Miércoles, diciembre 12, 1962
Apenas llegué a la comunidad yaqui, el tendero mexicano me dijo que una compañía de Ciudad Obregón le había rentado un tocadiscos y veinte disco para la fiesta que iba a dar esa noche en honor de la Virgen de Guadalupe. Ya había contado a todos cómo hizo los arreglos necesarios a través de Julio, el agente viajero que llegaba a la población yaqui dos veces por mes para cobrar los abonos de la ropa barata que había logrado vender, a plazos, a algunos indios.
Julio trajo el tocadiscos temprano por la tarde, y lo conectó a la dínamo que producía electricidad para la tienda. Verificó el funcionamiento, subió el volumen al máximo, recordó al tendero que no tocara los botones, y empezó a acomodar los veinte discos.
—Sé cuántos rayones tiene cada uno —advirtió al tendero.
—Eso díselo a mi hija —respondió el otro.
—El responsable eres tú, no tu hija.
—De todos modos, ella es la que va a estar cambiando los discos.
Julio recalcó que a él no le importaba quién fuera a manejar el aparato, siempre y cuando el tendero pagara los discos dañados. El tendero se puso a discutir con Julio. El rostro de Julio enrojeció. De tiempo en tiempo se volvía hacia el nutrido grupo de yaquis congregado frente a la tienda y daba muestras de desesperanza o frustración moviendo las manos o contorsionando la cara en una mueca. Como último recurso, exigió un depósito en efectivo. Eso precipitó otra larga discusión acerca de qué cosa debía tomarse por un disco dañado. Julio declaró con autoridad que cualquier disco roto tenía que pagarse a precio de nuevo. El tendero se enojó más y empezó a quitar sus extensiones eléctricas. Parecía decidido a desconectar el tocadiscos y cancelar la fiesta. Aclaró a sus clientes, reunidos frente a la tienda, que había hecho lo posible por entrar en tratos con Julio. Durante un momento pareció que la fiesta fallaría antes de comenzar.
Blas, el viejo yaqui que me alojaba en su casa, hizo en voz alta comentarios despectivos acerca del triste estado de cosas entre los yaquis, que ni siquiera podían celebrar su festividad religiosa más reverenciada, el día de la Virgen de Guadalupe.
Quise intervenir y ofrecer mi ayuda, pero Blas lo impidió. Dijo que, si yo cubriera el depósito requerido, el tendero mismo haría pedazos los discos.
—Es peor que cualquiera —dijo—. Que pague él. Bien que nos chupa sangre. Déjalo que pague.
Tras una larga discusión en la que, extrañamente, todos los presentes estaban en favor de Julio, el tendero logró términos que satisficieron a ambas partes. No pagó el depósito en efectivo, pero acertó responsabilidad por los discos y el aparato.
La motocicleta de Julio dejó una estela de polvo cuando el viajante se dirigió a algunas de las casas más remotas de la localidad. Blas dijo que estaba tratando de agarrar a sus clientes antes de que ellos viniesen a la tienda y gastaran todo su dinero en tragos. Mientras hablaba, un grupo de indios salió de tras la tienda. Blas los miró y echó a reír, y lo mismo hicieron todos los demás.
Blas me dijo que esos indios eran clientes de Julio y habían estado escondidos detrás de la tienda, esperando que se fuera.
La fiesta comenzó temprano. La hija del tendero puso un disco en la tornamesa y bajó el brazo; hubo un estruendo chillante y un zumbido muy agudo; y luego se oyó un ensordecedor sonido de trompeta y algunas guitarras.
La fiesta consistía en tocar los discos a todo volumen. Había cuatro mexicanos jóvenes que bailaban con las dos hijas del tendero y con otras tres muchachas mexicanas. Los yaquis no bailaban; observaban con aparente deleite cada movimiento de los bailarines. Parecían divertirse nada más mirando y engullendo tequila barato.
Invité copas a todos los que conocía. Quería evitar cualquier resentimiento. Circulé entre los numerosos indios, haciéndoles plática y ofreciéndoles tragos. Mi patrón de conducta funcionó hasta que se dieron cuenta de que yo no bebía. Eso pareció molestar simultáneamente a todo el mundo. Era como si, colectivamente, hubieran descubierto que yo no encajaba allí. Los indios se pusieron muy hoscos y me dirigían miradas de reojo.
Los mexicanos, que se hallaban tan borrachos como los indios, advirtieron al mismo tiempo que yo no había bailado, y eso pareció ofenderlos a un grado incluso mayor. Se pusieron muy agresivos. Uno de ellos me agarró el brazo y me llevó más cerca del tocadiscos; otro me sirvió una taza entera de tequila y quiso que me la tomara de un trago para demostrar que era macho.
Traté de ganar tiempo y reí estúpidamente, como si disfrutara de toda esa situación. Dije que me gustaría bailar primero y beber después. Uno de los jóvenes gritó el título de una canción. La muchacha a cargo del aparato empezó a buscar en la pila de discos. Parecía algo achispada, aunque ninguna de las mujeres había bebido en público, y tuvo dificultades para encajar el disco en la espiga. Un joven dijo que el disco elegido no era un
twist
; ella revolvió la pila, tratando de hallar la música adecuada, y todo el mundo se cerró en torno a ella y me dejó. Eso me dio tiempo para correr detrás de la tienda, salir del área iluminada y quedar fuera de vista.
Parado a unos treinta metros de distancia, en la oscuridad de unos matorrales, traté de decidir qué hacía. Me hallaba cansado. Sentí que era tiempo de subir en mi coche y volver a casa. Eché a andar hacia la vivienda de Blas, donde estaba el coche. Calculé que, si manejaba despacio, nadie se daría cuenta de que me iba.
Al parecer, la gente a cargo de la música seguía buscando el disco —todo lo que yo podía oír era el zumbido agudo de la bocina—, pero luego surgió el estruendo de un
twist
. Reí, pensando que probablemente habían vuelto los ojos buscándome, sólo para descubrir mi desaparición.
Vi siluetas oscuras de personas que iban en dirección opuesta, hacia la tienda. Nos cruzamos y murmuraron: «Buenas noches». Los reconocí y les hablé. Les dije que la fiesta estaba buena.
Antes de llegar a un brusco recodo del camino, me encontré con otras dos personas; no las reconocí, pero las saludé de todos modos. El escándalo del tocadiscos era casi tan fuerte allí, en el camino, como frente a la tienda. Era una noche oscura, sin estrellas, pero el brillo de las luces de la tienda me permitía una percepción visual bastante buena del contorno. La casa de Blas quedaba muy cerca, y aceleré el paso. Noté entonces la figura oscura de una persona, sentada o tal vez acuclillada a mi izquierda, en el recodo. Pensé por un instante que podía ser uno de los asistentes a la fiesta, que se había ido antes que yo.
La persona parecía estar defecando al lado del camino. Eso resultaba extraño. La gente de la comunidad se adentraba en el matorral cuando quería hacer sus necesidades. Pensé que quien estaba frente a mí debía hallarse borracho.
Llegué al recodo y dije: «Buenas noches». La respuesta fue un aullido áspero, inhumano. Los vellos de mi cuerpo se erizaron. Por un segundo quedé paralizado. Luego eché a andar aprisa. Lancé un vistazo breve. Vi que la silueta oscura se había incorporado a medias; era una mujer. Se hallaba encorvada, inclinada hacia adelante; caminó unos metros en esa postura y luego saltó. Eché a correr, mientras la mujer saltaba como pájaro a mi lado, manteniéndose a la par. Cuando llegué a la casa de Blas, me estaba cortando el camino y casi nos tocábamos.
Salté una zanjita seca frente a la casa y entré, casi derribando la frágil puerta.
Blas ya se encontraba en la casa y mi historia no pareció preocuparlo.
—Te jugaron una buena —dijo, tranquilizándome—. A los indios les encanta chingar a los yoris.
La experiencia me había espantado tanto que al día siguiente fui a casa de don Juan en vez de volver a la mía como había planeado.
Don Juan regresó al atardecer. Sin darle tiempo a decir nada, barboté la historia completa, incluyendo el comentario de Blas. La cara de don Juan se ensombreció. Acaso fue sólo mi imaginación, pero pensé que estaba preocupado.
—No te fíes mucho de lo que Blas te dijo —aconsejó en tono serio—. No sabe nada de las luchas entre brujos.
—Debías haber sabido que era algo serio en el momento en que viste la sombra a tu izquierda. Pero no debiste correr.
—¿Y qué debería haber hecho? ¿Quedarme allí parado?
—Correcto. Cuando un guerrero se encuentra con su adversario, y el adversario no es un ser humano ordinario, tiene que plantarse. Eso es lo único que lo hace invulnerable.
—¿Qué dice usted, don Juan?
—Digo que has tenido tu tercer encuentro con el adversario que vale la pena. Te anda siguiendo, esperando que tengas un momento de debilidad. Esta vez casi te atrapa.
Sentí un brote de angustia y lo acusé de ponerme riesgos innecesarios. Me quejé de que estaba jugando conmigo un juego cruel.
—Sería cruel si esto le hubiera pasado a un hombre común y corriente —dijo—. Pero uno deja de ser común en el instante en que empieza a vivir cono guerrero. Además, no te busqué un adversario que vale la pena porque quiera jugar contigo, o fastidiarte, o enojarte. Un adversario digno podría servirte de acicate; bajo la influencia de una oponente como la Catalina, tal vez tengas que echar mano de todo cuanto te he enseñado. No te queda otra alternativa.
Guardamos silencio un rato. Sus palabras me habían provocado una tremenda aprensión.
Luego me pidió imitar lo mejor posible el grito que oí después de decir: «Buenas noches».
Intenté reproducir el sonido y lancé un aullido extraño que me asustó. A don Juan debe haberle parecido chistosa mi interpretación; rió casi incontrolablemente.
Después me hizo reconstruir la secuencia total: la distancia que corrí, la distancia a que la mujer estaba cuando la encontré y a qué distancia cuando llegué a la casa, y el sitio en que empezó a saltar.
—Ninguna india gorda podría brincar así —dijo después de sopesar todas aquellas variables—. Ni siquiera podría correr tanto.
Me hizo saltar. No pude cubrir más de un metro veinte en cada brinco, y si mi percepción era correcta, los saltos de la mujer habían sido cuando menos de tres metros.
—Bueno, has de saber que de ahora en adelante debes estar siempre alerta —dijo don Juan con gran urgencia—. Esa mujer va a tratar de tocarte el hombro izquierdo en un momento de descuido y debilidad.
—¿Qué debo hacer? —pregunté.
—No tiene caso quejarse —dijo él—. De ahora en adelante, lo que importa es la estrategia de tu vida.
Yo no podía concentrarme en lo que decía. Tomaba notas en forma automática. Tras un largo silencio me preguntó si tenía yo algún dolor en la nuca o detrás de las orejas. Repuse que no, y él me dijo que, si hubiera experimentado una sensación desagradable en cualquiera de esas dos partes, eso habría significado que la Catalina me había hecho daño aprovechando mi torpeza.
—Todo lo que hiciste anoche fue una torpeza —dijo—. En primer lugar, fuiste a la fiesta a matar tiempo, como si hubiera tiempo que matar. Eso te debilitó.
—¿Quiere usted decir que no debo ir a fiestas?
—No, no digo eso. Puedes ira donde se te antoje, pero si vas, debes aceptar la entera responsabilidad de ese acto. Un guerrero vive su vida estratégicamente. Sólo asiste a una fiesta o a una reunión así, en caso de que su estrategia lo pida. Eso significa, desde luego, que tiene dominio total y realiza todos los actos que considera necesarios.
Me miró con fijeza y sonrió; luego se cubrió la cara y rió suavemente.
—Estás en un buen aprieto —dijo—. Tu adversario te está pisando los talones y, por primera vez en tu vida, no puedes permitirte el lujo de actuar por las puras. Esta vez debes aprender un
hacer
totalmente distinto, el
hacer
de la estrategia. Considéralo así. En caso de que sobrevivas a los ataques de la Catalina, algún día tendrás que darle las gracias por haberte forzado a cambiar de
hacer
.
—¡Qué cosa tan terrible! —exclamé—. ¿Y si no sobrevivo?
—Un guerrero nunca se entrega a esos pensamientos —dijo—. Cuando tiene que actuar con sus semejantes, un guerrero sigue el
hacer
de la estrategia, y en ese
hacer
no hay victorias ni derrotas. En ese
hacer
sólo hay acciones.
Le pregunté qué implicaba el
hacer
de la estrategia.
—Implica que uno no está a merced de la gente —repuso—. En esa fiesta, por ejemplo, fuiste un payaso, no porque conviniera a tus propósitos el ser un payaso, sino porque te colocaste a merced de aquella gente. Nunca tuviste el menor dominio y por eso tuviste que salir huyendo.
—¿Qué debía haber hecho?
—No ir a la fiesta, o bien ir a fin de cumplir un acto especifico.
—Después de travesear con los yoris estabas débil, y la Catalina usó esa oportunidad. Se puso a esperarte en el camino.
—Pero tu cuerpo sabía que algo andaba fuera de lugar, y así y todo le hablaste. Eso estuvo muy mal. No debes dirigir una sola palabra a tu oponente durante esos encuentros. Luego le diste la espalda. Eso estuvo peor todavía. Luego corriste de ella, ¡y eso fue lo peor que podrías haber hecho! Parece que la vieja ésa es torpe. Una bruja de las buenas te habría agarrado allí mismo, en el instante en que volviste la espalda y echaste a correr.
—Por lo pronto, tu única defensa es plantarte y bailar tu danza.
—¿De qué danza habla usted? —pregunté.
Dijo que el «pataleo de conejo» que me había enseñado era el primer movimiento de la danza que un guerrero cultiva y acrecienta toda su vida, y luego ejecuta en su última parada sobre la tierra.
Tuve un momento de rara sobriedad y me vino una serie de pensamientos. En cierto nivel, estaba claro que lo ocurrido entre la Catalina y yo, la primera vez que la enfrenté, era real. La Catalina era real, y no podía descartarse la posibilidad de que verdaderamente me estuviera siguiendo. En otro nivel, yo no comprendía cómo estaba siguiéndome, y eso daba pábulo a la leve sospecha de que don Juan me estuviera engañando, y de que él mismo produjera de algún modo los extraños efectos de los que fui testigo.
Don Juan miró de pronto el cielo y me dijo que todavía había tiempo de ir a ver a la bruja. Me aseguró que corríamos muy poco peligro, porque sólo pasaríamos en el coche frente a su casa.
—Debes confirmar su forma —dijo don Juan—. Así ya no quedarán dudas en tu mente, en un sentido o en otro.