La mímica de don Genaro era estupenda. Don Juan rió hasta quedarse sin aliento. Yo quería unirme al regocijo, pero me era imposible relajarme. Me sentía amenazado e incómodo, poseído por una angustia que no tenía precedentes en mi vida. Sentía arder por dentro y empecé a patear piedras y terminé recogiéndolas y aventándolas con una fuerza inconsciente e imprevisible. Era como si la ira estuviese realmente fuera de mí, y me hubiera envuelto de pronto. Luego el sentimiento de molestia me abandonó, tan repentinamente como me había invadido. Aspiré hondo y me sentí mejor.
No me atrevía a mirar a don Juan. Me apenaba mi demostración de ira, pero al mismo tiempo tenía ganas de reír. Don Juan se acercó y me dio unas palmadas en la espalda. Don Genaro puso el brazo en mi hombro.
—¡Ándale! —dijo don Genaro—. Que te dé un coraje. Pégate en la nariz y sácate sangre. Luego puedes agarrar una piedra y romperte los dientes. ¡Qué bien te vas a sentir! Y si eso no te basta, puedes poner los huevos en ese peñasco y hacerlos papilla con la misma piedra.
Don Juan soltó una risita. Les dije que me sentía avergonzado de mi comportamiento. No sabía qué cosa se me metió. Don Juan declaró hallarse seguro de que yo sabía exactamente lo que pasaba, pero fingía no saberlo y lo que me enojaba era el acto de fingir.
Don Genaro estaba insólitamente confortante; me palmeó la espalda repetidas veces.
—A todos nos pasa lo mismo —dijo don Juan.
—¿A qué se refiere usted, don Juan? —preguntó don Genaro imitando mi voz, parodiando mi hábito de hacer preguntas a don Juan.
Don Juan dijo cosas absurdas como: «Cuando el mundo está al revés nosotros estamos al derecho, pero cuando el mundo está al derecho nosotros estamos al revés. Bueno, pues cuando el mundo y nosotros estamos al derecho, creemos estar al revés…». Siguió y siguió diciendo incoherencias mientras don Genaro imitaba mi forma de tomar notas. Escribía en un cuaderno invisible, con los ojos muy abiertos y fijos en don Juan. Don Genaro había observado mis esfuerzos por escribir sin mirar el papel, para no alterar el flujo natural de la conversación. Su mímica era en verdad hilarante.
De pronto me sentí a mis anchas, feliz. La risa de los viejos era tranquilizante. Por un momento me dejé ir y solté una carcajada. Pero luego mi mente entró en un nuevo estado de aprensión, confusión y molestia. Pensé en la imposibilidad de aquello que estaba ocurriendo; era algo inconcebible según el orden lógico por el cual juzgo habitualmente el mundo frente a mí. Sin embargo yo, como perceptor, percibía que mi coche no estaba allí. Como siempre que don Juan me enfrentaba con fenómenos inexplicables, se me ocurrió la idea de que se me estaba engañando por medios ordinarios. Siempre, bajo tensión, mi mente repetía, en forma involuntaria y consistente, la misma elaboración. Me puse a calcular cuántos cómplices habrían necesitado don Juan y don Genaro para alzar mi coche y llevárselo. Me hallaba absolutamente seguro de haber cerrado con llave, compulsivamente, todas las puertas; el freno de mano estaba puesto, también la velocidad, y el volante tenía seguro. Para mover el coche, habrían tenido que alzarlo en vilo. Esa tarea requería una fuerza laboral que ninguno de ellos podría haber reunido. Otra posibilidad era que alguien, de acuerdo con ambos, hubiera forzado la portezuela y conectado el alambre de encendido para llevarse el auto. Esa acción implicaba un conocimiento especializado más allá de sus medios. La última explicación posible era que tal vez me estaban hipnotizando. Sus movimientos me resultaban tan nuevos y tan sospechosos que me puse a girar en racionalizaciones. Pensé que, si me hallaba hipnotizado, ocupaba un estado de conciencia alterada. En mi experiencia con don Juan había notado que, en tales estados, uno es incapaz de llevar cuenta coherente del paso del tiempo. En ese respecto, jamás había habido un orden perdurable en ninguno de los estados de realidad no ordinaria experimentados por mí, y mi conclusión fue que, manteniéndome alerta, llegaría un momento en el que perdería mi orden de tiempo secuencial. Como si, por ejemplo, estuviese mirando una montaña en determinado momento, y luego, en mi siguiente instante de conciencia, me hallase mirando un valle en la dirección opuesta, pero sin recordar haber dado la vuelta. Sentí que, de ocurrirme algo de tal naturaleza, tal vez me sería posible explicar lo que ocurría con mi coche como un caso de hipnosis. Decidí que lo único a hacer era observar cada detalle con minuciosidad extrema.
—¿Dónde está mi carro? —pregunté, dirigiéndome a ambos.
—¿Dónde está el carro, Genaro? —preguntó don Juan con una expresión totalmente seria.
Don Genaro empezó a voltear piedras para mirar debajo. Trabajó febrilmente en todo el espacio llano donde yo había estacionado el coche. No pasó por alto una sola piedra. A veces fingía enojarse y arrojaba la piedra al matorral.
Don Juan parecía disfrutar la escena a un grado inexpresable. Reía y chasqueaba la lengua y casi ignoraba mi presencia.
Don Genaro acababa de arrojar una piedra, en un arranque de frustración mentida, cuando llegó a un peñasco de buen tamaño, la única piedra grande y pesada en el área. Intentó volcarla, pero pesaba demasiado y se hallaba incrustada en el suelo. Pugnó y resopló hasta empezar a sudar. Luego se sentó en la roca y llamó a don Juan en su ayuda.
Don Juan me miró con una sonrisa resplandeciente y dijo:
—Anda, vamos a darle una mano a Genaro.
—¿Pero qué es lo que está haciendo? —pregunté.
—Está buscando tu carro —dijo don Juan con desenfado y naturalidad.
—¡Por Dios! ¿Cómo va a encontrarlo debajo de las piedras?
—Por Dios, ¿por qué no? —repuso don Genaro, y ambos se carcajearon.
No pudimos mover la roca. Don Juan sugirió que fuéramos a la casa a buscar un madero grueso que usar como palanca.
En el camino a la casa, les dije que sus actos eran absurdos y que eso que me hacían, fuera lo que fuese, no tenía caso.
Don Genaro me escudriñó.
—Genaro es un hombre muy cabal —dijo don Juan con expresión seria—. Es tan cabal y meticuloso como tú. Tú mismo dijiste que nunca dejas una sola piedra sin voltear. Él está haciendo lo mismo.
Don Genaro me palmeó el hombro y dijo que don Juan tenía toda la razón y que, de hecho, él quería ser como yo. Me miró con un brillo de locura y abrió las fosas nasales.
Don Juan chocó las manos y arrojó su sombrero al suelo.
Tras una larga búsqueda en torno a la casa, don Genaro encontró un tronco de árbol, largo y bastante grueso, parte de una viga. Lo cargó atravesado en los hombros e iniciamos el regreso al sitio donde había estado mi coche.
Cuando subíamos el cerrito y estábamos a punto de alcanzar un recodo del camino, desde donde se veía el espacio llano, tuve una ocurrencia súbita. Pensé que iba a hallar el coche antes que ellos, pero al mirar hacia abajo no había ningún coche al pie del cerro.
Don Juan y don Genaro deben haber comprendido lo que yo tenía en mente y corrieron en pos de mí, riendo con regocijo.
Apenas llegamos al pie del cerro, pusieron manos a la obra. Los observé unos momentos. Sus acciones eran incomprensibles. No fingían trabajar; se hallaban inmersos de lleno en la tarea de volcar un peñasco para ver si mi coche estaba debajo. Eso era demasiado para mí, y me uní a ellos. Resoplaban y gritaban y don Genaro aullaba como coyote. Estaban empapados de sudor. Noté lo fuerte que eran sus cuerpos, sobre todo el de don Juan. Junto a ellos, yo era un joven flácido.
No tardé en sudar también, copiosamente. Por fin logramos voltear el peñasco y don Genaro examinó la tierra bajo la roca con la paciencia y la minuciosidad más enloquecedoras.
—No. No está aquí —anunció.
La aseveración hizo a ambos tirarse en el suelo de risa.
Yo reí con nerviosismo. Don Juan parecía tener verdaderos espasmos de dolor; se cubrió el rostro y se acostó mientras su cuerpo se sacudía de risa.
—¿En qué dirección vamos ahora? —preguntó don Genaro tras un largo descanso.
Don Juan señaló con un movimiento de cabeza.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
—¡A buscar tu carro! —dijo don Juan, sin la menor sonrisa.
Volvieron a flanquearme cuando entramos en el matorral. Sólo habíamos cubierto unos cuantos metros cuando don Genaro hizo señas de que nos detuviéramos. Fue de puntillas hasta un arbusto redondo que se hallaba a unos pasos, se asomó a las ramas internas y dijo que el coche no estaba allí.
Seguimos caminando un rato y luego don Genaro nos inmovilizó con un ademán. Parado de puntas, arqueó la espalda y estiró los brazos por encima de la cabeza. Sus dedos, contraídos, semejaban una garra.
Desde mi posición, el cuerpo de don Genaro tenía la forma de una letra S. Conservó la postura un instante y luego se abalanzó de cabeza sobre una rama larga, con hojas secas. La levantó con cuidado y, después de examinarla, comentó de nuevo que el coche no estaba allí.
Conforme nos adentrábamos en el matorral, él buscaba detrás de los arbustos y trepaba pequeños árboles de paloverde para mirar entre el follaje, sólo para concluir que el coche tampoco estaba allí.
Mientras tanto, yo llevaba concienzudas cuentas de todo cuanto tocaba o veía. Mi visión secuencial y ordenada del mundo en torno, era tan continua como siempre. Toqué rocas, arbustos, árboles. Mirando primero con un ojo y después con el otro, cambié el enfoque de un primer plano a un plano general. Según todos los cálculos, me hallaba caminando por el chaparral como en veintenas de ocasiones anteriores durante mi vida cotidiana.
Luego, don Genaro se acostó bocabajo y nos pidió hacer lo mismo. Descansó la barbilla en las manos entrelazadas. Don Juan lo imitó. Ambos se quedaron mirando una serie de pequeñas protuberancias en el suelo, semejantes a cerros diminutos. De pronto, don Genaro hizo un amplio movimiento con la diestra y asió algo. Se puso en pie apresuradamente, y lo mismo don Juan. Don Genaro nos mostró la mano cerrada y nos hizo seña de ir a mirar. Luego, lentamente, empezó a abrir la mano. Cuando la tuvo extendida, un gran objeto negro salió volando. El movimiento fue tan súbito, y el objeto volador tan grande, que salté hacia atrás y estuve a punto de perder el equilibrio. Don Juan me apuntaló.
—No era el carro —se quejó don Genaro—. Era una pinche mosca. ¡Ni modo!
Ambos me escudriñaban. Se hallaban parados frente a mí y no me miraban directamente, sino con el rabo del ojo. Fue una mirada prolongada.
—Era una mosca, ¿verdad? —me preguntó don Genaro.
—Creo que sí —dije.
—No creas —me ordenó don Juan imperativamente—. ¿Qué viste?
—Vi algo del tamaño de un cuervo que salía volando de su mano —dije.
Mi descripción era congruente con mi percepción y nada tenía de chiste, pero ellos la recibieron como una de las frases más hilarantes pronunciadas aquel día. Ambos dieron saltos y rieron hasta atragantarse.
—Creo que Carlos ya tuvo suficiente —dijo don Juan. Su voz estaba ronca por la risa.
Don Genaro dijo que estaba a punto de encontrar mi coche, que sentía andar cada vez más caliente. Don Juan observó que estábamos en una zona agreste y que hallar allí el coche no era deseable. Don Genaro se quitó el sombrero y reacomodó la cinta con un trozo de cordel sacado de su morral; a continuación, ató su cinturón de lana a una borla amarilla pegada al ala.
—Estoy haciendo un papalote con mi sombrero —me dijo.
Lo observé y supe que bromeaba. Yo siempre me había considerado un experto en papalotes. De niño, solía hacer cometas de lo más complejo, y sabía que el ala del sombrero de paja era demasiado frágil para resistir el viento. Por otra parte, la copa era demasiado honda y el aire circularía dentro de ella, haciendo imposible el despegue.
—No crees que vuele, ¿verdad? —me preguntó don Juan.
—Sé que no volará —dije.
Don Genaro, sin preocuparse, terminó de añadir un largo cordel a su papalote-sombrero.
Hacía viento, y don Genaro corrió cuestabajo mientras don Juan sostenía el sombrero; luego don Genaro jaló el cordel y la maldita cosa echó a volar.
—¡Mira, mira el papalote! —gritó don Genaro.
Dio un par de tumbos, pero permaneció en el aire.
—No quites los ojos del papalote —dijo don Juan con firmeza.
Por un momento me sentí mareado. Mirando el papalote, tuve una viva memoria de otro tiempo; era como si yo mismo estuviese volando una cometa, como solía hacer cuando soplaba el viento en las colinas de mi pueblo.
Durante un breve instante, hundido en el recuerdo, perdí conciencia del paso del tiempo.
Oí que don Genaro gritaba algo y vi el sombrero dar de tumbos y luego caer al suelo, donde estaba mi coche. Todo ocurrió con tal velocidad que no tuve una percepción clara de lo ocurrido. Me sentí mareado y distraído. Mi mente se aferraba a una imagen muy confusa. O había yo visto que el sombrero de don Genaro se convertía en mi coche, o bien que el sombrero caía encima del coche. Quise creer lo último, que don Genaro había usado su sombrero para señalar mi coche. No que importara en realidad: una cosa era tan impresionante como la otra, pero así y todo mi mente se aferraba a ese detalle arbitrario con el fin de conservar su equilibrio original.
—No luches —oí decir a don Juan.
Sentí que algo en mi interior estaba a punto de emerger. Pensamientos e imágenes acudían en oleadas incontrolables, como si me estuviera quedando dormido. Miré, atónito, el coche. Se hallaba en un espacio llano rocoso, a unos treinta metros de distancia. Parecía como si alguien acabara de colocarlo allí. Corrí hacia él y empecé a examinarlo.
—¡Carajo! —exclamó don Juan—. No te quedes viéndolo. ¡
Para el mundo
!
Luego, como entre sueños, lo oí gritar:
—¡El sombrero de Genaro! ¡El sombrero de Genaro!
Los miré. Me miraban de frente. Sus ojos eran penetrantes. Sentí un dolor en el estómago. Tuve una jaqueca instantánea y me puse enfermo.
Don Juan y don Genaro me miraron con curiosidad. Estuve un rato sentado junto al coche y luego, en forma por completo automática, abrí la puerta para que don Genaro subiese en la parte trasera. Don Juan lo siguió y se sentó a su lado. Eso me pareció extraño, pues por lo común él siempre viajaba en el asiento delantero.
Manejé hacia la casa de don Juan. Una especie de bruma me envolvía. Yo no era yo mismo en absoluto. Tenía el estómago revuelto, y la sensación de náusea demolía toda mi sobriedad. Manejaba mecánicamente.