Las manos me empezaron a sudar profundamente y tuve que secarlas repetidas veces con una toalla. Subimos en mi coche y don Juan me encaminó a la carretera principal y luego a un camino amplio, sin pavimentar. Conduje por la parte central; camiones y tractores habían dejado hondos surcos y mi coche tenía la suspensión demasiado baja para ir por la derecha, o por la izquierda. Avanzamos despacio entre una espesa nube de polvo. La tosca grava usada para nivelar el camino se había apelmazado con la tierra durante las lluvias, y piedras de barro seco rebotaban contra el fondo metálico del coche, produciendo fuertes sonidos de explosión.
Don Juan me indicó reducir la velocidad al acercarnos a un puente pequeño. Había cuatro indios sentados allí y nos saludaron con la mano. No supe, bien si los conocía o no. Pasamos el puente y el camino se curvó con suavidad.
—Ésa es la casa de la mujer —me susurró don Juan, señalando con los ojos una casa blanca circundada por una alta cerca de carrizo.
Me dijo que diera vuelta en U y me detuviese a medio camino; esperaríamos a ver si la bruja cobraba suficientes sospechas para dar la cara.
Estuvimos allí unos diez minutos. Me pareció un tiempo interminable. Don Juan no dijo palabra. Inmóvil en el asiento, miraba la casa.
—Allí está —dijo, y su cuerpo dio un salto súbito. Vi la silueta oscura, ominosa, de una mujer parada dentro de la casa, mirando a través de la puerta abierta. El interior estaba en penumbras y eso sólo acentuaba la oscuridad de la silueta.
Después de unos minutos, la mujer dejó las sombras del cuarto y se paró en el umbral a observarnos. La miramos un momento y don Juan me dijo que siguiera adelante. Yo estaba sin habla. Podría haber jurado que esa mujer era la que vi saltando junto al camino, en la oscuridad.
Una media hora después, cuando íbamos ya por la carretera pavimentada, don Juan me habló.
—¿Qué dices? —preguntó—. ¿Reconociste la forma?
Vacilé un largo rato antes de responder. Tenía miedo del compromiso involucrado en decir sí. Preparé cuidadosamente mi contestación y dije que me parecía que había estado demasiado oscuro para tener verdadera certeza.
Riendo, me dio unos golpecitos suaves en la cabeza.
—Era ella, ¿verdad? —preguntó.
No me dio tiempo de responder. Puso un dedo sobre su boca en gesto de silencio y me susurró al oído que no tenía caso decir nada y que, para sobrevivir a los ataques de la Catalina, yo debía usar todo cuanto él me había enseñado.
EL VIAJE A IXTLÁN
EN Mayo de 1971, hice a don Juan la última visita de mi aprendizaje. Fui a verlo, en aquella ocasión, con el mismo espíritu que durante los diez años de nuestra relación; es decir, buscando una vez más la amenidad de su compañía.
Su amigo don Genaro, un brujo mazateco, estaba con él. Yo había visto a ambos durante mi visita previa, seis meses antes. Titubeaba en preguntarles si habían estado juntos todo ese tiempo, cuando don Genaro explicó que el desierto del norte le gustaba tanto que había regresado justo a tiempo para verme. Ambos rieron como si conocieran un secreto.
—Regresé nada más por ti —dijo don Genaro.
—Es cierto —corroboró don Juan.
Recordé a don Genaro que, la vez pasada, sus intentos de ayudarme a «parar el mundo» me habían resultado desastrosos. Fue una manera amistosa de declarar mi miedo hacia él. Rió inconteniblemente, sacudiendo el cuerpo y pataleando como niño. Don Juan evitó mirarme y rió también.
—Ya no va usted a tratar de ayudarme, ¿verdad, don Genaro? —pregunté.
Mi frase les produjo espasmos de risa. Don Genaro rodó por el suelo, entre carcajadas; luego se acostó bocabajo y empezó a nadar en el piso. Al verlo hacer eso, supe que me hallaba perdido. En ese momento, de algún modo, mi cuerpo cobró conciencia de haber llegado al fin. Yo ignoraba cuál era ese fin. Mi tendencia personal a la dramatización, y mi experiencia previa con don Genaro, me hicieron creer que podía ser el fin de mi vida.
Durante mi última visita, don Genaro había intentado empujarme al borde de «parar el mundo». Sus esfuerzos fueron tan extravagantes y directos que el mismo don Juan tuvo que decirme que me marchara. Las demostraciones de «poder» de don Genaro eran tan extraordinarias y desconcertantes que me forzaron a una total revaluación de mí mismo. Fui a casa, revisé las notas tomadas en el principio mismo de mi aprendizaje, y misteriosamente me invadió un sentimiento del todo nuevo, aunque no tuve conciencia plena de él hasta ver a don Genaro nadar en el piso.
El acto de nadar en el piso, congruente con otras acciones extrañas y desconcertantes que don Genaro había ejecutado frente a mis propios ojos, se inició cuando él yacía bocabajo. Al principio reía tan duro que su cuerpo se sacudía como convulsionado; luego empezó a patalear; finalmente, el movimiento de las piernas se coordinó con un movimiento de remar con las manos, y don Genaro comenzó á deslizarse por el suelo como si estuviera acostado en una tabla con ruedas. Cambió de dirección varias veces y cubrió todo el espacio frente a la casa, maniobrando en torno a mí y a don Juan.
Don Genaro había payaseado antes en mi presencia, y en cada una de tales ocasiones don Juan afirmó que yo había estado a punto de «ver». No lo lograba a causa de mi insistencia en tratar de explicar cada acción de don Genaro desde una perspectiva racional. Esta vez me hallaba en guardia, y cuando se puso a nadar no intenté explicar ni entender el hecho. Me limité a observar. Pero no pude evitar la sensación de hallarme atónito. Don Genaro se deslizaba realmente sobre el estómago y el pecho. Al observarlo, empecé a bizquear. Sentí un empellón de recelo. Estaba convencido de que, si no explicaba lo que tenía lugar, «vería», y la idea me llenaba de una angustia inusitada. Mi anticipación nerviosa era tanta que en algún sentido me encontraba de vuelta en el mismo punto: encerrado una vez más en alguna empresa de raciocinio.
Don Juan debe haber estado observándome. Me tocó de pronto; automáticamente me volví a encararlo, y por un instante aparté la vista de don Genaro. Cuando lo miré de nuevo, estaba parado junto a mí con la cabeza levemente inclinada y la barbilla casi apoyada en mi hombro derecho. Tuve un sobresalto retardado. Lo miré un segundo y después salté hacia atrás.
Su expresión de sorpresa fingida fue tan cómica que reí histéricamente. Pero no podía menos de advertir que mi risa se salía de lo acostumbrado. Mi cuerpo se sacudía con espasmos nerviosos originados en la parte media de mi estómago. Don Genaro me puso la mano en el estómago y las ondulaciones convulsionadas cesaron.
—¡Este Carlitos, siempre tan exagerado! —exclamó con tono de gente remilgada.
Luego añadió, imitando la voz y las inflexiones de don Juan:
—¿Qué no sabes que un guerrero jamás se ríe así?
Su caricatura de don Juan era tan perfecta que reí todavía más fuerte.
Después, ambos se fueron juntos, y estuvieron fuera más de dos horas, hasta eso del mediodía.
Al regresar, tomaron asiento en el espacio frente a la casa de don Juan. No dijeron palabra. Parecían soñolientos, cansados, casi distraídos. Permanecieron inmóviles largo rato, pero se veían cómodos y relajados. La boca de don Juan estaba ligeramente abierta, como si durmiera, pero tenía las manos unidas sobre el regazo y movía rítmicamente los pulgares.
Durante un tiempo me agité, inquieto, y cambié de posiciones; luego empecé a sentir una placidez confortante. Debo haberme dormido. La risa leve de don Juan me despertó. Abrí los ojos. Ambos me escudriñaban.
—Si no hablas, te duermes —dijo don Juan, riendo.
—Me temo que sí —dije.
Don Genaro se acostó de espaldas y empezó a patalear en el aire. Por un momento pensé que reiniciaba su inquietante payaseo, pero él recuperó de inmediato su postura anterior, sentado con las piernas cruzadas.
—Hay algo que ya por ahora debías tener en cuenta —dijo don Juan—. Yo lo llamo el centímetro cúbico de suerte. Todos nosotros, guerreros o no, tenemos un centímetro cúbico de suerte que salta ante nuestros ojos de tiempo en tiempo. La diferencia entre un hombre común y un guerrero es que el guerrero se da cuenta, y una de sus tareas consiste en hallarse alerta, esperando con deliberación, para que cuando salte su centímetro cúbico él tenga la velocidad necesaria, la presteza para cogerlo.
—La suerte, la buena fortuna, el poder personal, o como lo quieras llamar, es un estado peculiar de cosas. Es como un palito que sale frente a nosotros y nos invita a arrancarlo. Por lo general andamos demasiado ocupados, o preocupados, o estúpidos y perezosos, para darnos cuenta de que es nuestro centímetro cúbico de suerte. Un guerrero, en cambio, siempre está alerta y duro y tiene la elasticidad, el donaire necesario para agarrarlo.
—¿Es tu vida dura y ajustada? —me preguntó de pronto don Genaro.
—Creo que sí —dije con convicción.
—¿Te crees capaz de coger tu centímetro cúbico de suerte? —me preguntó don Juan con tono incrédulo.
—Creo hacerlo todo el tiempo —dije.
—Yo creo que sólo te tienen alerta las cosas que ya conoces —dijo don Juan.
—Quizá me engañe, pero de veras creo que actualmente estoy mucho más despierto que en ninguna otra época de mi vida —dije, y hablaba en serio.
Don Genaro asintió, aprobando.
—Sí —dijo suavemente, como hablando consigo mismo—. Carlitos está de veras compacto, y absolutamente despierto.
Sentí que me seguían la corriente. Pensé que tal vez les molestó la declaración de mi supuesta condición de compacidad.
—No quise presumir —dije.
Don Genaro arqueó las cejas y agrandó las fosas nasales. Miró mi cuaderno y fingió escribir.
—Creo que Carlos está más compacto que antes —dijo don Juan a don Genaro.
—A lo mejor está demasiado compacto —devolvió don Genaro.
—Puede muy bien que sea así —concedió don Juan.
Yo no supe cómo terciar en ese punto, así que permanecí callado.
—¿Recuerdas la vez que trabé tu carro? —preguntó don Juan como al acaso.
Su pregunta era abrupta y no tenía relación con la conversación. Se refería a una ocasión en la que no pude arrancar mi coche hasta que él me dijo que ya podía. Dije que nadie olvidaría un evento así.
—Eso no fue nada —dijo don Juan en tono sereno—. Nada en absoluto. ¿Verdad, Genaro?
—Verdad —dijo don Genaro, indiferente.
—¿Cómo va usted a decir eso? —dije en tono de protesta—. Lo que usted hizo aquel día fue algo que verdaderamente yo nunca podré comprender.
—Eso no es decir gran cosa —repuso don Genaro.
Ambos rieron de buena gana y luego don Juan me palmeó la espalda.
—Genaro puede hacer algo mucho mejor que trabar tu coche —prosiguió—. ¿Verdad, Genaro?
—Verdad —respondió don Genaro, frunciendo los labios como un niño.
—¿Qué puede hacer? —pregunté, tratando de parecer despreocupado.
—¡Genaro puede llevarse tu carro entero! —exclamó don Juan con voz retumbante; luego añadió con el mismo tono—: ¿Verdad, Genaro?
—¡Verdad! —contestó don Genaro en el tono de voz humana más fuerte que jamás había yo escuchado.
Salté involuntariamente. Tres o cuatro espasmos nerviosos convulsionaron mi cuerpo.
—¿Qué es lo que quiso usted decir con lo de que se puede llevar mi carro?
—¿Qué quise decir, Genaro? —preguntó don Juan.
—Quisiste decir que puedo subirme en su carro, encender el motor y luego irme manejando —replicó don Genaro con seriedad nada convincente.
—Llévate el carro, Genaro —lo instó don Juan en tono de broma.
—¡Hecho! —dijo don Genaro, frunciendo el entrecejo y mirándome de lado.
Noté que, cuando ponía ceño, sus cejas ondulaban, haciendo su mirada maliciosa y penetrante.
—¡Muy bien! —dijo don Juan calmadamente—. Vamos a examinar el carro.
—¡Sí! —repitió don Genaro—. Vamos a examinarlo.
Se levantaron, muy despacio. Por un instante no supe qué hacer, pero don Juan me indicó imitarlos.
Empezamos a subir el cerrito frente a la casa de don Juan. Ambos me flanqueaban, don Juan a mi derecha y don Genaro a la izquierda. Iban unos dos metros delante de mí, siempre dentro de mi campo central de visión.
—Examinemos el carro —dijo de nuevo don Genaro.
Don Juan movió las manos como si tejiera un hilo invisible; don Genaro hizo lo mismo y repitió: «Examinemos el carro». Caminaban con una especie de rebote. Sus pasos eran más largos que de costumbre, y sus manos se movían como si azotaran o batieran objetos invisibles frente a ellos. Yo nunca había visto a don Juan payasear en esa forma, y me sentid casi avergonzado de mirarlo.
Llegamos a la cima y dirigí la vista al espacio a pie del cerro —unos cincuenta metros de distancia—, donde había estacionado mi coche. El estómago se me contrajo con una sacudida. ¡El coche no estaba! Corrí cuestabajo. Mi coche no se veía por ninguna parte. Experimenté un momento de gran confusión. Me hallaba desorientado.
El coche había estado allí desde que llegué temprano en la mañana. Cosa de media hora antes, yo había venido a sacar un nuevo cuaderno de papel para escribir. Se me ocurrió entonces dejar abiertas las ventanillas a causa del calor excesivo, pero la abundancia de mosquitos y otros insectos voladores me hizo cambiar de idea, y dejé el coche cerrado como de costumbre.
Volví a mirar en torno. Rehusaba creer que mi coche no estuviera. Caminé hasta el borde del espacio despejado. Don Juan y don Genaro se me unieron y se pararon junto a mí, haciendo exactamente lo que yo hacía: escudriñar la distancia para ver si avizoraba el coche. Tuve un momento de euforia que cedió el paso a una desconcertante sensación irritada. Ellos parecieron advertirla y empezaron a caminar en torno mío, moviendo las manos como si amasaran.
—¿Qué crees que le pasaría al carro, Genaro? —preguntó don Juan con mansedumbre.
—Me lo llevé —dijo don Genaro, y realizó una asombrosa pantomima de cambiar velocidades y conducir. Dobló las piernas como si estuviera sentado y conservó esa postura unos momentos, obviamente sostenido sólo por los músculos de las piernas; luego apoyó su peso en la pierna derecha y estiró el pie izquierdo como pisando el embrague. Imitó con los labios el ruido de un motor, y finalmente, como broche de oro, fingió haber dado en un bache y se sacudió hacia arriba y hacia abajo, dándome la entera sensación de un conductor inepto que rebota en el asiento sin soltar el volante.