Don Juan contrajo nuevamente su rostro en una sonrisa demoníaca y dijo que el joven declaró que deseaba quedarse con los guajes. Hubo una larga pausa que al parecer marcaba el final del cuento. Don Juan permaneció callado, pero me sentí seguro de que deseaba una pregunta mía, y la hice.
—¿Qué pasó con el joven?
—Se llevó los guajes —repuso él con una sonrisa de satisfacción.
Hubo otra larga pausa. Reí. Pensé que éste había sido un verdadero «cuento de indios».
Los ojos de don Juan brillaban; me sonreía. La circundaba un aire de inocencia. Empezó a reír en suaves estallidos y me preguntó:
—¿No quieres saber de los guajes?
—Claro que quiero saber. Creí que allí acababa el cuento.
—Oh no —dijo con una luz maliciosa en los ojos—. El joven tomó sus guajes y corrió a un sitio apartado y los abrió.
—¿Qué halló? —pregunté.
Don Juan me observó y tuve el sentimiento de que se hallaba al tanto de mi gimnasia mental. Meneó la cabeza, riendo por lo bajo.
—Bueno —lo insté—. ¿Estaban vacíos los guajes?
—Sólo había pinole y agua adentro de los guajes —dijo él—. Y el joven, en un arranque de furia, los rompió contra las piedras.
Dije que su reacción era natural: cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo.
La respuesta de don Juan fue que el joven era un tonto que no sabía lo que andaba buscando. Ignoraba lo que era el «poder», de modo que no podía decir si lo había encontrado o no. No se hizo responsable de su decisión, por ello lo enfureció su error. Esperaba ganar algo y en vez de ello no obtuvo nada. Don Juan especuló que, si yo hubiera sido el joven y hubiese seguido mis inclinaciones, me habría entregado a la furia y al remordimiento para, sin duda, pasar el resto de mi vida compadeciéndome por lo que había perdido.
Luego explicó la conducta del viejo. Astutamente, alimentó al joven para darle el «valor de un estómago lleno», de modo que el joven, al hallar sólo comida en los guajes, los rompió en un arrebato de ira.
—Si hubiera estado consciente de su decisión y se hubiera hecho responsable de ella —dijo don Juan—, se habría dado por bien satisfecho con la comida. Y a lo mejor hasta se hubiera dado cuenta de que esa comida también era poder.
Viernes, junio 23, 1961
APENAS tomé asiento empecé a bombardear a don Juan con preguntas. Él no respondió y, con un ademán impaciente, me indicó guardar silencio. Parecía estar de humor grave.
—Estaba pensando que no has cambiado nada en el tiempo que llevas tratando de aprender los asuntos de las plantas —dijo en tono acusador.
Empezó a pasar revista, en alta voz, a todos los cambios de personalidad que me había recomendado emprender. Dije que había considerado muy seriamente el asunto, y hallado que no me era posible cumplirlos porque cada uno era contrario a mi esencia. Replicó que considerar el asunto no era suficiente, y que lo que me había dicho no era ningún chiste. Insistí en que, pese a lo poco que había hecho, en lo referente a ajustar mi vida personal a sus ideas, yo quería realmente aprender los usos de las plantas.
Tras un silencio largo e incómodo, le pregunté con audacia:
—¿Me va usted a enseñar cómo usar el peyote, don Juan?
Dijo que mis intenciones por sí solas no eran suficientes, y que conocer los asuntos del peyote —lo llamó «Mescalito» por vez primera— era cosa seria. Al parecer, no había nada más que decir.
Pero, al anochecer, me puso una prueba; planteó un problema sin darme ninguna pista para su resolución: hallar un sitio benéfico en el área frente a su puerta, donde siempre nos sentábamos a hablar; un sitio donde supuestamente pudiera sentirme perfectamente feliz y vigorizado. Durante el curso de la noche, mientras rodaba en el suelo tratando de hallar el «sitio», noté dos veces un cambio de coloración en el piso de tierra, uniformemente oscuro, del área designada.
El problema me agotó y me quedé dormido en uno de los lugares donde percibí el cambio de color. En la mañana, don Juan me despertó para anunciar que mi experiencia había tenido gran éxito. No sólo había hallado el sitio benéfico que buscaba, sino también su opuesto, un sitio enemigo o negativo, y los colores asociados con ambos.
Sábado, junio 24, 1961
Temprano en la mañana salimos al chaparral. Mientras caminábamos, don Juan me explicó que hallar un sitio «benéfico» o «enemigo» era una importante necesidad para un hombre en el desierto. Quise llevar la conversación hacia el tema del peyote, pero él rehusó, de plano, hablar de eso. Me advirtió que no debía haber mención del asunto, a menos que él mismo lo planteara.
Nos sentamos a descansar a la sombra de unos arbustos altos, en una zona de vegetación densa. El chaparral en torno no estaba aún enteramente seco: el día era caluroso y las moscas me acosaban de continuo, pero no parecían molestar a don Juan. Me pregunté si él simplemente las ignoraba, pero luego advertí que no se posaban jamás en su rostro.
—A veces es necesario hallar aprisa un sitio benéfico, a campo abierto —prosiguió don Juan—. O a lo mejor es necesario determinar aprisa si el sitio en que uno va a descansar es o no un mal sitio. Una vez, nos sentamos a descansar junto a un cerro y tú te pusiste muy enojado y molesto. Ese sitio era enemigo tuyo. Un cuervito te lo advirtió, ¿recuerdas?
Recordé que él me había dicho, con énfasis, que evitase en lo futuro aquella zona. También recordé haberme enojado porque don Juan no me dejó reír.
—Creí que el cuervo que pasó volando en esa ocasión era una señal para mí solo —dijo—. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que los cuervos fuesen también amigos tuyos.
—¿De qué habla usted?
—El cuervo era un augurio —prosiguió—. Si supieras cómo son los cuervos, le habrías huido a ese sitio como a la peste. Pero no siempre hay cuervos que den la advertencia, y tú debes aprender a hallar, por ti mismo, un sitio apropiado para acampar o descansar.
Tras una larga pausa, don Juan se volvió, de repente hacia mí y dijo que, para hallar el sitio apropiado donde descansar, sólo tenía uno que cruzar los ojos. Me dirigió una mirada sapiente y, en tono confidencial, dijo que yo había hecho precisamente eso cuando rodaba en el pórtico de su casa, y que así pude hallar dos sitios y sus colores. Me hizo saber que mi hazaña lo impresionaba.
—No sé en verdad qué cosa hice —dije.
—Cruzaste los ojos —repitió con énfasis—. Ésa es la técnica; eso debes haber hecho, aunque no te acuerdes.
Don Juan me describió la técnica, cuyo perfeccionamiento llevaba años; consistía en forzar gradualmente a los ojos a ver por separado la misma imagen. La carencia de conversión en la imagen involucraba una percepción doble del mundo; esta doble percepción, según don Juan, daba a uno oportunidad de evaluar cambios en el entorno, que los ojos eran por lo común incapaces de percibir.
Don Juan me animó a hacer la prueba. Me aseguró que no dañaba la vista. Dijo que yo debía empezar lanzando miradas cortas, casi con el rabo del ojo. Señaló un gran arbusto y me puso el ejemplo. Tuve un sentimiento extraño al verlo dirigir miradas increíblemente rápidas al arbusto. Sus ojos me recordaban los de un animal mañoso que no puede mirar de frente.
Caminamos cosa de una hora mientras yo trataba de no enfocar mi vista en nada. Luego don Juan me pidió empezar a separar las imágenes percibidas por cada uno de mis ojos. Después de otra hora, o algo así, me dio una jaqueca terrible y tuve que pararme.
—¿Crees que podrías hallar, tú solo, un sitio apropiado para que descansemos? —preguntó.
Yo no tenía idea de cuál era el criterio acerca de un «sitio apropiado». Me explicó pacientemente que mirar en vistazos cortos permitía a los ojos apresar visiones insólitas.
—¿Como qué? —pregunté.
—No son visiones propiamente dichas —dijo él—. Son más bien sensaciones. Si miras un arbusto o un árbol o una piedra donde tal vez te gustaría descansar, tus ojos pueden darte a sentir si ése es o no el mejor sitio de reposo.
De nuevo lo insté a describir qué eran aquellas sensaciones, pero él no podía describirlas o bien, sencillamente, no quería. Dijo que yo debía practicar eligiendo un sitio, y él entonces me diría si mis ojos estaban trabajando o no.
En cierto momento percibí lo que me pareció un guijarro que reflejaba luz. No podía verlo si enfocaba en él mis ojos, pero recorriendo el área con vistazos rápidos percibía una especie de resplandor leve. Señalé a don Juan el sitio. Se hallaba en medio de una zona llana, sin sombra, privada de arbustos densos. Don Juan rió a carcajadas y luego me preguntó por qué había elegido ese lugar específico. Expliqué que estaba viendo un resplandor.
—No me importa lo que veas —dijo—. Daría igual que estuvieras viendo un elefante. Lo importante es qué cosa sientes.
Yo no sentía nada en absoluto. Él me lanzó una mirada misteriosa y dijo que habría querido ser cortés y sentarse a descansar allí conmigo, pero que iba a sentarse en otro sitio mientras yo probaba mi elección.
Tomé asiento; él me observaba con curiosidad a diez o doce metros de distancia. Tras unos minutos empezó a reír fuerte. Por algún motivo su risa me ponía nervioso. Me irritaba sobremanera. Sentí que se burlaba de mí y eso me enojó. Empecé a poner en duda los motivos que me empujaban para estar allí. Había algo definitivamente erróneo en la manera como toda mi empresa con don Juan iba desarrollándose. Sentí ser un simple peón en sus garras.
De pronto don Juan me embistió, a toda velocidad, y tomándome del brazo me arrastró en peso tres o cuatro metros. Me ayudó a incorporarme y se enjugó el sudor de la frente. Noté entonces que se había esforzado hasta el límite. Me palmeó la espalda y dijo que yo había elegido el sitio equivocado y que él tuvo que rescatarme a toda prisa, porque vio que el sitio estaba a punto de apoderarse de todos mis sentimientos. Reí. La imagen de don Juan embistiéndome era muy graciosa. Había corrido verdaderamente como un joven. Sus pies se movían como si aferrara la suave tierra roja del desierto para catapultarse sobre mí. Yo lo había visto reír y luego, en cosa de segundos, me estaba jalando del brazo.
Tras un rato me instó a seguir buscando un sitio adecuado para descansar. Reanudamos el camino, pero no noté ni «sentí» nada. Quizá, de haberme hallado menos tenso, otro hubiera sido el caso. Pero había cesado mi enojo contra don Juan. Por fin, él señaló unas rocas y nos detuvimos.
—No te descorazones —dijo—. Lleva mucho tiempo educar a los ojos como se debe.
No dije nada: No iba a descorazonarme por algo que no entendía en modo alguno. Sin embargo, debía admitir que ya en tres ocasiones, desde que comenzaron mis visitas a don Juan, me había enojado mucho, y me había agitado casi hasta el punto de enfermarme, hallándome sentado en sitios que él llamaba malos.
—El truco es sentir con los ojos —dijo—. Tu problema es el no saber qué sentir. Pero ya te vendrá, con la práctica.
—Quizá usted debería decirme, don Juan, qué es lo que debo sentir.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Nadie puede decirte lo que debes sentir. No es calor, ni luz, ni brillo, ni color. Es otra cosa.
—¿No puede usted describirla?
—No. Sólo puedo darte la técnica. Una vez que aprendas a separar las imágenes y veas dos de cada cosa, debes poner atención en el espacio entre las dos imágenes. Cualquier cambio digno de notarse ocurrirá allí, en ese espacio.
—¿Qué clase de cambios son?
—Eso no importa. El sentimiento que recibes es lo que cuenta. Cada hombre es distinto. Tú viste hoy un resplandor, pero eso no quería decir nada porque faltaba el sentimiento. No te puedo decir cómo sentirte. Eso debes aprenderlo tú solo.
Descansamos un rato en silencio. Don Juan se cubrió la cara con el sombrero y permaneció inmóvil, como dormido. Yo me absorbí en escribir mis notas, hasta que un súbito movimiento suyo me sobresaltó. Se enderezó abruptamente y me encaró, ceñudo.
—Tienes facilidad para la cacería —dijo—. Y eso es lo que debes aprender: a cazar. Ya no vamos a hablar de plantas.
Infló las quijadas un instante; luego añadió con candidez:
—De todos modos creo que nunca hablamos, ¿verdad? —y rió.
Pasamos el resto del día caminando en todas direcciones, mientras él me daba una explicación increíblemente detallada acerca de las serpientes de cascabel. La forma en que anidan, la forma en que se desplazan, sus hábitos de temporada, sus caprichos de conducta. Luego procedió a corroborar cada uno de los puntos señalados y finalmente atrapó y mató una serpiente grande; le cortó la cabeza, la destripó, la despellejó y asó la carne. Sus movimientos tenían tal gracia y habilidad que ya el estar cerca de él era un placer. Yo lo había escuchado y observado, inmerso. Mi concentración era tan completa que el resto del mundo había desaparecido prácticamente para mí.
Comer la serpiente fue un duro retorno al mundo de los asuntos ordinarios. Sentí náusea al empezar a mascar un bocado de carne. El asco no tenía fundamento, pues la carne era deliciosa, pero mi estómago parecía ser una unidad independiente. Apenas me fue posible pasarlo. Pensé que don Juan sufriría un ataque cardiaco de tanto reírse.
Después nos sentamos a reposar a nuestras anchas a la sombra de unas rocas. Empecé a trabajar en mis notas, y lo copiosas que eran me hizo darme cuenta de que don Juan me había dado una cantidad asombrosa de información sobre las serpientes de cascabel.
—Tu espíritu de cazador ha vuelto a ti —dijo él de pronto, con rostro grave—. Ahora estás enganchado.
—¿Cómo dijo?
Quise que detallara su afirmación de que me hallaba enganchado, pero él sólo rió y la repitió.
—¿Cómo estoy enganchado? —insistí.
—Los cazadores siempre cazan —dijo—. Yo también soy cazador.
—¿Quiere usted decir que caza para vivir?
—Cazo para poder vivir. Puedo vivir de la tierra, en cualquier parte.
Indicó con un ademán todo el derredor.
—Ser cazador significa, que uno conoce mucho —prosiguió—. Significa que uno puede ver el mundo en formas distintas. Para ser cazador, hay que estar en perfecto equilibrio con todo lo demás; de lo contrario la caza sería una faena sin sentido. Por ejemplo, hoy agarramos una culebrita. Tuve que pedirle disculpas por quitarle la vida tan de repente y tan definitivamente; hice lo que hice sabiendo que mi propia vida se cortará algún día en una forma muy semejante: repentina y definitiva. Así que, a fin de cuentas, nosotros y las culebras estamos parejos. Una de ellas nos alimentó hoy.