—No. Eran aprendices de un hombre que conozco.
—¿Por qué les dijo usted sombras?
—Porque en ese momento los había tocado el poder de
no-hacer
, y como no son tan estúpidos como tú, cambiaron a algo muy distinto de lo que tú conoces. Por ese motivo no quise que los miraras. Sólo te habría hecho mal.
No me quedaban preguntas. Tampoco tenía hambre. Don Juan comió de buena gana y parecía de un humor excelente. Pero yo me sentía deprimido. De pronto, una gran fatiga me saturó. Tomé conciencia de que el camino de don Juan era demasiado arduo para mí. Comenté que no llenaba los requisitos para convertirme en brujo.
—Quizá otro encuentro con Mescalito te ayude —dijo él.
Le aseguré que eso era lo que más lejos estaba de mi mente, y que ni siquiera tomaría en cuenta la posibilidad.
—Tienen que pasarte cosas muy drásticas para que permitas a tu cuerpo aprovechar lo que has aprendido —dijo.
Aventuré la opinión de que, no siendo indio, carecía de las cualidades básicas para vivir la insólita existencia de un brujo.
—Tal vez, si lograra desprenderme de todos mis compromisos, podría desenvolverme un poco mejor en su mundo —dije—. O si me fuera con usted al desierto, a vivir allí. Como están las cosas, el hecho de tener un pie en cada mundo me hace inútil en ambos.
Se me quedó mirando un rato.
—Éste es tu mundo —dijo, señalando la calle tumultuosa detrás de la ventana—. Eres hombre de ese mundo. Y allá afuera, en ese mundo, está tu campo de caza. No hay manera de escapar al
hacer
de nuestro mundo; por eso, lo que hace un guerrero es convertir su mundo en su campo de caza. Como cazador, el guerrero sabe que el mundo está hecho para usarse. De modo que lo usa hasta lo último. Un guerrero es como un pirata que no tiene escrúpulos en tomar y usar cualquier cosa que desee, sólo que el guerrero no se aflige ni se ofende cuando lo usan y lo toman a él.
Martes, diciembre 11, 1962
Mis trampas eran perfectas; la ubicación era correcta; vi conejos, ardillas y otros roedores, perdices, pájaros, pero nada pude capturar en todo el día.
Don Juan me dijo, cuando salíamos de su casa muy de mañana, que ese día habría de esperar un «regalo de poder», un animal excepcional que tal vez cayera en mis trampas y cuya carne podría yo secar para convertir en «comida de poder».
Don Juan parecía pensativo. No hizo una sola sugerencia o comentario. Casi al terminar el día, habló por fin.
—Alguien está interfiriendo con tu cacería —dijo.
—¿Quién? —pregunté, verdaderamente sorprendido.
Me miró y sonrió y meneó la cabeza en un gesto incrédulo.
—Te portas como si no supieras quién —dijo—. Y lo has sabido todo el día.
Yo iba a protestar, pero no le vi objeto. Supe que don Juan diría «la Catalina», y si de ese tipo de conocimiento hablaba, tenía razón, yo sí sabía quién.
—O nos vamos ahorita a la casa —prosiguió—, o esperamos que oscurezca y usamos el crepúsculo para agarrarla.
Parecía esperar mi decisión. Yo quería marcharme. Empecé a levantar un mecate que estaba usando, pero antes de que pudiera dar voz a mi deseo él me detuvo con una orden directa.
—Siéntate —dijo—. Lo más sencillo y cuerdo sería irnos y ya, pero éste es un caso peculiar y creo que debemos quedarnos. Esta función de teatro es nada más para ti.
—¿Qué quiere usted decir?
—Alguien está interfiriendo contigo, en particular, por eso ésta es tu función. Yo sé quién y tú también sabes quién.
—Me asusta usted —dije.
—Yo no —repuso, riendo—. Te asusta esa vieja, que anda por allí merodeando.
Hizo una pausa como si esperara que el efecto de sus palabras se hiciera visible en mí. Tuve que admitir mi terror.
Más de un mes antes, yo había tenido una horrenda confrontación con una bruja llamada «la Catalina». La enfrenté con riesgo de mi vida porque don Juan me convenció de que ella deseaba matarlo y él era incapaz de contener sus ataques. Cuando hube entrado en contacto con ella, don Juan me reveló que la mujer no había representado en realidad ningún peligro para él, y que todo el asunto había sido una trampa, no en el sentido de travesura malicia sino en el de un lazo que me había tendido.
Su método me pareció tan carente de ética que me enfurecí con él.
Al oír mi estallido iracundo, don Juan se puso a cantar canciones rancheras. Imitó cantantes populares y sus versiones eran tan cómicas que terminé riendo como un niño. Me entretuvo durante horas. Yo no sabía que tuviese tal repertorio de canciones idiotas.
—Déjame decirte algo —dijo finalmente en aquella ocasión—. Si no nos pusieran trampas, nunca aprenderíamos. Lo mismo me pasó a mí, y le pasa a cualquiera. El arte de un maestro es llevarnos hasta el borde. Un maestro sólo puede señalar el camino y hacer trampas. Te puse una antes. ¿No recuerdas la forma en que recobré tu espíritu de cazador? Tú mismo me dijiste que cazar te hacía olvidarte de las plantas. Estuviste dispuesto a hacer un montón de cosas para llegar a ser cazador, cosas que no habrías hecho por saber de las plantas. Ahora debes hacer mucho más si quieres sobrevivir.
Se me quedó mirando y estalló en un arranque de risa.
—Todo esto es una locura —dije—. Somos seres racionales.
—Tú eres racional —repuso—. Yo no.
—Por supuesto que sí —insistí—. Usted es uno de los hombres más racionales que he conocido.
—¡Muy bien! —exclamó—. No discutamos. Soy racional, ¿y eso qué?
Lo envolví en el argumento de por qué era necesario que dos seres racionales procedieran en forma tan insana como nosotros habíamos procedido con la bruja.
—De veras eres racional —dijo él con fiereza—. Y eso significa que crees conocer mucho del mundo, pero ¿conoces? ¿Conoces en verdad? Sólo has visto las acciones de la gente. Tus experiencias se limitan únicamente a lo que la gente te ha hecho o le ha hecho a otros. No sabes nada de este misterioso mundo desconocido.
Me hizo seña de seguirlo a mi auto, y viajamos al pequeño pueblo mexicano que había cerca.
No pregunté qué íbamos a hacer. Me hizo estacionar el coche junto a una fonda, y luego caminamos rodeando la terminal de autobuses y un almacén general. Don Juan iba a mi derecha, guiándome. De pronto me di plena cuenta de que otra persona caminaba junto a mí, a mi izquierda, pero don Juan, sin darme tiempo a volver el rostro para mirar, hizo un movimiento veloz y súbito; se agachó como si recogiera algo del suelo, y luego me asió por el sobaco cuando estuve a punto de tropezar con él. Me arrastró al coche, y no soltó mi brazo ni siquiera para permitirme abrir la puerta. Tantalee un momento con las llaves. Él me empujó con gentileza al interior del coche y luego subió a su vez.
—Maneja despacio y párate frente a la tienda —dijo.
Cuando me hube detenido, don Juan me hizo, con la cabeza, seña de mirar. La Catalina estaba parada en el sitio donde don Juan me había agarrado el brazo. Respingué involuntariamente. La mujer dio unos pasos hacia el coche y se paró desafiante. La escudriñé con cuidado y concluí que era hermosa. Era muy morena y rechoncha, pero parecía fuerte y muscular. Tenía un rostro redondo, lleno, con pómulos altos y dos largas trenzas de cabello negrísimo. Lo que más me sorprendió fue su juventud. No podría tener mucho más de treinta años, a lo sumo.
—Que se acerque más si quiere —susurró don Juan.
La Catalina dio tres o cuatro pasos hacia mi coche y se detuvo a unos tres metros de distancia. Nos miramos. En ese momento sentí que no había en ella ninguna amenaza. Sonreí y la saludé con la mano. Ella rió, como niñita tímida, y se cubrió la boca. Me sentí deleitado. Me volví a don Juan para comentar la apariencia y la conducta de la muchacha, y él casi me mata de susto con un grito.
—¡No le des la espalda a esa mujer, hijo de la chingada! —dijo con voz conminante.
Me volví rápidamente a mirar a la Catalina. Había dado otros pasos hacia el coche y se hallaba a menos de metro y medio de mi puerta. Sonreía; sus dientes eran grandes y blancos y muy limpios. Pero había algo extraño en su sonrisa. No era amistosa; era una mueca contenida; sólo sonreía la boca. Los ojos, negros y fríos, me miraban con fijeza.
Experimenté un escalofrío en todo el cuerpo. Don Juan echó a reír en un cacareo rítmico; tras un momento de espera, la mujer retrocedió despacio y desapareció entre la gente.
Nos alejamos, y don Juan especuló que, si yo no templaba mi vida y aprendía, la Catalina iba a aplastarme con el pie, como a un bicho indefenso.
—Ésa es el adversario que te dije que te había encontrado —dijo.
Don Juan dijo que debíamos esperar un augurio, antes de saber qué hacíamos con la mujer que interfería mi caza.
—Si oímos o vemos un cuervo, será señal de que podemos esperar, y también sabremos dónde esperar —añadió.
Dio vuelta, despacio, en un círculo completo, escudriñando todo el entorno.
—Éste no es el sitio para esperar —dijo en un susurro.
Echamos a andar hacia el este. Ya había oscurecido bastante. De pronto, dos cuervos salieron volando de unos arbustos altos, y desaparecieron tras un cerro. Don Juan dijo que el cerro era nuestro destino.
Cuando llegamos, lo circundó, y eligió un sitio orientado al sureste, al pie del cerro. Limpió de ramas secas, hojas y otra basura, un espacio circular de metro y medio o dos metros de diámetro. Intenté ayudarlo, pero me rechazó con un vigoroso ademán. Se puso el índice sobre los labios e hizo gesto de silencio. Al terminar, me jaló al centro del círculo, me hizo mirar al sur, con el cerro a las espaldas, y me susurró al oído que imitara sus movimientos. Inició una especie de danza, produciendo un golpeteo con el pie derecho; consistía en siete tiempos iguales, espaciados por un conglomerado de tres patadas rápidas.
Traté de adaptarme a su ritmo, y tras algunos intentos desmañados fui más o menos capaz de reproducir el golpeteo.
—¿Para qué es esto? —le susurré al oído.
Respondió, también susurrando, que yo estaba golpeando la tierra como un conejo, y que tarde o temprano la presencia acechante, atraída por el ruido, vendría a ver qué pasaba.
Una vez que hube copiado el ritmo, don Juan dejó de patalear, pero a mí me hizo proseguir, marcando el paso con un movimiento de su mano.
De tiempo en tiempo escuchaba atento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, al parecer para discernir sonidos entre el matorral. En cierto punto me hizo seña de cesar y mantuvo una postura de lo más alerta; era como si se hallase pronto a dar un salto y caer sobre un asaltante desconocido e invisible.
Luego me indicó reanudar el golpeteo, y tras un rato me hizo parar de nuevo. Cada vez que yo me detenía, él escuchaba con tal concentración que cada fibra de su cuerpo parecía tensarse casi hasta reventar.
De pronto saltó a mi lado y me susurró al oído que el crepúsculo estaba en pleno poder.
Miré alrededor. El matorral era una masa oscura, y lo mismo los cerros y las rocas. El cielo era azul oscuro y yo no distinguía ya las nubes. El mundo entero parecía una masa uniforme de siluetas oscuras sin límites visibles.
Oí a lo lejos el grito escalofriante de un animal: un coyote o quizá un ave nocturna. Ocurrió tan de repente que no le presté atención. Pero el cuerpo de don Juan amagó un sobresalto. Parado junto a él, sentí su vibración.
—Dale de nuevo —susurró—. Patea otra vez y ponte listo. Ya ella está aquí.
Empecé a patalear con furia y don Juan puso su pie sobre el mío y me hizo señas frenéticas de que me calmara y golpease rítmicamente.
—No la asustes —me dijo al oído—. Tranquilízate y no pierdas el juicio.
Nuevamente empezó a marcarme el paso, y la segunda vez que me hizo parar volví a escuchar el mismo grito. Ahora parecía ser el grito de un ave que volaba sobre el cerro.
Don Juan me hizo patalear una vez más, y en el momento de cesar oía mi izquierda un peculiar sonido crujiente. Era el ruido que produciría un animal pesado al cruzar entre las matas secas. Pensé fugazmente en un oso, pero caí en la cuenta de que no había osos en el desierto. Me cogí del brazo de don Juan y él me sonrió y se llevó el dedo a la boca en gesto de silencio. Fijé la mirada en la oscuridad hacia mi izquierda, pero él me indicó no hacerlo. Señaló repetidamente algo por encima de mi cabeza y luego me hizo girar, despacio y en silencio, hasta que me vi encarando la masa oscura del cerro. Don Juan mantenía el dedo apuntando a cierto punto del cerro. Adherí mi vista a dicho sitió y de pronto, como en una pesadilla, una sombra negra me saltó encima. Chillé y caí de espaldas al suelo. Durante un momento la silueta se sobreimpuso al cielo azul oscuro y luego voló por el aire y aterrizó más allá de nosotros, en el matorral. Oí el sonido de un cuerpo pesado que caía con estruendo sobre los arbustos, y después un extraño clamor.
Don Juan me ayudó a levantarme y me guió, en la oscuridad, al sitio donde había dejado mis trampas. Me hizo reunirlas y desarmarlas, y luego desparramó las piezas en todas direcciones. Realizó todo esto sin decir palabra. No hablamos en el camino a su casa.
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó don Juan después de que lo hube instado repetidas veces a explicar los eventos acontecidos unas horas antes.
—¿Qué cosa era? —pregunté.
—Sabes muy bien quién era —dijo—. No me vengas con eso de «qué cosa era». Lo importante es quién era.
Yo había urdido una explicación que parecía satisfacerme. La figura que vi podría haber sido un papalote: alguien lo había soltado arriba del cerro mientras alguien más, a nuestra espalda, lo jalaba al suelo, dando así el efecto de una silueta oscura que voló por el aire cosa de quince o veinte metros.
Escuchó atentamente mi explicación y luego rió hasta que se le salieron las lágrimas.
—Ya no te andes por las ramas —lijo—. Al grano. ¿No era una mujer?
Tuve que admitir que, al caer y alzar la vista, vi saltar sobre mí, en un movimiento muy lento, la silueta oscura de una mujer con falda larga; luego algo pareció jalar a la silueta y ésta voló con gran velocidad y se estrelló en los arbustos. De hecho, ese movimiento fue lo que me dio la idea de un papalote.
Don Juan rehusó seguir discutiendo el incidente.
AL otro día, salió a cumplir alguna misión misteriosa y yo fui a visitar a unos amigos yaquis de otra comunidad.