Don Juan me miró a los ojos. Tenía un resplandor de malicia pura. Empezó a reír a carcajadas.
Dije que su diálogo con el venado había sido algo tonto.
¿Qué esperabas? —preguntó, riendo aún—. Soy indio.
Su sentido del humor era tan extraño que no pude hacer más que reír con él.
—No crees que un venado mágico hable, ¿verdad?
—Lo siento mucho, pero no puedo creer que ocurran cosas así —dije.
—No te culpo —repuso, confortante—. De veras que está del carajo.
Lunes, julio 24, 1961
A MEDIA tarde, tras horas de recorrer el desierto, don Juan eligió un sitio para descansar, en un espacio sombreado. Apenas tomamos asiento empezó a hablar. Dijo que yo había aprendido mucho de cacería, pero no había cambiado tanto como él quisiera.
—No basta con saber hacer y colocar trampas —dijo—. Un cazador debe vivir como cazador para sacar lo máximo de su vida. Por desdicha, los cambios son difíciles y ocurren muy despacio; a veces un hombre tarda años en convencerse de la necesidad de cambiar. Yo tardé años, pero a lo mejor no tenía facilidad para la caza. Creo que para mí lo más difícil fue querer realmente cambiar.
Le aseguré que comprendía la cuestión. De hecho, desde que había empezado a enseñarme a cazar, yo mismo empecé a revaluar mis acciones. Acaso el descubrimiento más dramático fue que me agradaban los modos de don Juan. Me simpatizaba como persona. Había cierta solidez en su comportamiento; su forma de conducirse no dejaba duda alguna acerca de su dominio, y sin embargo jamás había ejercido su ventaja para exigirme nada. Su interés en cambiar mi forma de vivir era, sentía yo, semejante a una sugerencia impersonal, o quizá a un comentario autoritario sobre mis fracasos. Me había hecho cobrar aguda conciencia de mis fallas, pero yo no veía en qué forma su línea de conducta podría remediar nada en mí. Creía sinceramente que, a la luz de lo que yo deseaba hacer en la vida, sus modos sólo me habrían producido sufrimiento y penalidades, de aquí el callejón sin salida. Sin embargo, había aprendido a respetar su dominio, que siempre se expresaba en términos de belleza y precisión.
—He decidido cambiar mis tácticas —dijo.
Le pedí explicar; su frase era vaga y yo no estaba seguro de si se refería a mí.
—Un buen cazador cambia de proceder tan a menudo como lo necesita —respondió—. Tú lo sabes.
—¿Qué tiene usted en mente, don Juan?
—Un cazador no sólo debe conocer los hábitos de su presa; también debe saber que en esta tierra hay poderes que guían a los hombres y los animales y todo lo que vive.
Dejó de hablar. Esperé, pero parecía haber llegado al final de lo que quería decir.
—¿De qué clase de poderes habla usted? —pregunté tras una larga pausa.
—De poderes que guían nuestra vida y nuestra muerte.
Don Juan calló; al parecer tenía tremendas dificultades para decidir qué cosa decir. Se frotó las manos y sacudió la cabeza, hinchando las quijadas. Dos veces me hizo seña de guardar silencio cuando yo empezaba a pedirle explicar sus crípticas declaraciones.
—No vas a poder frenarte fácilmente —dijo por fin—. Sé que eres terco, pero eso no importa. Mientras más terco seas, mejor será cuando al fin logres cambiarte.
—Estoy haciendo lo posible —dije.
—No. No estoy de acuerdo. No estás haciendo lo posible. Nada más dices eso porque te suena bien; de hecho, has estado diciendo lo mismo acerca de todo cuanto haces. Llevas años haciendo lo posible, sin que sirva de nada. Algo hay que hacer para remediar eso.
Como de costumbre, me sentí impulsado a defenderme. Don Juan parecía atacar, por sistema, mis puntos más débiles. Recordé entonces que cada intento por defenderme de sus críticas había desembocado en el ridículo, y me detuve a la mitad de un largo discurso explicativo.
Don Juan me examinó con curiosidad y rió. Dijo, en tono muy bondadoso, que ya me había dicho que todos somos unos tontos. Yo no era la excepción.
—Siempre te sientes obligado a explicar tus actos, como si fueras el único hombre que se equivoca en la tierra —dijo—. Es tu viejo sentimiento de importancia. Tienes demasiada; también tienes demasiada historia personal. Por otra parte, no te haces responsable de tus actos; no usas tu muerte como consejera y, sobre todo, eres demasiado accesible. En otras palabras, tu vida sigue siendo el desmadre que era cuando te conocí.
De nuevo tuve un genuino empellón de orgullo y quise rebatir sus palabras. Él me hizo seña de callar.
—Hay que hacerse responsable de estar en un mundo extraño —dijo—. Estamos en un mundo extraño, has de saber.
Moví la cabeza en sentido afirmativo.
—No estamos hablando de lo mismo —dijo él—. Para ti el mundo es extraño porque cuando no te aburre estás enemistado con él. Para mí el mundo es extraño porque es estupendo, pavoroso, misterioso, impenetrable; mi interés ha sido convencerte de que debes hacerte responsable por estar aquí, en este maravilloso mundo, en este maravilloso desierto, en este maravilloso tiempo. Quise convencerte de que debes aprender a hacer que cada acto cuente, pues vas a estar aquí sólo un rato corto, de hecho, muy corto para presenciar todas las maravillas que existen.
Insistí que aburrirse con el mundo o enemistarse con él era la condición humana.
—Pues cámbiala —repuso con sequedad—. Si no respondes al reto, igual te valdría estar muerto.
Me instó a nombrar un asunto, un elemento de mi vida que hubiera ocupado todos mis pensamientos. Dije que el arte. Siempre quise ser artista y durante años me dediqué a ello. Todavía conservaba el doloroso recuerdo de mi fracaso.
—Nunca has aceptado la responsabilidad de estar en este mundo impenetrable —dijo en tono acusador—. Por eso nunca fuiste artista, y quizá nunca seas cazador.
—Hago lo mejor que puedo, don Juan.
—No. No sabes lo que puedes.
—Hago cuanto puedo.
—Te equivocas otra vez. Puedes hacer más. Hay una cosa sencilla que anda mal contigo: crees tener mucho tiempo.
Hizo una pausa y me miró como aguardando mi reacción.
—Crees tener mucho tiempo —repitió.
—¿Mucho tiempo para qué, don Juan?
—Crees que tu vida va a durar para siempre.
—No. No lo creo.
—Entonces, si no crees que tu vida va a durar para siempre, ¿qué cosa esperas? ¿Por qué titubeas en cambiar?
—¿Se le ha ocurrido alguna vez, don Juan, que a lo mejor no quiero cambiar?
—Sí, se me ha ocurrido. Yo tampoco quería cambiar, igual que tú. Sin embargo, no me gustaba mi vida; estaba cansado de ella, igual que tú. Ahora no me alcanza la que tengo.
Afirmé con vehemencia que su insistente deseo de cambiar mi forma de vida era atemorizante y arbitrario. Dije que en cierto nivel estaba de acuerdo, pero el mero hecho de que él fuera siempre el amo que decidía las cosas me hacía la situación insostenible.
—No tienes tiempo para esta explosión, idiota —dijo con tono severo—. Esto, lo que estás haciendo ahora, puede ser tu último acto sobre la tierra. Puede muy bien ser tu última batalla. No hay poder capaz de garantizar que vayas a vivir un minuto más.
—Ya lo sé —dije con ira contenida.
—No. No lo sabes. Si lo supieras, serías un cazador.
Repuse que tenía conciencia de mi muerte inminente, pero que era inútil hablar o pensar acerca de ella, pues nada podía yo hacer para evitarla. Don Juan río y me comparó con un cómico que atraviesa mecánicamente su número rutinario.
—Si ésta fuera tu última batalla sobre la tierra, yo diría que eres un idiota —dijo calmadamente—. Estas desperdiciando en una tontería tu acto sobre la tierra.
Estuvimos callados un momento. Mis pensamientos se desbordaban. Don Juan tenía razón, desde luego.
—No tienes tiempo, amigo mío, no tienes tiempo. Ninguno de nosotros tiene tiempo —dijo.
—Estoy de acuerdo, don Juan, pero…
—No me des la razón por las puras —tronó—. En vez de estar de acuerdo tan fácilmente, debes actuar. Acepta el reto. Cambia.
—¿Así no más? .
—Como lo oyes. El cambio del que hablo nunca sucede por grados; ocurre de golpe. Y tú no te estás preparando para ese acto repentino que producirá un cambio total.
Me pareció que expresaba una contradicción. Le expliqué que, si me estaba preparando para el cambio, sin duda estaba cambiando en forma gradual.
—No has cambiado en nada —repuso—. Por eso crees estar cambiando poco a poco. Pero a lo mejor un día de éstos te sorprendes cambiando de repente y sin una sola advertencia. Yo sé que así es la cosa, y por eso no pierdo de vista mi interés en convencerte.
No pude persistir en mi argumentación. No estaba seguro de qué deseaba decir realmente. Tras una corta pausa, don Juan reanudó sus explicaciones.
—Quizás haya que decirlo de otra manera —dijo—. Lo que te recomiendo que hagas es notar que no tenemos ninguna seguridad de que nuestras vidas van a seguir indefinidamente. Acabo de decir que el cambio llega de pronto, sin anunciar, y lo mismo la muerte. ¿Qué crees que podamos hacer?
Pensé que la pregunta era retórica, pero él hizo un gesto con las cejas instándome a responder.
—Vivir lo más felices que podamos —dije.
—¡Correcto! ¿Pero conoces a alguien que viva feliz?
Mi primer impulso fue decir que sí; pensé que podía usar como ejemplos a varias personas que conocía. Pero al pensarlo mejor supe que mi esfuerzo sería sólo un hueco intento de exculparme.
—No —dije—. En verdad no.
—Yo sí —dijo don Juan—. Hay algunas personas que tienen mucho cuidado con la naturaleza de sus actos. Su felicidad es actuar con el conocimiento pleno de que no tienen tiempo; así, sus actos tienen un poder peculiar; sus actos tienen un sentido de…
Parecían faltarle las palabras. Se rascó las sienes y sonrió. Luego, de pronto, se puso de pie como si nuestra conversación hubiera concluido. Le supliqué terminar lo que me estaba diciendo. Volvió a sentarse y frunció los labios.
Los actos tienen poder —dijo—. Sobre todo cuando la persona que actúa sabe que esos actos son su última batalla. Hay una extraña felicidad ardiente en actuar con el pleno conocimiento de que lo que uno está haciendo puede muy bien ser su último acto sobre la tierra. Te recomiendo meditar en tu vida y contemplar tus actos bajo esa luz.
—Yo no estaba de acuerdo. Para mí, la felicidad consistía en suponer que había una continuidad inherente a mis actos y que yo podría seguir haciendo, a voluntad, cualquier cosa que estuviera haciendo en ese momento, especialmente si la disfrutaba. Le dije que mi desacuerdo, lejos de ser banal, brotaba de la convicción de que el mundo y yo mismo poseíamos una continuidad determinable.
Don Juan pareció divertirse con mis esfuerzos por lograr coherencia. Rió, meneó la cabeza, se rascó el cabello, y finalmente, cuando hablé de una «continuidad determinable», tiró su sombrero al suelo y lo pisoteó.
Terminé riendo de sus payasadas.
—No tienes tiempo, amigo mío —dijo él—. Ésa es la desgracia de los seres humanos. Ninguno de nosotros tiene tiempo suficiente, y tu continuidad no tiene sentido en este mundo de pavor y misterio.
—Tu continuidad sólo te hace tímido. Tus actos no pueden de ninguna manera tener el gusto, el poder, la fuerza irresistible de los actos realizados por un hombre que sabe que está librando su última batalla sobre la tierra. En otras palabras, tu continuidad no te hace feliz ni poderoso.
Admití mi temor de pensar en que iba a morir, y lo acusé de provocarme una gran aprensión con sus constantes referencias a la muerte.
—Pero todos vamos a morir —dijo.
Señaló unos cerros en la distancia.
—Hay algo allí que me está esperando, de seguro; y voy a reunirme con ello, también de seguro. Pero a lo mejor tú eres distinto y la muerte no te está esperando en ningún lado.
Rió de gesto de desesperanza.
—No quiero pensar en eso, don Juan.
—¿Por qué no?
—No tiene caso. Si está allí esperándome, ¿para qué preocuparme por ella?
—Yo no dije que te preocuparas por ella.
—¿Entonces qué hago?
Usarla. Pon tu atención en el lazo que te une con tu muerte, sin remordimiento ni tristeza ni preocupación. Pon tu atención en el hecho de que no tienes tiempo, y deja que tus actos fluyan de acuerdo con eso. Que cada uno de tus actos sea tu última batalla sobre la tierra. Sólo bajo tales condiciones tendrán tus actos el poder que les corresponde. De otro modo serán, mientras vivas, los actos de un hombre tímido.
—¿Es tan terrible ser tímido?
—No. No lo es si vas a ser inmortal, pero si vas a morir no hay tiempo para la timidez, sencillamente porque la timidez te hace agarrarte de algo que sólo existe en tus pensamientos. Te apacigua mientras todo está en calma, pero luego el mundo de pavor y misterio abre la boca para ti, como la abrirá para cada uno de nosotros, y entonces te das cuenta de que tus caminos seguros nada tenían de seguro. La timidez nos impide examinar y aprovechar nuestra suerte como hombres.
—No es natural vivir con la idea constante de nuestra muerte, don Juan.
—Nuestra muerte espera, y este mismo acto que estamos realizando ahora puede muy bien ser nuestra última batalla sobre la tierra —respondió en tono solemne—. La llamo batalla porque es una lucha. La mayoría de la gente pasa de acto a acto sin luchar ni pensar. Un cazador, al contrario, evalúa cada acto; y como tiene un conocimiento íntimo de su muerte, procede con juicio, como si cada acto fuera su última batalla. Sólo un imbécil dejaría de notar la ventaja que un cazador tiene sobre sus semejantes. Un cazador da a su última batalla el respeto que merece. Es natural que su último acto sobre la tierra sea lo mejor de sí mismo. Así es placentero. Le quita el filo al temor.
—Tiene usted razón —concedí—. Sólo que es difícil de aceptar.
—Tardarás años en convencerte, y luego tardarás años en actuar como corresponde. Ojalá te quede tiempo.
—Me asusta que diga usted eso —dije.
Don Juan me examinó con una expresión grave en el rostro.
—Ya te dije: éste es un mundo extraño —dijo—. Las fuerzas que guían a los hombres son imprevisibles, pavorosas, pero su esplendor es digno de verse.
Dejó de hablar y me miró de nuevo. Parecía estar a punto de revelarme algo, pero se contuvo y sonrió.