Don Juan volvió a dormirse y no despertó hasta que la niebla estaba a unos cien metros de distancia, descendiendo de la cumbre del monte. Se puso en pie y examinó el derredor. Lo miré en torno sin volver la espalda. La niebla ya había invadido, las tierras bajas, descendiendo de las montañas a mi derecha. A mi izquierda el paisaje estaba despejado; el viento, sin embargo, parecía venir de la derecha, y empujaba la niebla a las tierras bajas como para rodearnos.
Don Juan me susurró que permaneciera impasible, parado donde me hallaba, sin cerrar los ojos, y que no debía moverme a ningún lado mientras la niebla no me rodeara por entero; sólo entonces sería posible iniciar nuestro descenso.
Se refugió al pie de unas rocas, algunos metros atrás de mí.
El silencio en aquellas montañas era algo magnífico y al mismo tiempo imponente. El suave viento que transportaba la niebla me daba la sensación de que ésta silbaba en mis oídos. Grandes trozos de niebla venían cuestabajo como conglomerados sólidos de materia blancuzca que rodaran hacia mí. Olí la niebla. Era una mezcla peculiar de olor acerbo y fragante. Y entonces me vi envuelto en ella.
Tuve la impresión de que la niebla operaba sobre mis párpados. Se sentían pesados y quise cerrar los ojos. Tenía frío. La garganta me daba comezón y quería toser, pero no me atrevía. Alcé la barbilla y estiré el cuello para disipar la tos, y al alzar la vista tuve la sensación de que podía ver concretamente el espesor del banco de niebla. Era como si mis ojos pudieran tasar el espesor atravesándolo. Los ojos empezaron a cerrárseme y no me era posible luchar contra el deseo de dormir. Sentí que en cualquier momento iba a derrumbarme por tierra. En ese instante don Juan dio un salto y me aferró por los brazos y me sacudió. El sobresalto bastó para restaurar mi lucidez.
Me susurró al oído que corriera cuestabajo lo más rápido posible. Él iría detrás porque no quería que lo aplastaran las rocas que yo echara a rodar en mi camino. Dijo que yo era el guía, pues se trataba de mi batalla de poder, y que necesitaba claridad y abandono para sacarnos de allí sanos y salvos.
—Dale —dijo en voz alta—. Si no tienes el ánimo de un guerrero, nunca saldremos de la niebla.
Titubee un momento. No estaba seguro de poder hallar el camino para bajar de esos montes.
—¡Corre, conejo! —gritó don Juan empujándome con suavidad ladera abajo.
Domingo, enero 28, 1962
A eso de las diez de la mañana don Juan entró en su casa. Había salido al romper el alba. Lo saludé. Chasqueó la lengua y, en son de guasa, me dio la mano y me saludó ceremoniosamente.
—Vamos a ir a un viajecito —dijo—. Vas a llevarnos a un sitio muy especial en busca de poder.
Desplegó dos redes portadoras y puso en cada una dos guajes llenos de comida, las ató con un mecate y me entregó una de ellas.
Viajamos sin prisa hacia el norte y, al cabo de unos seiscientos kilómetros dejamos la carretera panamericana y tomamos un camino de grava hacia el oeste. Mi coche parecía haber sido el único vehículo en la carretera durante varias horas. Mientras seguíamos adelante advertí que no podía ver por el parabrisas. Me esforcé desesperadamente por mirar los alrededores, pero estaba demasiado oscuro y el parabrisas se hallaba cubierto de polvo y de insectos aplastados.
Dije a don Juan que debía detenerme para limpiar mi parabrisas. Me ordenó seguir adelante aunque tuviera que ir a dos kilómetros por hora, sacando la cabeza por la ventanilla para ver adelante. Dijo que no podíamos detenernos hasta alcanzar nuestro destino.
En cierto sitio me indicó doblar a la derecha. Estaba tan oscuro y había tanto polvo que ni los faros eran mucha ayuda. Me salí del camino con gran nerviosismo. Tenía miedo de atascarme, pero la tierra estaba apretada.
Manejé unos cien metros a la menor velocidad posible, sosteniendo la puerta abierta para mirar hacia afuera. Por fin, don Juan me dijo que parara. Añadió que me había estacionado justamente detrás de una roca enorme que ocultaría mi coche a la vista.
Bajé del auto y me puse a caminar, guiado por los faros. Quería examinar el entorno porque no tenía idea de dónde estaba. Pero don Juan apagó las luces. Dijo muy alto que no había tiempo que perder, que cerrara mi coche para que nos pusiéramos en marcha.
Me entregó mi red con guajes. Estaba tan oscuro que tropecé y estuve a punto de dejarlas caer. En tono firme y suave, don Juan me ordenó tomar asiento hasta que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Pero mis ojos no eran el problema. Ya fuera del coche, podía ver bastante bien. Lo malo era un nerviosismo peculiar que me hacía actuar como si estuviese distraído. Veía todo nada más por encima.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—Vamos a caminar en completa oscuridad a un sitio especial —dijo.
—¿Para qué?
—Para saber de cierto si eres o no capaz de seguir cazando poder.
Le pregunté si lo que proponía era una prueba y si, en caso de que no la pasara, seguiría hablándome y diciéndome de su conocimiento.
Escuchó sin interrumpir. Dijo que lo que hacíamos no era una prueba, que estábamos esperando una señal, y si la señal no llegaba, la conclusión sería que yo no había tenido éxito en mi cacería de poder, en cuyo caso me vería libre de cualquier imposición futura y podría ser todo lo estúpido que me viniese en gana. Dijo que, sin importar lo que pasara, él era mi amigo y siempre me hablaría.
De algún modo, yo sabía que iba a fallar.
—La señal no vendrá —dije en broma—. Lo sé. Tengo un poquito de poder.
Río y me dio palmaditas en la espalda.
—No te apures —repuso—. La señal vendrá. Yo lo sé. Tengo más poder que tú.
Su propia respuesta le pareció hilarante. Se golpeó los muslos y dio palmadas, carcajeándose.
Don Juan me ató a la espalda mi red portadora y dijo que yo debía caminar un paso atrás de él y hollar sus pisadas tanto como pudiera.
En un tono muy dramático, susurró:
—Ésta es una caminata de poder, así que todo cuenta.
Dijo que, si yo caminaba sobre sus huellas, el poder que él disipaba al andar se me trasmitiría.
Miré mi reloj; eran las once de la noche.
Me hizo pararme como un soldado en posición de firmes. Luego empujó hacia adelante mi pierna izquierda y me hizo quedarme como si acabara de dar un paso al frente. Se alineó delante de mí en la misma postura y luego echó a andar, tras repetir las instrucciones de que yo debía tratar de seguir sus pisadas a la perfección. Dijo en un claro susurro que yo no debía preocuparme por nada más que por pisar sus huellas; no debía mirar al frente ni a los lados, sino el piso donde él caminaba.
Se puso en marcha a un paso muy descansado. No tuve ningún problema para seguirlo; el terreno era relativamente duro. Durante unos treinta metros mantuve su paso y seguí perfectamente sus pisadas; luego volví la cara un instante y cuando me di cuenta ya había chocado con él.
Soltó una risita y me aseguró que yo no le había lastimado el tobillo al pisárselo con mis zapatones, pero que si me proponía seguir tonteando uno de nosotros se quedaría lisiado antes del amanecer. Dijo, riendo, en una voz muy baja pero firme, que no tenía intención de lastimarse a causa de mi estupidez y falta de concentración, y que si lo pisaba de nuevo yo tendría que caminar descalzo.
—No puedo caminar sin zapatos —dije en voz alta y rasposa.
Don Juan se dobló de risa y tuvimos que esperar hasta que le pasó el acceso.
Me aseguró nuevamente que hablaba en serio. Ibamos en un viaje para calar poder, y las cosas tenían que ser perfectas.
La idea de caminar descalzo en el desierto me asustaba más allá de lo verosímil. Don Juan hizo el chiste de que mi familia era sin duda de aquellos granjeros que no se quitan los zapatos ni para dormir. Tenía razón, desde luego. Yo nunca había andado descalzo, y caminar sin zapatos en el desierto habría sido suicida para mí.
—Este desierto rezuma poder —me susurró don Juan al oído—. No hay tiempo para cortedades.
Echamos a andar de nuevo. Don Juan mantuvo un paso calmado. Tras un rato advertí que habíamos dejado el terreno duro y caminábamos sobre arena suave. Los pies de don Juan se hundían en ella y dejaban huellas profundas.
Caminamos durante horas antes de que don Juan se detuviera. No lo hizo repentinamente; primero me advirtió que iba a pararse, para que no chocara yo con él. El terreno era duro de nuevo, y al parecer subíamos una pendiente.
Don Juan dijo que, si yo necesitaba ir al matorral, lo hiciese, porque de allí en adelante nos quedaba un buen trecho sin una sola pausa. Miré mi reloj; era la una.
Tras un descanso de diez o quince minutos, don Juan me hizo alinearme tras él y nos pusimos otra vez en marcha. Tenía razón: fue un trecho enorme. Jamás había hecho yo algo que requiriera tal concentración. El paso de don Juan era tan rápido, y la tensión de vigilar cada pisada alcanzó tales alturas, que en determinado momento ya no me era posible sentir que caminaba. No sentía las piernas ni los pies. Era como si anduviese sobre el aire y alguna fuerza me transportara sin cesar. Mi concentración era ya tan total que no advertí el cambio gradual de luz. De pronto me di cuenta de que podía ver a don Juan frente a mí. Veía sus pies y sus huellas, en vez de medio adivinarlas como había hecho la mayor parte de la noche.
En cierto momento, don Juan saltó inesperadamente hacia un lado, y mi inercia me hizo avanzar todavía unos veinte metros. Cuando disminuí la velocidad, mis piernas se debilitaron y empezaron a temblar, hasta que finalmente caí por tierra.
Alcé la vista para mirar a don Juan, que me examinaba con toda calma. No parecía fatigado. Yo jadeaba, falto de aire, y estaba empapado de sudor frío.
Jalándome del brazo, don Juan me dio la vuelta en mi posición yacente. Dijo que, si quería recuperar fuerzas, me quedara acostado con la cabeza hacia el este. Poco a poco mi cuerpo dolorido se relajó y descansó. Por fin cobré energía suficiente para levantarme. Quise ver mi reloj, pero él me lo impidió poniéndome la mano en la muñeca. Con mucha gentileza me hizo girar para que mirara al este y dijo que no había necesidad de mi condenado reloj, que estábamos en una hora mágica y que íbamos a saber con seguridad si era yo capaz o no de perseguir el poder.
Miré en torno. Estábamos en la cima de un cerro alto, muy grande. Quise caminar en dirección de algo que parecía un reborde o una grieta en la roca, pero don Juan dio un salto y me contuvo.
Me ordenó imperiosamente permanecer en el sitio donde había caído hasta que el sol saliera detrás de unos negros picos de montaña a corta distancia.
Señaló el este y llamó mi atención hacia un pesado banco de nubes sobre el horizonte. Dijo que sería buena señal si el viento se llevaba las nubes a tiempo para que los primeros rayos del sol dieran en mi cuerpo, allí en lo alto del cerro.
Me indicó quedarme quieto, de pie, con la pierna derecha al frente, como si estuviera caminando, y no mirar directamente el horizonte, sino mirarlo sin enfocar.
Las piernas se me pusieron muy tiesas y las pantorrillas me dolían. Era una postura torturante y los músculos de mis piernas estaban demasiado adoloridos para sostenerme. Soporté lo más que pude. Me hallaba a punto de caer. Las piernas me temblaban fuera de control cuando don Juan puso fin al asunto. Me ayudó a sentarme.
El banco de nubes no se había movido y no habíamos visto el sol despuntar en el horizonte.
El único comentario de don Juan fue:
—Ni modo.
No quise preguntar de inmediato cuáles eran las verdaderas implicaciones de mi fracaso, pero conociendo a don Juan sabía con certeza que él debía seguir el dictado de sus señales. Y esa mañana no había habido señal. Se disipó el dolor de mis pantorrillas y sentí una oleada de bienestar. Me puse a trotar para soltar mis músculos. En voz muy suave, don Juan me dijo que corriera a un cerro adyacente y cortara algunas hojas de un arbusto específico para frotarme las piernas y aliviar el dolor muscular.
Desde donde me hallaba, pude ver claramente un gran arbusto, verde vivo. Las hojas parecían muy húmedas. Las había usado antes. Nunca sentí que me hubiesen ayudado, pero don Juan siempre afirmaba que el efecto de las plantas verdaderamente amistosas era tan sutil que casi no se notaba, pero que siempre producían los resultados debidos.
Corriendo, bajé el cerro y subí el otro. Al llegar a la cima me di cuenta de que el esfuerzo casi había sido demasiado para mí. Tuve dificultades para recuperar el aliento, y mi estómago se revolvía. Me acuclillé y luego me agazapé un momento hasta sentirme relajado. Luego me incorporé y estiré la mano para cortar las hojas indicadas. Pero no hallé el arbusto. Miré en torno. Estaba seguro de hallarme en el sitio correcto, pero en esa zona del cerro no había nada que se pareciera ni remotamente a esa planta particular. Sin embargo, ése tenía que ser el sitio donde la vi. Cualquier otro quedaría fuera del campo de quienquiera que mirase desde el lugar donde don Juan estaba parado.
Abandoné la búsqueda y volví al otro cerro. Don Juan sonrió con benevolencia cuando expliqué mi equivocación.
—¿Por qué dices que fue una equivocación? —preguntó.
—Por lo visto el arbusto no está allí —dije.
—Pero tú lo viste, ¿o no?
—Creí verlo.
—¿Qué ves ahora en su lugar?
—Nada.
No había absolutamente ninguna vegetación en el lugar donde antes me pareció ver la planta. Intenté atribuir lo que había visto a una distorsión visual, una especie de espejismo. Yo me hallaba realmente exhausto, y a causa de ello pude fácilmente creer que veía algo que esperaba ver allí, pero que no estaba.
Don Juan chasqueó suavemente la lengua y se me quedó viendo un breve instante.
—Yo no veo ninguna equivocación —dijo—. La planta está allí arriba de ese cerro.
Fue mi turno de reír. Escudriñé cuidadosamente toda el área. No había plantas de ésas a la vista y lo que yo había experimentado era, hasta donde mi conocimiento llegaba, una alucinación.
Con mucha calma, don Juan empezó a bajar la ladera y me hizo seña de seguirlo. Subimos juntos al otro cerro y nos paramos en el mero sitio donde creí ver el arbusto.
Chasquee la lengua con la absoluta certeza de estar en lo cierto. Don Juan me imitó.