Viaje a Ixtlán (15 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Yo tenía la vista fija en él. Don Juan me miraba con el rabo del ojo. En su rostro había una expresión decidida, resuelta. Todo su ser se hallaba alerta, y yo lo contemplaba maravillado. Jamás me había visto en una situación que requiriese una concentración tan extraña.

De pronto, su cuerpo se estremeció como rociado por un súbito chubasco de agua fría. Experimentó otra sacudida y luego echó a andar como si nada hubiera pasado.

Lo seguí. Flanqueamos el cerro pelado, por el cos­tado oriental, hasta hallarnos en su parte media; allí se detuvo, volviéndose a encarar el oeste.

Desde donde estábamos, la cima del cerro no era tan redonda y lisa como había parecido a distancia. Había una cueva, o un hoyo, cerca de la cumbre. Fijé allí la vista porque don Juan hacía lo mismo. Otra fuerte racha de viento hizo trepar un escalofrío por mi espina dorsal. Don Juan volteó hacia el sur y escudriñó el área con los ojos.

—¡Allí! —dijo en un susurro y señaló un objeto en el suelo.

Esforcé los ojos por ver. Había algo en el suelo, a unos seis metros de distancia. Era café claro y se estremeció mientras lo miraba. Enfoqué allí toda mi atención. El objeto era casi redondo y parecía acurru­cado; de hecho, se veía como un perro hecho bola.

—¿Qué es? susurré a don Juan.

—No sé —respondió, también susurrando, mientras observaba el objeto—. ¿Qué te parece a ti?

Le dije que parecía ser un perro.

—Demasiado grande para perro —aseveró él.

Di unos pasos hacia el objeto, pero don Juan me detuvo con gentileza. Lo examiné de nuevo. Era de­finitivamente algún animal dormido o muerto. Casi podía verle la cabeza; sus orejas sobresalían como las de un lobo. Para entonces, me hallaba seguro de que era un animal acurrucado. Pensé que podía ser un ternero café. Se lo dije a don Juan, en susurro. Él respondió que era demasiado compacto para ternero, y además tenía las orejas picudas.

El animal volvió a estremecerse y entonces noté que estaba vivo. Pude ver que respiraba; sin embargo, no parecía respirar rítmicamente. Los alientos que tornaba eran más bien como temblores irregulares. En ese momento me di cuenta de algo.

—Es un animal que se está muriendo —susurré a don Juan.

—Tienes razón —respondió susurrando—. ¿Pero qué clase de animal?

Yo no podía distinguir sus rasgos específicos. Don Juan dio dos pasos cautos en su dirección. Lo seguí. Ya estaba entonces muy oscuro, y tuvimos que dar otros dos pasos para mantener el animal a la vista.

—Cuidado —me susurró don Juan al oído—. Si es un animal moribundo, puede saltarnos encima con sus últimas fuerzas.

El animal, fuera lo que fuese, parecía estar al borde de la muerte; su respiración era irregular, su cuerpo se estremecía espasmódicamente, pero no cambiaba de postura. En determinado momento, sin embargo, un espasmo tremendo lo elevó por encima del suelo. Oí un chillido inhumano y el animal estiró las patas: sus garras eran más que aterradoras, eran repugnan­tes. El animal cayó de lado después de estirar las patas y luego rodó sobre el lomo.

Oí un gruñido formidable y la voz de don Juan que gritaba:

—¡Corre! ¡Corre!

Y eso fue exactamente lo que hice. Corrí hacia la cúspide del cerro con increíble rapidez y agilidad. A medio camino me volví y vi a don Juan parado en el mismo sitio. Me hizo seña de bajar. Descendí co­rriendo la ladera.

—¿Qué pasó? —pregunté, sin aliento.

—Creo que el animal está muerto —dijo.

Avanzamos cautelosamente hacia el animal. Estaba tendido de espaldas. Al acercarme, casi grité de susto. Me di cuenta de que todavía no se hallaba muerto por completo. Su cuerpo temblaba aún. Las patas, estiradas hacia arriba, se sacudían frenéticamente. El animal estaba sin duda en sus últimas boqueadas.

Caminé delante de don Juan. Una nueva sacudida movió el cuerpo del animal y pude ver su cabeza. Me volví hacia don Juan, horrorizado. A juzgar por su cuerpo, el animal era a las claras un mamífero; sin embargo, tenía pico de ave.

Lo miré fijamente, presa de un horror total y absoluto. Mi mente rehusaba creerlo. Me hallaba atontado. Ni siquiera podía articular una palabra. Nunca en toda mi existencia había visto nada de tal naturaleza. Algo inconcebible se hallaba ahí frente a mis propios ojos. Quería que don Juan me expli­cara ese animal increíble, pero sólo pude mascullar incoherencias. Don Juan me miraba. Yo lo miré y miré al animal, y entonces algo dentro de mí arregló el mundo y supe de inmediato qué cosa era el ani­mal. Fui hasta él y lo recogí. Era una rama grande de arbusto. Se había quemado, y posiblemente el viento arrastró basura chamuscada que se atoró en la rama seca dándole la apariencia redonda y abultada de un animal grande. La basura quemada la hacía ver­se café claro en contraste con la vegetación verde.

Reí de mi estupidez y, excitado, expliqué a don Juan que el viento, al soplar a través de la rama, la había hecho parecer un animal vivo. Pensé que le complacería la forma en que resolví el misterio, pero él dio la media vuelta y empezó a subir al cerró. Lo seguí. Agachándose, entró en la depresión que pare­cía cueva. No era un hoyo, sino una muesca poco profunda en la piedra arenosa.

Don Juan tomó algunas varitas y las usó para ba­rrer la tierra acumulada en el fondo de la depresión.

—Hay que quitar las garrapatas —dijo.

Me hizo seña de tomar asiento y dijo que me pu­siera cómodo porque íbamos a pasar allí la noche.

Empecé a hablar de la rama, pero él me hizo callar.

—Lo que has hecho no es ningún triunfo —dijo—. Desperdiciaste un poder hermoso, un poder que in­fundió vida en aquella rama seca.

Dijo que el triunfo verdadero habría sido dejarme ir en pos del poder hasta que el mundo hubiera ce­sado de existir. No parecía disgustado conmigo ni desilusionado con mi desempeño. Declaró repetidas veces que éste era sólo el principio, que manejar po­der llevaba tiempo. Palmeándome el hombro, dijo en son de broma que ese mismo día, unas horas antes, yo era la persona que conocía qué era real y qué no.

Me sentí apenado. Empecé a pedir disculpas por mi tendencia a estar siempre tan seguro de mis supuestos.

—No importa —dijo él—. Esa rama era un animal verdadero y estaba viva en el momento en que el po­der la tocó. Siendo el poder lo que le daba vida, la movida era, como en el
soñar
, prolongar su visión. ¿Ves a qué me refiero?

Quise preguntar otra cosa, pero me calló y dijo que yo debía permanecer en completo silencio, pero despierto, toda la noche, y que él iba a hablar un rato.

Dijo que, como el espíritu conocía su voz, podía aplacarse al oírla y dejarnos en paz. Explicó que la idea de hacerse accesible al poder tenía graves impli­caciones. El poder era una fuerza devastadora que fá­cilmente podía conducir a la muerte, y había que tratarlo con enorme cuidado. Había que ponerse sis­temáticamente al alcance del poder, pero siempre con gran cautela.

Se procedía poniendo en evidencia la presencia propia a través de un despliegue contenido de pala­bras en voz alta o cualquier otro tipo de actividad ruidosa, y luego era obligatorio observar un silencio prolongado y total. Un estallido controlado y una quietud controlada eran la marca de un guerrero. Dijo que, propiamente, yo debía haber sostenido un rato más la visión del monstruo vivo. En forma do­minada, sin perder la razón ni trastornarme de exci­tación o miedo, debí haber pugnado por «parar el mundo». Don Juan señaló que, después de mi carrera cerro arriba, me hallaba en un estado perfecto para «parar el mundo». En tal estado se combinaban el temor, la impotencia, el poder y la muerte; dijo que sería bastante difícil repetir un estado así.

—¿Qué quiere usted decir con «parar el mundo»? —le susurré al oído.

Me lanzó una mirada feroz antes de responder que era una técnica practicada por quienes cazaban poder, una técnica por virtud de la cual el mundo, tal como lo conocemos, se derrumbaba.

XI. EL ÁNIMO DE UN GUERRERO

LLEGUÉ a la casa de don Juan el jueves 31 de agosto de 1961 y él, sin darme siquiera tiempo de saludar, metió la cabeza por la ventanilla de mi coche, me son­rió y dijo:

Tienes que manejar un trecho muy largo, a un sitio de poder, y ya casi es mediodía.

Abrió la puerta del coche, se sentó junto a mí en el asiento delantero y me indicó marchar hacia el sur durante unos ciento veinte kilómetros; luego to­mamos hacia el este por un camino de tierra y lo seguimos hasta llegar a las faldas de las montañas. Estacioné el coche a un lado del camino, en una hon­donada que don Juan eligió porque era lo bastante profunda para ocultar el vehículo a la vista. Desde allí fuimos directamente a la cima de los cerros bajos, cruzando un llano vasto y desolado.

Cuando se hizo de noche, don Juan escogió un si­tio para dormir. Exigió silencio completo.

A la mañana siguiente comimos frugalmente y con­tinuamos nuestro viaje más o menos hacia el este. La vegetación ya no constaba de matorrales desérticos, sino de densos arbustos y árboles verdes, de montaña.

Al mediar la tarde trepamos a la cima de un gi­gantesco risco de roca conglomerada, como un muro. Don Juan tomó asiento y me hizo seña de imitarlo.

—Éste es un sitio de poder —dijo tras una pausa momentánea—. Éste es el sitio donde los guerreros se enterraban hace mucho tiempo.

En aquel instante un cuervo voló sobre nuestras cabezas, graznando. Don Juan siguió su vuelo con una mirada fija.

Examiné la roca, y me preguntaba cómo y dónde habrían enterrado a los guerreros cuando don Juan me tocó el hombro.

—Aquí no, idiota —dijo sonriendo—. Allá abajo.

Señaló el campo a nuestros pies, al fondo del risco, hacia el este; explicó que dicho campo estaba rodeado por un corral natural de peñascos. Desde donde me hallaba, vi un área que tendría como cien metros de diámetro y parecía un circulo perfecto. Arbustos es­pesos cubrían su superficie, camuflando los peñascos. Yo no habría notado su redondez perfecta si don Juan no me la hubiera señalado.

Dijo que había montones de sitios así esparcidos en el viejo mundo de los indios. No eran exactamente sitios de poder, como ciertos cerros o formaciones de tierra que eran morada de espíritus, sino más bien sitios de instrucción donde uno podía recibir leccio­nes, resolver dilemas.

Todo lo que tienes que hacer es venir aquí —di­jo—. O pasar la noche en esta roca para poner en orden tus sentimientos.

—¿Vamos a pasar la noche aquí?

—Eso pensaba yo, pero un cuervito acaba de decir­me que no lo hagamos.

Traté de averiguar más sobre el cuervo, pero él me silenció con un ademán impaciente.

—Mira ese círculo de peñascos —dijo—. Grábatelo en la memoria y luego, algún día, un cuervo te lle­vará a otro de estos sitios. Mientras más perfecta sea su redondez, mayor es su poder.

—¿Todavía están sepultados aquí los huesos de los guerreros?

Don Juan hizo un cómico gesto de desconcierto y luego sonrió ampliamente.

—Éste no es un cementerio —dijo—. Nadie está sepultado aquí. Dije que en otro tiempo los guerreros se enterraban aquí. Quise decir que venían a ente­rrarse una noche, o dos días, o el tiempo que nece­sitaran. No decía que aquí estuvieran enterrados hue­sos de muertos. No me interesan los cementerios. No hay poder en ellos. En los huesos de un guerrero sí hay poder, pero nunca están en cementerios. Y en los huesos de un hombre de conocimiento todavía hay más poder, pero sería prácticamente imposible en­contrarlos.

—¿Quién es un hombre de conocimiento, don Juan?

—Cualquier guerrero podría llegar a ser hombre de conocimiento. Como ya te dije, un guerrero es un cazador impecable que caza poder. Si logra cazar, puede ser un hombre de conocimiento.

—¿Qué es lo que usted…?

Detuvo mi pregunta con un ademán. Se puso en pie, me hizo seña de seguirlo y empezó a descender por la empinada ladera oriental del risco. Había una vereda definida en la superficie casi perpendicular, y llevaba al área redonda.

Descendimos lentamente por el peligroso sendero, y al llegar a tierra don Juan, sin detenerse para nada, me guió por el denso chaparral hasta el centro del círculo. Allí utilizó unas gruesas ramas secas para barrer un sitio donde sentarnos. El sitio era también perfectamente redondo.

—Tenía la intención de enterrarte aquí toda la noche —dijo—. Pero ahora sé que todavía no te da. No tienes poder. Nada más voy a enterrarte un ratito.

Me puse muy nervioso con la idea de verme sepul­tado y le pregunté cómo planeaba enterrarme. Rió como un niño travieso y empezó a juntar ramas secas. No me dejó ayudarlo; dijo que me sentara y aguar­dase.

Echó las ramas que juntaba dentro del círculo des­pejado. Luego me hizo acostarme con la cabeza hacia el este, puso mi saco bajo mi cabeza e hizo una jaula en torno a mi cuerpo. La construyó clavando en la tierra suave trozos de ramas, de unos 75 centí­metros de largo; las ramas, terminadas en horquetas, sirvieron de soportes para unos palos largos que die­ron a la jaula un marco y la apariencia de un ataúd abierto. Cerró esa especie de caja colocando ramas pequeñas y hojas sobre las varas largas, encajonán­dome de los hombros para abajo. Dejó mi cabeza fuera, con el saco como almohada.

Luego tomó un trozo grueso de madera seca y, usándolo como coa, aflojó la tierra en torno de mí y cubrió con ella la jaula.

El marco era tan sólido y las hojas estaban tan bien puestas que no entró tierra. Yo podía mover libremente las piernas y, de hecho, entrar y salir, des­lizándome.

Don Juan dijo que por lo común el guerrero cons­truía la jaula y luego se metía en ella y la sellaba desde adentro.

—¿Y los animales? —pregunté—. ¿Pueden rascar la tierra de encima y colarse en la jaula y hacer daño al hombre?

—No, ésa no es preocupación para un guerrero. Es preocupación para ti porque tú no tienes poder. Un guerrero, en cambio, está guiado por su empeño in­flexible y puede alejar cualquier cosa. Ninguna rata, ni serpiente, ni puma podría molestarlo.

—¿Para qué se entierran, don Juan?

—Para recibir instrucción y para ganar poder.

Experimenté un sentimiento extremadamente agra­dable de paz y satisfacción; el mundo en aquel mo­mento parecía en calma. La quietud era exquisita y al mismo tiempo enervante. No me hallaba acostum­brado a ese tipo de silencio. Traté de hablar, pero don Juan me calló. Tras un rato, la tranquilidad del sitio afectó mi estado de ánimo. Me puse a pensar en mi vida y en mi historia personal y experimenté una familiar sensación de tristeza y remordimiento. Dije a don Juan que yo no merecía estar allí, que su mun­do era fuerte y bello y yo era débil, y que mi espíritu había sido deformado por las circunstancias de mi vida.

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