Viaje a Ixtlán (24 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Viaje a Ixtlán
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Tras una breve espera me preguntó si estaba bien. Asentí y se perdió velozmente de vista casi sin un sonido.

Traté de mirar en torno. Parecía hallarme en una zona de vegetación tupida. Sólo podía discernir la masa oscura de unos arbustos, o acaso árboles peque­ños. Concentré mi atención en los sonidos, pero nin­guno resaltaba. El silbar del viento sofocaba todos los otros ruidos, excepto el esporádico grito penetran­te de buhos grandes y el trinar de otras aves.

Aguardé un rato en un estado de atención extre­ma. Y entonces llegó el canto rasposo y prolongado de un buho pequeño. No dudé que fuera don Juan. Se oyó en un sitio a mis espaldas. Di la vuelta y eché a andar en esa dirección. Me movía despacio porque me sentía inextricablemente estorbado por las tinieblas.

Anduve unos diez minutos. De pronto, una masa oscura saltó frente a mí. Di un grito y caí hacia atrás, de nalgas. Mis oídos empezaron a zumbar. El susto fue tan grande que me cortó el aliento. Tuve que abrir la boca para respirar.

—Párate —dijo don Juan suavemente—. No quise asustarte. Nada más vine a tu encuentro.

Dijo que había estado observando mi absurda for­ma de andar, y que al moverme en la oscuridad pa­recía yo una viejita lisiada queriendo caminar de puntitas entre charcos de lodo. La imagen le hizo gracia y rió fuerte.

Procedió luego a mostrarme una forma especial de caminar en la oscuridad, una forma que llamaba «la marcha de poder». Se agachó frente a mí y me hizo pasar las manos sobre su espalda y sus rodillas, con el fin de darme una idea de la posición de su cuerpo. El tronco de don Juan estaba ligeramente inclinado hacia adelante, pero su espina se hallaba derecha. También sus rodillas estaban un poco dobladas.

Caminó despacio frente a mí para hacerme notar que alzaba las rodillas casi hasta el pecho cada vez que daba un paso. Y luego echó a correr perdiéndose de vista y regresó de nuevo. Yo no concebía cómo podía correr en la oscuridad total.

—La marcha de poder es para correr de noche —me susurró al oído.

Me instó a hacer la prueba. Le dije que sin duda me rompería las piernas al caer en una grieta o con­tra una roca. Don Juan dijo con mucha calma que la marcha de poder era completamente segura.

Le señalé que la única manera en que yo podía comprender sus actos era suponiendo que conocía a la perfección esos montes y así evitaba los peligros.

Don Juan tomó mi cabeza entre las manos y su­surró con energía:

—¡Ésta es la noche! ¡Y eso es poder!

Me soltó la cabeza y añadió, en voz suave, que de noche el mundo era distinto; y que su habilidad para correr en lo oscuro no tenía nada que ver con su conocimiento de esos cerros. Dijo que la clave era dejar al poder personal fluir libremente, para que se mezclara con el poder de la noche; una vez que ese poder tomaba las riendas no había posibilidad de res­balar. Agregó, en un tono de seriedad absoluta, que si yo lo dudaba debía recapacitar por un momento en lo que estaba pasando. Para un hombre de su edad, correr por el monte a esa hora sería suicida si el poder de la noche no lo estuviera guiando.

—¡Mira! —dijo, y corrió velozmente adentrándose en la oscuridad y regresó de nuevo.

Su cuerpo se movía en una forma tan extraordi­naria que yo no podía creer lo que veía. Corrió sin avanzar durante un momento. La manera como al­zaba las piernas me recordaba los ejercicios de calen­tamiento de los corredores.

Me dijo entonces que lo siguiera. Lo hice, tenso e incómodo en extremo. Con la mayor cautela tra­taba de ver dónde ponía los pies, pero era imposible juzgar la distancia. Don Juan regresó y trotó junto a mí. Susurró que yo debía abandonarme al poder de la noche y confiar en el poquito poder personal que tenía, pues de lo contrario nunca podría mover­me con libertad, y que la oscuridad me estorbaba sólo porque yo confiaba en mi vista para todo cuanto hacía, sin saber que otro modo de moverse era per­mitiendo que el poder fuera el guía.

Hice varios intentos sin ningún éxito. Simplemente no podía soltarme. El temor de dañarme las piernas era más fuerte que yo. Don Juan me ordenó seguirme moviendo en el mismo sitio y tratar de sentir que en verdad estaba usando la marcha de poder.

Dijo luego que iba a correr adelante, y que esperara su canto de tecolote. Desapareció en la oscuridad antes que yo pudiera responder. Cerrando a ratos los ojos, troté en el mismo sitio, con las rodillas y el tronco doblados, durante cosa de una hora. Poco a poco mi tensión empezó a disminuir, hasta que me sentí bastante a gusto. Entonces oí la señal de don Juan.

Corrí cinco o seis metros en la dirección de donde vino el sonido, tratando de «abandonarme», como don Juan había sugerido. Pero al tropezar en un ar­busto recobré de inmediato mis sentimientos de in­seguridad.

Don Juan me estaba esperando y corrigió mi pos­tura. Insistió en que primero plegara yo los dedos contra las palmas de las manos, estirando el pulgar y el índice. Luego dijo que, en su opinión, yo nada más me estaba, como siempre, entregando a mis sen­timientos de incapacidad, y que eso era absurdo pues­to que yo sabía de cierto que siempre me era posible ver bastante bien, por más oscura que estuviese la noche, si en vez de enfocar cualquier cosa barría con los ojos el suelo enfrente de mí. La marcha de poder era similar a la búsqueda de un sitio donde reposar. Ambos involucraban un sentido de abandono y un sentido de confianza. La marcha de poder requería que uno pusiera los ojos en el suelo directamente enfrente, porque cualquier vistazo a los lados produ­cía una alteración en el fluir del movimiento. Expli­có que era necesario inclinar el tronco hacia ade­lante para bajar los ojos, y que la razón para levantar las rodillas hasta el pecho era que los pasos debían ser cortos y seguros. Me advirtió que al principio tropezaría mucho, pero aseguro que, con práctica, po­dría yo correr con la misma rapidez y seguridad que a la luz del día.

Durante horas traté de imitar sus movimientos y de producirme el ánimo que recomendaba. Él, con mucha paciencia, trotaba en el mismo sitio enfrente de mí, o echaba una carrera corta y volvía a donde me hallaba, para enseñarme cómo se movía. Inclu­so me empujaba para hacerme correr unos cuantos metros.

Luego se fue y me llamó con una serie de gritos de buho. De alguna manera inexplicable, me moví con un grado inesperado de confianza en mí mismo. Que yo supiera, nada había hecho para despertar ese sentimiento, pero mi cuerpo parecía tener conoci­miento de las cosas sin pensar en ellas. Por ejemplo, no me era posible ver realmente las rocas dentadas en mi camino, pero mi cuerpo siempre se las arre­glaba para pisar los bordes y no las ranuras, con excepción de algunas ocasiones en que perdí el equi­librio por distraerme. El grado de concentración, necesario para ir barriendo el área directamente en­frente tenía que ser total. Como don Juan me había advertido, cualquier leve vistazo a los lados, o dema­siado lejos al frente, alteraba el fluir.

Localicé a don Juan tras una larga búsqueda. Es­taba sentado junto a unas formas oscuras que pare­cían ser árboles. Vino hacia mí y dijo que iba yo muy bien, pero era hora de terminar porque había estado usando su silbido bastante tiempo y de seguro ya para entonces otros podrían imitarlo.

Estuve de acuerdo en que era hora de parar. Mis intentos me tenían al borde del agotamiento. Me sentí aliviado y le pregunté quién imitaría su lla­mado.

—Poderes, aliados, espíritus, quién sabe —dijo en un susurro.

Explicó que esas «entidades de la noche» solían hacer sonidos muy melodiosos, pero se hallaban en desventaja para reproducir lo rasposo de los gritos humanos o los cantos de aves. Me recomendó dejar de moverme siempre que oyera un sonido de ésos, y tener en mente todo lo que él me decía, porque quizá alguna otra vez necesitara realizar la identificación correspondiente. En tono confortante, dijo que yo ya tenía una muy buena idea de cómo era la marcha de poder, y que para dominarlo no necesitaba sino un ligero empujón, que podíamos dejar para el fu­turo, cuando nos aventurásemos de nuevo en la no­che. Me dio palmaditas en el hombro y anunció que estaba listo para irse.

—Vámonos de aquí —dijo y echó a correr.

—¡Espere! ¡Espere! —grité, frenético—. Vamos ca­minando.

Don Juan se detuvo y se quitó el sombrero.

—¡Caray! —dijo en tono perplejo—. Estamos fre­gados. Ya sabes que no puedo caminar en lo oscuro. Sólo puedo correr. Me rompería las piernas si camino.

Tuve la sensación de que sonreía al decir eso, aun­que no podía verle la cara.

Añadió en tono confidencial que era demasiado viejo para caminar y que lo poquito de la marcha de poder que yo había aprendido esa noche debía estirarse para cumplir con la ocasión.

—Si no usamos la marcha de poder, nos cortarán como hierba —me susurró al oído.

—¿Quiénes?

—Hay cosas en la noche que actúan sobre la gente —susurró en un tono que me produjo escalofríos.

Dijo que no era importante que me mantuviera a la par con él, porque iba a dar señales repetidas —cuatro gritos de buho a la vez— para permitirme seguirlo.

Sugerí que nos quedáramos en esos montes hasta el amanecer y después nos fuéramos. Replicó, en un tono muy dramático, que permanecer allí sería sui­cida; e incluso si salíamos con vida, la noche habría chupado nuestro poder personal hasta el punto en que no podríamos evitar ser víctimas del primer azar del día.

—No perdamos más tiempo —dijo con un timbre de urgencia en la voz—. Vámonos de aquí.

Me aseguró que trataría de ir lo más despacio po­sible. Sus instrucciones finales fueron que no tratara yo de emitir sonido alguno, ni siquiera un jadeo, pasara lo que pasase. Me dio la dirección general que íbamos a seguir y empezó a correr a un paso marca­damente más lento. Lo seguí, pero por más despacio que él avanzara no podía mantenerme a la par, y no tardó en desaparecer en la oscuridad ante mis ojos.

Después de quedarme solo tomé conciencia de que había adoptado un andar bastante rápido sin darme cuenta. Y eso fue un choque para mí. Traté largo rato de mantener ese paso, y entonces oí el llamado de don Juan ligeramente a mi derecha. Silbó cuatro veces en sucesión.

Tras un rato muy corto volví a oír su canto de buho, esta vez totalmente a la derecha. Para seguirlo, tuve que dar una vuelta de cuarenta y cinco grados. Empecé a avanzar en la nueva dirección, esperando que los otros tres silbidos de la serie me permitieran una mejor orientación.

Oí un nuevo llamado, que colocaba a don Juan casi en la dirección de donde veníamos. Me detuve a escuchar. Oí un sonido muy nítido a corta distancia. Algo como dos piedras golpeadas una contra otra. Me esforcé por escuchar y noté una serie de ruidos suaves, como si alguien frotara dos piedras suavemente. Hubo otro canto de buho y entonces supe a qué se había referido don Juan. Había en el sonido algo verda­deramente melodioso. Era definitivamente más largo que el canto de un buho verdadero, e incluso más dulce.

Experimenté una extraña sensación de susto. Mi estómago se contrajo como si algo jalara hacia abajo la parte media de mi cuerpo. Di la vuelta y empecé a semitrotar en la dirección contraria.

Oí un apagado canto de buho en la distancia. Hubo una rápida sucesión de otros tres gritos. Eran de don Juan. Corrí en su dirección. Sentí que debía ya de estar como a medio kilómetro, y si mantenía ese paso no tardaría en dejarme irremediablemente solo en aquellos cerros. Yo no comprendía por qué don Juan se adelantaba, cuando podría haber corrido en torno mío, si necesitaba mantener ese paso.

Advertí entonces que algo parecía moverse conmi­go, a mi izquierda. Casi podía verlo en la periferia extrema de mi campo visual. Estaba a punto de ceder al pánico, pero una idea tranquilizante cruzó mi mente. No era posible que viese nada en la oscuridad. Quise mirar en esa dirección, pero temía perder impulso.

Otro grito de búho me sacó bruscamente de mis deliberaciones. Venía de mi izquierda. No lo seguí porque era sin duda el grito más dulce y melodioso que jamás había oído. Sin embargo, no me asustó. Había en él algo muy atrayente, o quizá obsesivo, o incluso triste.

Entonces, una masa oscura muy veloz cruzó de iz­quierda a derecha delante de mí. Lo repentino de su movimiento me hizo mirar adelante, perdí el equili­brio y choqué ruidosamente contra unos arbustos. Caí de costado y entonces oí el sonido melodioso unos pasos a mi izquierda. Me levanté, pero antes de que pudiera avanzar de nuevo hubo otro sonido, más urgente y apremiante que el primero. Era como si algo que había allí quisiera hacer que me detuviese y escuchara. El sonido del canto de buho fue tan prolongado y suave que calmó mis temores. Me habría detenido en verdad, de no haber oído en ese preciso momento los cuatro silbidos rasposos de don Juan. Parecían más cerca. Di un salto y eché a correr en esa dirección.

Tras un momento noté de nuevo cierto parpadeo, o una onda, en la oscuridad a mi izquierda. No era propiamente una percepción visual, sino más bien un sentimiento, y sin embargo me hallaba casi se­guro de estarlo captando con los ojos. Se movía más aprisa que yo, y de nuevo cruzó de izquierda a de­recha, haciéndome perder el equilibrio. Esta vez no caí, y extrañamente el no caer me molestó. De pronto me puse furioso, y la incongruencia de mis sentimien­tos me produjo un verdadero pánico. Traté de acelerar mi paso. Quería lanzar yo mismo un canto de tecolote para que don Juan supiera mi paradero, pero no me atrevía a desobedecer sus instrucciones.

En ese momento, una cosa grotesca se presentó a mi atención. Había en verdad algo como un animal a mi izquierda, casi tocándome. Salté involuntaria­mente y viré a la derecha. El susto casi me sofocó. Me hallaba tan intensamente dominado por el miedo que no había pensamientos en mi mente mientras corría en las tinieblas lo más rápido posible. El miedo parecía ser una sensación física sin nada que ver con mis ideas. Esa condición me resultaba insólita. En él curso de mi vida, mis temores siempre habían tenida como marco una matriz intelectual, y se habían en­gendrado en situaciones sociales ominosas, o en rasgos peligrosos en la conducta de la gente hacia mí. Esta vez, empero, mi miedo era una verdadera novedad. Procedía de una parte desconocida del mundo y me afectaba en una parte desconocida de mi ser.

Oí un canto de buho muy cerca, ligeramente a mi izquierda. No pude captar los detalles de su timbre, pero parecía ser de don Juan. No era melodioso. Amainé mi carrera. Siguió otro canto. Tenía la aspe­reza de los silbidos de don Juan, de modo que apre­suré el paso. Llegó un tercer silbido, desde una dis­tancia muy corta. Pude discernir una masa oscura de rocas, o tal vez árboles. Oí otro grito de buho y pensé que don Juan me estaba esperando porque ya había­mos salido del campo de peligro. Me hallaba casi al filo del área más oscura cuando un quinto silbido me congeló. Pugné por mirar al frente, a la zona os­cura, pero un súbito sonido crujiente a mi izquierda me hizo volverme a tiempo para notar un objeto negro, más negro que el entorno, rodando o deslizándose a mi lado. Boqueando, me aparté de un salto, oí un chasquido, como si alguien chasqueara los labios, y entonces una masa oscura muy grande brotó de golpe del área más oscura. Era rectangular, como una puerta, y tendría dos y medio o tres metros de alto.

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