Él rió y amenazó con cubrirme la cabeza con tierra si seguía hablando en esa vena. Dijo que yo era un hombre. Y como cualquier hombre, merecía todo lo que era la suerte de los hombres: alegría, dolor, tristeza y lucha, y la naturaleza de nuestros actos carecía de importancia siempre y cuando actuáramos como guerreros.
Bajando la voz casi hasta un susurro, dijo que, si en verdad sentía yo que mi espíritu estaba deformado, simplemente debía componerlo —purificarlo, hacerlo perfecto— porque en toda nuestra vida no había otra tarea más digna de emprenderse. No arreglar el espíritu era buscar la muerte, y eso era igual que no buscar nada, pues la muerte nos iba a alcanzar de cualquier manera.
Hizo una larga pausa y luego dijo, con un tono de profunda convicción:
—Buscar la perfección del espíritu del guerrero es la única tarea digna de nuestra hombría.
Sus palabras actuaron como un catalizador. Sentí el peso de mis acciones pasadas como una carga insoportable y estorbosa. Admití que no había esperanza para mí. Empecé a llorar, hablando de mi vida. Dije que llevaba tanto tiempo de andar errante que me había encallecido al dolor y a la tristeza, excepto en ciertas ocasiones en las que me daba cuenta de mi soledad y de mi impotencia.
Don Juan no dijo nada. Me tomó por los sobacos y me sacó a rastras de la jaula. Me senté al verme libre. Él también tomó asiento. Un silencio incómodo se ahondó entre nosotros. Pensé que me estaba dando tiempo de recobrar la compostura. Tomé mi cuaderno y, por nerviosismo, me puse a garabatear.
—Te sientes como una hoja a merced del viento, ¿no? —dijo al fin, mirándome.
Así me sentía exactamente. Don Juan parecía compenetrado de mis sentimientos. Dijo que mi estado de ánimo le recordaba una canción y empezó a cantarla en tono bajo; su voz cantante era muy agradable y la letra me arrebató: «Qué lejos estoy del suelo donde he nacido. Inmensa nostalgia invade mi pensamiento. Al verme tan solo y triste cual hoja al viento, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento».
Callamos largo rato. Finalmente, él rompió el silencio.
—Desde el día en que naciste, de una forma u otra, alguien te ha estado haciendo algo —dijo.
—Eso es correcto —dije.
—Y te han estado haciendo algo en contra de tu voluntad.
—Cierto.
—Y ahora estás desamparado, cual hoja al viento.
—Correcto. Así es.
Dije que las circunstancias de mi vida habían sido, a veces, devastadoras. Él escuchó con atención, pero no pude saber si sólo lo hacía por amabilidad, o si estaba genuinamente preocupado, hasta que lo sorprendí tratando de esconder una sonrisa.
—Por mucho que te guste compadecerte a ti mismo, tienes que cambiar eso —dijo con voz suave—. No encaja con la vida de un guerrero.
Rió y cantó nuevamente la canción, pero contorsionando la entonación de ciertas palabras; el resultado fue un lamento risible. Señaló que el motivo de que me gustara la canción era que en mi propia vida yo no había hecho sino lamentarme y hallar defectos en todo. No pude discutir con él. Estaba en lo cierto. Sin embargo, yo creía tener motivos suficientes para justificar mi sentimiento de ser como una hoja al viento.
—Lo más difícil en este mundo es adoptar el ánimo de un guerrero —dijo él—. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, creyendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero.
—Tú estás aquí, conmigo, porque quieres estar aquí. Ya deberías haber asumido la responsabilidad completa, y la idea de que estás a merced del viento debería ser inadmisible.
Se puso de pie y empezó a desarmar la jaula. Volvió a poner la tierra en donde la había tomado, y cuidadosamente esparció las ramas en el chaparral. Luego cubrió con desechos el círculo limpio, dejando el área como si nada la hubiese tocado jamás.
Comenté su eficacia. Dijo que un buen cazador sabría que habíamos estado allí por más cuidado que él tuviese, porque las huellas de los hombres no pueden borrarse por entero.
Tomó asiento con las piernas cruzadas y me indicó sentarme lo más cómodo posible, dando la cara al sitio donde me había enterrado, y quedarme quieto hasta que mi ánimo de tristeza se hubiera disipado.
—Un guerrero se entierra para hallar poder, no para llorar de pena —dijo.
Intenté explicar, pero él me detuvo con un movimiento impaciente de cabeza. Dijo que había tenido que sacarme aprisa de la jaula porque mi ánimo era intolerable y él temió que el sitio resintiese mi debilidad y me hiciera daño.
La pena no encaja con el poder —dijo—. El ánimo de un guerrero implica que el guerrero se controla y al mismo tiempo se abandona.
—¿Cómo puede ser? —pregunté—. ¿Cómo se puede dominar y abandonar al mismo tiempo?
—Es una técnica difícil —dijo.
Pareció cavilar si debería seguir hablando o no. Dos veces estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo y sonrió.
—Todavía no te sobrepones a tu tristeza —dijo—. Todavía te sientes débil y no tiene caso hablar ahora del ánimo de un guerrero.
Casi una hora transcurrió en completo silencio. Luego, don Juan me preguntó de buenas a primeras si había yo logrado aprender las técnicas de «soñar» que él me enseñó. Yo había practicado asiduamente y, tras un esfuerzo monumental, pude obtener cierto grado de control sobre mis sueños. Don Juan tenía mucha razón al decir que los ejercicios podían tomarse como diversión. Por primera vez en mi vida, esperaba yo con ansia la hora de dormir.
Le di un detallado reporte de mi progreso.
Aprender a sostener la imagen de mis manos había sido relativamente fácil una vez que aprendía darme la orden de mirarlas. Mis visiones, aunque no siempre eran de mis propias manos, duraban un tiempo aparentemente largo, hasta que terminaba por perder el control y sumergirme en sueños comunes, imprevisibles. Yo carecía de toda volición con respecto al momento en que me daba la orden de mirar mis manos, o de mirar otros elementos del sueño. Simplemente sucedía. En determinado instante recordaba que debía mirarme las manos y después ver el entorno. Sin embargo, había noches en las que no tenía memoria de haberlo hecho.
Don Juan pareció satisfecho y quiso saber cuáles eran los elementos habituales que yo había estado hallando en mis visiones. No se me ocurrió alguno en particular, y empecé a elaborar sobre un sueño pesadillesco que había tenido la noche anterior.
—Uy, ya te estás haciendo el loco —dijo con sequedad.
Le dije que estaba anotando todos los detalles de mis sueños. Desde que había empezado la práctica de mirarme las manos, mis sueños habían adquirido mucha intensidad y mi capacidad de evocarlos había aumentado hasta el punto de que me era posible recordar detalles minúsculos. Él dijo que fijarse en eso era una pérdida de tiempo, porque los detalles y la vividez no tenían ninguna importancia.
—Los sueños comunes se vuelven muy vívidos apenas empiezas a
arreglar los sueños
—dijo—. Esa vividez y claridad es una barrera formidable, y tú estás peor que cualquiera que yo haya conocido en mi vida. Tienes la peor manía. Escribes todo lo que puedes.
Con toda justeza, yo creía estar haciendo lo adecuado. Llevar un recuento meticuloso de mis sueños me daba cierto grado de claridad con respecto a la naturaleza de las visiones que tenía estando dormido.
—¡Déjalo! —dijo él, imperioso—. No sirve de nada. Lo único que estás haciendo es distraerte del propósito del
soñar
, que es el control y el poder.
Se acostó y se cubrió los ojos con el sombrero y habló sin mirarme.
—Voy a recordarte todas las técnicas que debes practicar —dijo—. Primero enfocas la mirada en tus manos, como punto de partida. Luego pasas la mirada a otras cosas y les echas vistazos cortos. Enfoca la mirada en tantas cosas como puedas. Recuerda que si sólo miras un momento las imágenes no cambian. Luego regresa a tus manos.
—Cada vez que te miras las manos renuevas el poder necesario para soñar, conque al principio no mires demasiadas cosas. Cuatro cada vez serán suficientes. Más adelante, podrás irlas aumentando hasta que cubras todas las que quieras, pero apenas las imágenes empiecen a cambiar y sientas que estás perdiendo el dominio, regresa a tus manos.
—Cuando te sientas capaz de mirar las cosas indefinidamente, estarás listo para una nueva técnica. Te la voy a enseñar ahora, pero no espero que la utilices sino hasta que estés listo.
Estuvo callado unos quince minutos. Por fin se sentó y me miró.
—El siguiente paso para
arreglar los sueños
es aprender a viajar —dijo—. De la misma forma en que has aprendido a mirarte las manos, puedes moverte con la voluntad, ir a cualquier sitio. Primero tienes que determinar a dónde quieres ir. Escoge un lugar bien conocido —puede ser tu escuela, o un parque, o la casa de un amigo— y luego pon tu voluntad en ir allí.
—Esta técnica es muy difícil. Debes realizar dos tareas: debes trasladarte con la voluntad al sitio específico, y luego, cuando hayas dominado esa técnica, tienes que aprender a controlar el tiempo exacto de tu viaje.
Mientras anotaba sus palabras, sentía hallarme realmente chiflado. Estaba de hecho anotando aberraciones sin sentido, esforzándome al máximo por seguirlas. Experimenté una oleada de remordimiento y vergüenza.
—¿Qué me está usted haciendo, don Juan? —pregunté, sin querer decirlo realmente.
Pareció sorprendido. Me miró un instante y luego sonrió.
—Ya me has preguntado mil veces lo mismo. Yo no te estoy haciendo nada. Tú te estás poniendo al alcance del poder; lo estás cazando y yo nada más te guío.
Inclinó la cabeza hacia un lado y me examinó. Me tomó por la barbilla con una mano y por la nuca con la otra y luego movió mi cabeza hacia adelante y hacia atrás. Los músculos de mi cuello estaban muy tensos, y el movimiento redujo la tensión.
Don Juan alzó los ojos al cielo por un momento y pareció observar algo.
—Es hora de irse —dijo secamente y se puso en pie.
Caminamos más o menos hacia el oriente hasta llegar a un bosquecillo de árboles pequeños, en un valle entre dos enormes colinas. Eran casi las cinco de la tarde. Don Juan dijo, en tono casual, que tal vez tuviéramos que pasar la noche en ese lugar. Señaló los árboles y dijo que por ahí había agua.
Tensó el cuerpo y empezó a olfatear el aire como un animal. Pude ver los músculos de su estómago contraerse en espasmos cortos, muy rápidos, mientras él exhalaba e inhalaba por la nariz en veloz sucesión. Me instó a imitarlo y a descubrir por mí mismo dónde estaba el agua. Hice la prueba, con renuencia. Tras cinco o seis minutos de respirar aprisa me hallaba mareado, pero mi nariz se había despejado en forma extraordinaria y me era posible detectar el olor de sauces de río. Sin embargo, no podía decir dónde estaban.
Don Juan me indicó descansar unos minutos y luego me puso a olfatear de nuevo. La segunda ronda fue más intensa. Pude distinguir una bocanada de olor a sauce que llegaba de mi derecha. Nos encaminamos en esa dirección y hallamos, a cosa de medio kilómetro, un sitio pantanoso con agua estancada.
Rodeándolo, subimos a una meseta plana ligeramente más alta. Encima y en torno de la meseta el chaparral era muy denso.
—Este lugar está lleno de pumas y otros gatos de monte más chicos —dijo don Juan como si tal cosa.
Corrí a su lado y él soltó la risa.
—De plano, yo no vendría por aquí para nada —dijo—. Pero el cuervo señaló en esta dirección. Debe haber algo especial en este sitio.
—¿Tenemos realmente que estar aquí, don Juan?
—Sí. De lo contrario, evitaría yo este sitio.
Yo me había puesto extremadamente nervioso. Don Juan me dijo que escuchara sus palabras con toda atención.
—Lo único que puede hacerse en este sitio es cazar pumas —prosiguió—. Así que voy a enseñarte eso.
—Hay un modo especial de construir una trampa para las ratas de agua que viven cerca de los ojos de agua. Sirven de cebo. Los lados de la jaula están hechos de modo que se caen, y al caer dejan al descubierto púas muy filosas. Las púas no se ven cuando la trampa está puesta, y no afectan nada a menos que algo caiga sobre la jaula; en ese caso los lados se caen y las púas atraviesan lo que haya pegado en la trampa.
Yo no entendía, pero él trazó un diagrama en el suelo y me mostró que, si los soportes verticales de la jaula se colocaban en hoyos cóncavos hechos en el marco a guisa de pivotes, la jaula se desplomaría para un lado o el otro cuando algo empujara su parte superior.
Las púas eran aguzadas astillas puntiagudas de madera dura, que se colocaban en todo el contorno del marco y se aseguraban a él.
Don Juan dijo que, por lo común, se ponía una pesada carga de piedras sobre una red de varas conectada a la jaula y colgada encima de ella, a buena altura. Cuando el gato montés llegaba a la trampa cebada con las ratas de agua, generalmente intentaba romperla de un fuerte zarpazo; entonces las púas le atravesaban las patas y el animal, frenético, daba el salto, echándose encima una avalancha de piedras.
—A lo mejor algún día necesitas atrapar un gato montés —dijo don Juan—. Tienen poderes especiales. Son tremendos y muy listos, y la única manera de atraparlos es engañándolos con el dolor y con el aroma de los sauces de río.
Con rapidez asombrosa armó una trampa, y tras larga espera capturó tres roedores rechonchos, con aspecto de ardillas.
Me indicó cortar un puñado de mimbres de la orilla del pantano y frotar con ellos mi ropa. Él hizo lo mismo. Luego, con rapidez y habilidad, tejió con juncos dos sencillas redes portadoras, recogió del pantano un gran montón de lodo y plantas verdes, y lo llevó a la meseta, donde se ocultó.
Mientras tanto, los roedores habían empezado a chillar a todo volumen.
Don Juan habló desde su escondite para indicarme que usara la otra red, juntara una buena cantidad de plantas y lodo, y trepase a las ramas bajas de un árbol cercano a la jaula donde estaban los roedores.
Don Juan dijo que no quería hacer ningún daño al puma ni a las ratas de agua, de modo que iba a arrojarle lodo al león si éste se acercaba a la trampa.
Me dijo que estuviese alerta y golpeara al puma con mi bulto de lodo después de que él lo hubiera hecho, para asustarlo. Me recomendó mucho cuidado para no caer del árbol. Sus instrucciones finales fueron permanecer tan quieto que me confundiera con las ramas.