado a tu disposición para sostenerte mientras cruzabas. Te detuve porque sé que no tienes medios de usar el poder, y sin poder, el puente se hubiera caído.

—¿Vio usted el puente, don Juan?

—No. Nada más
vi
poder. Podría haber sido cual­quier cosa. El poder para ti, esta vez, fue un puente. No sé por qué un puente. Somos criaturas misteriosas.

—¿Ha visto usted alguna vez un puente en la nie­bla, don Juan?

—Nunca. Pero eso es porque no soy como tú. Vi otras cosas. Mis batallas de poder son muy distintas de las tuyas.

—¿Qué vio usted, don Juan? ¿Me lo puede decir?

—Vi a mis enemigos durante mi primera batalla de poder en la niebla. Tú no tienes enemigos. No odias a la gente. Yo sí, en aquel entonces, mi pasión era odiar gente. Ya no lo hago. He vencido mi odio, pero aquella vez mi odio estuvo a punto de destru­irme.

—Tu batalla de poder, en cambio, fue nítida. No te consumió. Tú solo te estás consumiendo ahora, con tus ideas y tus dudas estúpidas. Ésa es tu manera de entregarte y sucumbir.

—La niebla fue impecable contigo. Tienes afinidad con ella. Te dio un puente estupendo, y ese puente estará allí en la niebla de ahora en adelante. Se te revelará una y otra vez, hasta que un día tendrás que cruzarlo.

—Te recomiendo mucho que, a partir de este día, no te metas solo en sitios con niebla hasta que sepas lo que haces.

—El poder es un asunto muy extraño. Para tenerlo y disponer de él, hay que tener poder por principio de cuentas. Es posible, sin embargo, irlo juntando poco a poco, hasta tener lo suficiente para sostenerse en una batalla de poder.

—¿Qué es una batalla de poder?

—Lo que te ocurrió anoche fue el principio de una batalla de poder. Las escenas que contemplaste eran el asiento del poder. Algún día tendrán sentido para ti; esas escenas tienen mucho sentido.

—¿No puede usted decirme qué sentido tienen, don Juan?

—No. Esas escenas son tu propia conquista perso­nal, que no puedes compartir con nadie. Pero lo ocurrido anoche fue sólo el principio, una escaramu­za. La verdadera batalla tendrá lugar cuando cruces ese puente. ¿Qué hay del otro lado? Sólo tú lo sabrás. Y sólo tú sabrás qué hay al final de aquella vereda en el bosque. Pero todo eso es algo que puede o no puede pasarte. Viajar por esas veredas y puentes des­conocidos depende de tener suficiente poder propio.

—¿Qué pasa si uno no tiene poder suficiente?

—La muerte siempre está esperando, y cuando el poder del guerrero mengua, la muerte simplemente lo toca. Por eso, aventurarse a lo desconocido sin ningún poder es estúpido. Sólo se encuentra la muerte.

Yo no escuchaba en verdad. Seguía jugando con la idea de que la carne seca podía haber sido el agente que produjo las alucinaciones. Entregarme a ese pen­samiento me aplacaba.

—No te esfuerces queriendo resolverlo —dijo como si leyera mi mente—. El mundo es un misterio. Esto, lo que estás mirando, no es todo lo que hay. El mun­do tiene muchas más cosas, tantas que es inacabable. Cuando estás buscando la respuesta, lo único que haces en realidad es tratar de volver familiar el mundo. Tú y yo estamos aquí mismo, en el mundo que llamas real, simplemente porque los dos lo cono­cemos. Tú no conoces el mundo del poder, por eso no puedes convertirlo en una escena familiar.

—Usted sabe que en realidad no le puedo discutir ese punto —dije—. Pero mi mente tampoco puede aceptarlo.

Rió y me tocó levemente el brazo.

—De veras estás loco —dijo—. Pero no importa. Yo sé lo difícil que es vivir como un guerrero. Si hubie­ras seguido mis instrucciones y ejecutado todos los actos que te enseñé, ya habrías tenido poder sufi­ciente para cruzar el puente aquel. Poder suficiente para
ver
y para
parar el mundo
.

—Pero ¿por qué tengo yo que querer poder, don Juan?

—Ahora no se te ocurre una razón. Pero si guardas suficiente poder, el mismo poder te hallará una bue­na razón. Suena a locura, ¿verdad?

—¿Para qué quería usted poder, don Juan?

—Soy como tú. No quería. No hallaba razón para tenerlo. Tuve todas las dudas que tú tienes y nunca seguí las instrucciones que me daban, o nunca creí seguirlas; sin embargo, pese a mi estupidez, junté su­ficiente poder, y un día mi poder personal hizo des­plomarse el mundo.

—¿Pero para qué querría alguien
parar el mundo
?

—Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es
parar el mundo
, te das cuenta de que hay razón para ello. Verás, una de las artes del guerrero es derribar el mundo por una ra­zón específica y luego restaurarlo para seguir viviendo.

Le dije que tal vez la forma más segura de ayudarme sería dándome un ejemplo de razón específica para derribar el mundo.

Permaneció callado un tiempo. Parecía estar pen­sando qué decir.

—No puedo decirte eso —dijo—. Se necesita dema­siado poder para saberlo. Algún día vivirás como guerrero, pese a ti mismo; para tal entonces habrás quizá guardado suficiente poder personal para respon­der tú mismo esa pregunta.

—Te he enseñado casi todo lo que un guerrero ne­cesita conocer para lanzarse al mundo a juntar poder por sí solo. Pero sé que no puedes hacerlo y debo ser paciente contigo. Sé de plano que se necesita luchar toda una vida para estar a solas en el mundo del poder.

Don Juan miró el cielo y las montañas. El sol ya descendía hacia el oeste y en las montañas se for­maban rápidamente nubes de lluvia. Yo no sabía la hora; había olvidado dar cuerda a mi reloj. Le pre­gunté si podía decirme qué hora era, y tuvo tal ataque de risa que rodó de la laja y fue a parar en el ma­torral.

Se puso de pie y estiró los brazos, bostezando.

—Es temprano —dijo—. Debemos esperar hasta que se junte niebla en la cima de la montaña, y luego debes pararte tú solo en esta laja y agradecer a la niebla sus favores. Deja que llegue y te envuelva. Yo estaré cerca para prestar ayuda, si es necesario.

Por algún motivo, la perspectiva de quedarme a solas en la niebla me aterraba. Me sentí idiota por reaccionar de ese modo irracional.

—No puedes dejar estos montes desolados sin dar las gracias —dijo él con tono firme—. Un guerrero jamás vuelve la espalda al poder sin pagar los favores recibidos.

Se acostó bocarriba con las manos detrás de la ca­beza y se cubrió el rostro con el sombrero.

—¿Cómo he de esperar la niebla? —pregunté—. ¿Qué hago?

—¡Escribe! —dijo a través del sombrero—. Pero no cierres los ojos ni le des la espalda.

Traté de escribir, pero no podía concentrarme. Me puse en pie y fui de un lado a otro, inquieto. Don Juan alzó su sombrero y me miró con aire de mo­lestia.

—¡Siéntate! —me ordenó.

Dijo que la batalla de poder todavía no terminaba, y que yo debía enseñar a mi espíritu a ser impasible. Nada de lo que hiciera debería revelar lo que en rea­lidad sentía, a menos que deseara quedarme atrapado en esos montes.

Se sentó y movió las manos en un ademán de ur­gencia. Dijo que yo debía actuar como si no hubiese nada fuera de lo común, porque los sitios de poder, como ése en el que estábamos, tenían la propiedad de absorber a quien se hallaba inquieto. Y en tal forma uno podía desarrollar lazos extraños y dañinos con un lugar.

—Esos lazos lo anclan a uno a un sitio de poder, a veces por toda la vida —dijo—. Y éste no es el sitio para ti. No lo hallaste por ti mismo. Conque fájate y no pierdas los calzones.

Sus advertencias me hicieron efecto de fórmula má­gica. Escribí durante horas sin interrupción.

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