Luego agregó que los cuarzos eran armas usadas para brujería; que por lo general se lanzaban a matar, y que, tras penetrar el cuerpo del enemigo, regresaban a la mano del dueño como si nunca se hubieran ido.
Después habló sobre la búsqueda del espíritu que convertiría en armas los cuarzos comunes, y dijo que lo primero era hallar un sitio propicio para llamar al espíritu. Tal sitio debía estar en la cima de un cerro, y se localizaba moviendo la mano, con la palma vuelta hacia la tierra, hasta que cierto calor se detectaba en la palma de la mano. Había que encender fuego en ese sitio. Don Juan explicó que el aliado, atraído por las llamas, se manifestaba a través de una serie continuada de ruidos. La persona que buscaba aliado debía seguir la dirección de la cual venían los ruidos y, cuando el aliado se revelaba, luchar con él y derribarlo al suelo para domeñarlo. En ese punto, uno podía hacer que el aliado tocase los cuarzos parar infundirles poder.
Nos advirtió que había otras fuerzas sueltas en aquellas montañas de lava, fuerzas que no se parecían a los aliados; no producían ruido alguno, aparecían sólo como sombras fugaces y carecían por completo de poder.
Don Juan añadió que una pluma de vívidos colores, o unos cuarzos muy pulidos, atraían la atención del aliado, pero a la larga un objeto cualquiera sería igualmente efectivo, porque lo importante no era hallar los objetos sino hallar la fuerza que les infundiera poder.
—¿De qué les sirve tener cuarzos bellamente pulidos si jamás encuentran al espíritu dador de poder? —dijo—. En cambio, si no tienen los cuarzos, pero encuentran al espíritu, pueden ponerle cualquier cosa en el camino para que la toque. Pueden ponerle la verga si no hallan otra cosa.
Los jóvenes soltaron risitas. El más audaz, el que me habló primero, río con fuerza.
Noté que don Juan había cruzado las piernas y relajado su postura. También los jóvenes tenían las piernas cruzadas. Traté de adoptar desenfadadamente una posición más cómoda, pero mi rodilla izquierda parecía tener un nervio torcido o un músculo dolorido. Tuve que ponerme en pie y trotar marcando el paso unos cuantos minutos.
Don Juan hizo un comentario en broma. Dijo que yo había perdido la práctica de arrodillarme porque llevaba años sin ir a confesión, desde que empecé andar con él.
Eso produjo una gran conmoción entre los jóvenes. Rieron a borbotones. Algunos se taparon la cara lanzaron risitas nerviosas.
—Voy a enseñarles algo, muchachos —dijo don Juan, con despreocupación, cuando la risa de los jóvenes cesó.
Supuse que nos mostraría algunos objetos de poder sacados de su morral. Durante un segundo creí que los jóvenes iban a apeñuscarse en torno suyo, pues hicieron al unísono un movimiento súbito. Todos se inclinaron un poco hacia adelante, como para ponerse en pie, pero luego plegaron la pierna izquierda y recuperaron esa misteriosa posición que tanto me maltrataba las rodillas.
Con la mayor naturalidad posible, puse mi pierna izquierda bajo mi cuerpo. Descubrí que si no me sentaba sobre el pie izquierdo, es decir, si mantenía una postura medio arrodillada, las rodillas no me dolían tanto.
Don Juan se levantó y rodeó el gran peñasco hasta desaparecer de nuestra vista.
Sin duda alimentó el fuego antes de ponerse en pie, mientras yo plegaba la pierna, pues las nueva varas chisporrotearon al encender, y brotaron larga llamas. El efecto fue extremadamente dramático. Las llamas duplicaron su tamaño. De pronto, don Juan dejó el cubierto de peñasco y se paró donde había estado sentado. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan se había puesto un curioso sombrero negro. Tenía picos a los lados, junto a los oídos, y copa redonda. Se me ocurrió que era de hecho un sombrero de pirata. Don Juan llevaba también una larga casaca negra, de cola, abrochada con un solo botón metálico, brillante, y tenía una pierna de palo.
Reí para mis adentros. Don Juan se veía realmente ridículo en su traje de pirata. Empecé a preguntarme de dónde había sacado ese disfraz en pleno desierto. Asumí que debía haberlo tenido oculto detrás de la roca. Comenté para mí mismo que don Juan no necesitaba más que un parche sobre el ojo y un loro en el hombro para ser el perfecto estereotipo de un bucanero.
Don Juan miró a cada miembro del grupo, deslizando despacio los ojos de derecha a izquierda. Luego alzó la vista por encima de nosotros y escudriñó las tinieblas a nuestras espaldas; permaneció así un momento y luego rodeó el peñasco y desapareció.
No me fijé en cómo caminaba. Obviamente debía llevar la rodilla doblada para representar a un hombre con pata de palo; cuando dio la media vuelta para ir tras el peñasco debí haber visto su pierna doblada, pero me hallaba tan intrigado por sus actos que no presté atención a los detalles.
Las llamas perdieron fuerza en el momento mismo que don Juan rodeó el peñasco. Pensé que su sincronización era magistral; indudablemente calculó cuánto tiempo tardarían en arder las varas añadidas al fuego, y dispuso su aparición y su salida de acuerdo con ese cálculo.
El cambio en la intensidad del fuego fue muy dramático para el grupo; hubo un escarcen de nerviosismo entre los jóvenes. Conforme las llamas disminuían de tamaño, los cuatro recuperaron, al unísono, una postura de piernas cruzadas.
Yo esperaba que don Juan regresara de inmediato y volviera a tomar asiento, pero no lo hizo. Permaneció invisible. Aguardé con impaciencia. Los jóvenes tenían una expresión impasible en sus rostros.
No entendía cuál era el propósito del histrionismo de don Juan. Tras una larga espera, me volví al joven a mi derecha y le pregunté en voz baja si alguna de las prendas que don Juan se había puesto —el sombrero chistoso y la larga casaca de cola—, o el hecho de que se sustentara en una pierna de palo, tenían algún sentido para él.
El joven me miró con una expresión rara, vacía. Parecía confundido. Repetí mi pregunta, y el joven junto al primero me miró con atención para prestar oído.
Se miraron entre sí, al parecer presas de la confusión total. Dije que, a mis ojos, el sombrero y la pata y la casaca convertían a don Juan en un pirata.
Para entonces, los cuatro jóvenes se habían congregado a mi alrededor. Reían suavemente y el nerviosismo los agitaba. Parecían faltos de palabras. El de mayor audacia me habló, finalmente. Dijo que don Juan no llevaba sombrero, no tenía puesta una casaca larga, ni en modo alguno se apoyaba en una, pata de palo, sino que lucia un chal o una capucha negra sobre la cabeza y una túnica negro azabache, como de fraile, que llegaba hasta el suelo.
—¡No! —exclamó con suavidad otro joven—. No traía capucha.
—Es cierto —dijeron los otros.
El joven que habló primero me miró con una expresión de incredulidad completa.
Les dije que debíamos repasar lo ocurrido con mucho cuidado y mucha calma, y que yo tenía la seguridad de que don Juan quería que hiciéramos eso y por ello nos había dejado solos.
El joven a mi extrema derecha dijo que don Juan vestía harapos. Tenía un astroso poncho, o una prenda india similar, y un sombrero muy aporreado. Llevaba una canasta con cosas dentro, pero el joven no sabía con certeza qué cosas eran. Añadió que el atavío de don Juan no era realmente el de un pordiosero, sino más bien el de un hombre que volvía, cargado de objetos extraños, de un viaje interminable.
El joven que vio a don Juan con capucha negra dijo que el anciano no llevaba nada en las manos, pero que su pelo era largo y desordenado, como el de un salvaje que acabara de matar a un fraile y de ponerse su hábito, sin lograr con esto encubrir su salvajismo.
El joven a mi izquierda chasqueó suavemente la lengua y comentó lo extraño que era todo. Dijo que don Juan vestía como un hombre importante recién bajado de su caballo. Lucía chaparreras de cuero, grandes espuelas, un fuete que golpeaba continuamente contra la palma de su mano izquierda, un sombrero chihuahueño de copa cónica, y dos pistolas automáticas calibre 45. Dijo que don Juan era la imagen de un ranchero acomodado.
El joven a mi extrema izquierda rió con timidez y se abstuvo de revelar lo que había visto. Hice por animarlo, pero los demás no se mostraban interesados. El muchacho parecía ser demasiado tímido para hablar.
El fuego estaba a punto de extinguirse cuando don Juan salió de tras el peñasco.
—Más vale que dejemos a los jóvenes en sus labores —me dijo—. Diles adiós.
No los miró. Empezó a alejarse, despacio, para darme tiempo de despedirme.
Los jóvenes me abrazaron.
No había llamas en el fuego, pero las brasas daban suficiente resplandor. Don Juan era como una sombra oscura a unos metros de distancia, y los jóvenes formaban un círculo de siluetas estáticas claramente definidas. Semejaban una línea de estatuas negras como el azabache, colocadas contra un fondo de tinieblas.
Fue entonces cuando el evento total tuvo impacto sobre mí. Un escalofrío recorrió mis vértebras. Alcancé a don Juan. Él me dijo, en un tono de gran urgencia, que no me volviera a mirar a los jóvenes, porque en ese momento eran un círculo de sombras.
Mi estómago sintió una fuerza venida del exterior. Era como si una mano me aferrara. Grité involuntariamente. Don Juan susurró que en esos parajes había tanto poder que me sería muy fácil usar «la marcha de poder».
Trotamos durante horas. Me caí cinco veces. Don Juan contaba en voz alta cada vez que yo perdía el equilibrio. Luego se detuvo.
—Siéntate, acurrúcate contra las rocas, y cúbrete la barriga con las manos —me susurró al oído.
Domingo, abril 15, 1962
En la mañana, apenas hubo luz suficiente, echamos a andar. Don Juan me guió al sitio donde dejé mi coche. Yo tenía hambre, pero por lo demás me sentía descansado y lleno de vigor.
Comimos galletas y bebimos agua mineral embotellada que yo traía en el coche. Quise hacerle unas preguntas que me presionaban con violencia, pero él se llevó el índice a los labios.
A media tarde nos hallamos en el pueblo fronterizo donde él deseaba quedarse. Fuimos a comer a un restaurante. Estaba desierto; ocupamos una mesa junto a una ventana que miraba el ajetreo de la calle principal, y ordenamos nuestra comida.
Don Juan parecía tranquilo; en sus ojos brillaba un reflejo malicioso. Me sentí propiciado e inicié un bombardeo de preguntas. Más que nada, inquirí sobre su disfraz.
—Les enseñé un poquito mi
no-hacer
—dijo, y sus ojos parecían brasas.
—Pero ninguno vio el mismo disfraz —dije—. ¿Cómo le hizo usted?
—Muy sencillo —replicó—. Eran sólo disfraces, pues todo lo que hacemos es, en cierto sentido, un simple disfraz. Todo cuanto hacemos, como ya te dije, es asunto de
hacer
. Un hombre de conocimiento puede así engancharse con el
hacer
de todo el mundo y salir con cosas extrañas. Pero no son realmente ni tanto. Son extrañas sólo para quienes están atrapados en el
hacer
.
—Ni esos cuatro jóvenes ni tú aún se han dado cuenta del
no-hacer
por eso fue fácil engatusarlos a todos.
—¿Pero, cómo nos engañó usted?
—No tendría sentido para ti. No hay modo de que lo entiendas.
—Pruébeme, don Juan, por favor.
—Digamos que, cuando nacemos, traemos un anillito de poder. Casi desde el principio, empezamos a usar ese anillito. Así que cada uno de nosotros está enganchado desde el nacimiento, y nuestros anillos de poder están unidos con los anillos de todos los demás. En otras palabras, nuestros anillos de poder están enganchados al
hacer
del mundo para construir el mundo.
—Deme un ejemplo para que entienda —dije.
—Por ejemplo, nuestros anillos de poder, el tuyo y el mío, están enganchados ahora mismo en el
hacer
de este cuarto. Estamos construyendo este cuarto. Nuestros anillos de poder están tejiendo este cuarto en este preciso momento.
—Espere, espere —dije—. Este cuarto está aquí por sí mismo. Yo no lo estoy creando. No tengo nada que ver con él.
A don Juan no parecían importarle mis protestas y argumentos. Sostuvo con mucha calma que el aposento donde estábamos recibía su ser y su orden de la fuerza del anillo de poder de todos nosotros.
—Verás —continuó—, todos conocemos el hacer de los cuartos porque, en una forma o en otra, hemos pasado en cuartos gran parte de nuestra vida. Un hombre de conocimiento, en cambio, desarrolla otro anillo de poder. Yo lo llamaría el anillo de
no-hacer
, porque está enganchado a
no-hacer
. Así, con ese anillo, puede urdir otro mundo.
Una mesera joven trajo nuestra comida y pareció recelosa de nosotros. Don Juan me susurró que le pagara, para mostrarle que traía dinero suficiente.
—No me extraña que desconfíe de ti —dijo, y soltó una carcajada—. Te ves del carajo.
Pagué a la mujer y le di propina, y cuando nos dejó solos me quedé mirando a don Juan, tratando de hallar la forma de recobrar el hilo de nuestra conversación. Él acudió en mi ayuda.
—Tu dificultad es que todavía no desarrollas tu otro anillo de poder y tu cuerpo no sabe
no-hacer
—dijo.
No entendí lo que decía. Mi mente estaba trabada con una preocupación realmente prosaica… Todo lo que deseaba saber era si don Juan se había puesto o no un traje de pirata.
Don Juan no me respondió; echó a reír con estruendo. Le supliqué explicar.
—Pero si acabo de explicártelo —repuso.
—¿Es decir, que no se puso usted ningún disfraz? —pregunté.
—Todo lo que hice fue enganchar mi anillo de poder a tu propio
hacer
—dijo—. Tú mismo hiciste el resto, y así hicieron los demás.
—¡Eso es increíble! —exclamé.
—A todos nosotros nos han enseñado a estar de acuerdo en
hacer
—dijo suavemente—. No tienes idea del poder que ese acuerdo implica. Pero, por fortuna,
no-hacer
es igual de milagroso y poderoso.
Sentí una ondulación incontrolable en el estómago. Había un abismo insalvable entre mi experiencia de primera mano y la explicación. Mi último reducto fue, como siempre, un tinte de duda y desconfianza que creó la pregunta: «¿Qué tal si don Juan estaba de acuerdo con los muchachos y él mismo preparó todo?».
Cambié de tema y le pregunté por los cuatro aprendices.
—¿Me dijo usted que eran sombras? —pregunté.
—Cierto.
—¿Eran aliados?